La noche acababa de comenzar y ya tenía el estómago revuelto. Lo
achacó al calor de la calle seguido del fuerte aire acondicionado del local. En
ningún caso tendría que ver con la mezcla de brebajes a lo largo del día. El
caso es que no dudó en dirigirse al excusado. Totalmente vacío, bajo la luz
intermitente de un fluorescente al borde de la muerte, tres cabinas se
alineaban frente a tres lavabos. Sin saber muy bien por qué escogió el del
centro. Tal vez por sentir más ventilación y evitar el olor de la lejía
perfumada. Eso en el mejor de los casos.
En el momento en que estaba dispuesto a bajarse los pantalones, la
puerta de su cubículo se abrió violentamente pegándole un fuerte golpe en el
centro de la frente. Recuerda caer sentado en la taza del váter con los
pantalones aún subidos y negro. Todo negro.
Un constante traqueteo lo iba despertando poco a poco hasta que un
movimiento agresivo y sonoro lo sacó totalmente de su estado de inconsciencia,
aunque no de atontamiento, porque se vio a oscuras y tumbado de lado con las
piernas encogidas. Se acordó de la puerta golpeando su frente y su pérdida de
conocimiento y dedujo que una ambulancia lo llevaba al hospital. No era más que
una contusión, seguro. Pero alguien consideraría que por si acaso, nunca se sabía.
Trató de estirarse, pero sus pies habían llegado hasta el final. Notó un bache
y quiso echarse una mano a la contusión de la cabeza, pero esta se encontraba
atada a su compañera. Cuando dedujo que aquello no era una camilla ni una
ambulancia sino posiblemente el maletero de un coche, el transporte se detuvo.
Ruidos de puertas abriéndose y cerrándose. Pasos. Su espacio se abrió y cuatro
manos lo sacaron sin delicadeza. Sus piernas no aguantaron cuando lo soltaron,
sus rodillas estaban entumecidas y calló al suelo. Era tierra y piedras
sueltas.
―Antes de que te pongas a suplicar por tu vida ―dijo una de las voces,
aguda e incisiva― ya te informo de que no te vamos a matar a menos que hagas
tonterías.
Pensó entonces que aquellas pistolas y aquellos rostros descubiertos
no iban al son de las palabras que acababa de escuchar.
―Esto ha sido sólo una advertencia: no vuelvas a jugar con ninguna de
las novias del Señor Pantone ―dijo la otra voz, considerablemente más grave que
la otra.
―No sé qué… ―pero no le dio tiempo a terminar. Un disparo se superpuso
y la arena le saltó a la cara.
Los dos matones o guardaespaldas o mensajeros o transportistas o un
poco de todo se dieron la vuelta, se metieron en el coche, aceleraron dejando
volar el polvo por camino que sólo iluminaban los faros del vehículo y la luz
de la luna, y se fueron. ¿De qué novia le habían hablado aquellos dos? ¿Quién
era el Señor Pantone? ¿Dónde se encontraba? ¿Cómo iba a volver? ¿Cómo había
llegado hasta allí, si él sólo quería ir a cagar? Por supuesto, las ganas se le
habían pasado ya.
Se sentó en el suelo para desatarse la cuerda que le mantenía los
tobillos unidos y caminar hacia algún sitio. Cuando se puso de nuevo de pie, a
pesar del dolor de cabeza que tenía, no vio la ciudad, pero sí su luminosidad.
Tardaría unas cuantas horas en volver. Aquel camino no tenía aspecto de ser de
lo más transitado de la zona.
Apenas se había decidido a caminar los faros de un coche comenzaron a
iluminar débilmente el camino. A ver si aquél sí iba a ser un camino
transitado. Era noche cerrada pero había que arriesgarse, no podía esconderse y
dejar pasar su única oportunidad de encontrar un transporte de vuelta. La
camioneta que se detuvo a su altura cuando le vio iba a manos de una mujer de
unos veinticinco o treinta años como mucho.
―Parece que necesitas un taxi ―. Él sonrió su ironía―. No eres de por
aquí, ¿verdad?
―¿Eres una de las novias del tal Pantone?
―¿Qué? ¡Nooo! ¿Problemas?
Jackie era camarera en uno de los hoteles de la ciudad. Casualmente
él, junto a todo su grupo de amigos, se hospedaba en el mismo hotel.
Ya había amanecido cuando llegaron. Se dirigió a su habitación y se
tumbó vestido en la cama. Durmió unas cuantas horas y se despertó hambriento.
Salió a la calle sin saber muy bien hacia dónde dirigirse. Paró en un puesto de
perritos calientes y pidió uno completo. Le atendió un hombre negro de avanzada
edad.
―Son tres pavos, amigo.
Instintivamente buscó su cartera y recordó que la había dejado en la
chaqueta la noche anterior.
―Disculpe señor, pero creo que he perdido la cartera.
―Disculpe usted, señor, pero creo que no es mi problema. ¡Brandon!
¡Lewis! Aquí nuestro amigo quiere comer gratis.
Dos fornidos hombres aparecieron de la nada levantándole por las
axilas. Lo arrastraron sin mediar palabra dentro de un local con las luces
apagadas hasta los aseos, donde le propinaron una paliza antes de quitarle el reloj
y arrojarlo dentro de uno de los cubículos, ya inconsciente.
Cuando abrió los ojos se vio sentado en la taza un váter con los
pantalones por las rodillas y un insoportable dolor de cuerpo. Se recompuso,
abrió la portezuela y reconoció el baño donde la noche anterior quiso aliviar
su malestar. Se lavó la cara y las manos y salió.
―¡Caramba, Johnny! Parece que no te fue mal ayer con la chica de
Pantone, ¿eh? Cuenta, cuéntanoslo todo.