miércoles, 29 de agosto de 2012

# 14 VIDA PERRA.



Cuando mi madre me habló sobre el justo premio que habría de obtener en la otra vida por las buenas acciones que hiciera, sin duda olvidó mencionar el desproporcionado castigo que tendría en ésta por una sola mala opción. En esto iba pensando la madrugada que me desperté empapado, tiritando y muerto de hambre. En un día de lluvia te despertabas empapado aunque estuvieras debajo de un puente. O si no llovía, pero habías conseguido un portal, lo mismo te despertaba una patada que un escobazo. Era la hora de empezar a buscar por las papeleras y sus aledaños. Para un vagabundo como yo, el desayuno solía resultar más sencillo de encontrar en esos lugares. La gente que iba con prisa a su lugar de trabajo, la mayoría de las veces no terminaban su sandwich o su bollo o su pieza de fruta, y allí era donde la arrojaban antes de meterse en los edificios que los engullían a ellos. Las noches eran diferentes. La pasada noche me acerqué al contenedor de basura habitual. Era uno que se situaba cerca de un hotel de baja calidad pero que tenía restaurante. Eso favorecía el que tuvieran que tirar sus desperdicios en contenedores fuera de sus dependencias un rato antes de que se acercara el camión de la basura a llevarse todo lo que ellos desechaban, muchas veces simples restos de comida que los clientes no apreciaban, y otras simplemente comida que ya no se podía conservar durante más tiempo y tampoco se podía ofrecer a la exigente clientela. Era una vida perra, pero era la que me había tocado. Recoger esa basura, que para mí podía resultar en ocasiones un auténtico banquete de manjares, tenía sus riesgos y había que conocerlos. En múltiples reyertas con otros vagabundos me había visto envuelto sin yo buscarlo, pero claro, la comida era nuestro oro, y se daban casos de vagabundos que no sólo cazaban para comer y ya estaba, sino que cogían todo lo que estaba a su alcance para llevárselo a su jefe. Super-vagabundos que de algún modo se habían proclamado dueños y señores de determinados contenedores de basura y los explotaban. Eso sí, no ellos mismos, sino que enviaban a sus pupilos, generalmente jóvenes y aún fuertes, a recoger todo lo que pudieran para llevárselo a él. Él a cambio ofrecía su protección mediante otros soldados que cobraban en forma de alimentos. Es decir, el círculo se cerraba allí mismo, pero todas aquellas cabezas huecas necesitaban del cerebro de otra sin escrúpulos que lo organizase y supiese controlar. Y así se creaban esas mafias. Muchas magulladuras y costillas rotas había sufrido mi cuerpo por aquellas asociaciones de las que nunca había formado parte. Así que había que ser cauto y conocer con quién buscabas comida a tu lado. Mi conclusión era que las espaldas propias estaban más a salvo cuando las guardaba uno mismo. Había llegado a ver cómo estos animales daban el finiquito a algún compañero porque éste ya no ejercía sus funciones adecuadamente o tenía alguna debilidad con una supuesta víctima. Sin duda, las noches eran peligrosas, pero era lo que había si querías encontrar comida y no irte debilitando y dejándote morir.

Pero los días tampoco te mantenían a salvo completamente. Al contrario, casi había que estar con más ojos que por la noche, ya que podía llegar un peligro inesperado en cualquier momento. Incluso en el propio descanso. Sé que es generalizar, pero los niños y los jóvenes eran terroristas en potencia. Cada cual a su manera. Grandes carreras me he pegado delante de niños que me trataban de apedrear simplemente por el gustazo de ver quién tenía más puntería o de echarse unas risas. Pero los jóvenes... A un compañero mío le quemaron vivo rociándole con gasolina y arrojándole una cerrilla. A los perros vagabundos no se nos ha apreciado nunca. Decían que contagiábamos enfermedades, o que teníamos la rabia. Ha habido mucha habladuría a este respecto. Creo que algunos tuvieron suerte cuando los servicios municipales les capturaron y alguna familia de bien les acogió como mascota. Los demás al poco tiempo eran sacrificados o usados para experimentos en laboratorios. Mi caso fue de los que nació ya dentro de una familia de bien. Y mi mala opción fue la de creer que mi vida estaría a salvo para siempre. Cuando mi madre murió me quedé yo solo con ellos. Pero al poco tiempo debieron creer que ya era un estorbo, porque en un viaje hacia la playa se olvidaron de lo que me querían y de lo que les quería yo a ellos. Pararon el coche como tantas otras veces, me hicieron bajar para hacer mis necesidades como tantas otras veces y cuando regresé pude ver cómo el coche se alejaba a gran velocidad para no volver. En ocasiones volví al lugar donde me habían sacado por ver si era cierto que se habían despistado y me habían olvidado, pero no fue así. Ya nunca más volví por allí y sobreviví por mi cuenta junto con más compañeros. Si digo que llevo una vida perra es que sé lo que digo.

miércoles, 22 de agosto de 2012

#13 HUÍDA.



Salieron de noche con lo puesto, camiseta, vaqueros y unas chanclas que dejaban entrever los pies curtidos por mil caminatas. Le punzaba una terrible inquietud generada por aquella noticia tantas veces temida y que acaba de escuchar en aquel programa de radio, de esos que llaman de autoayuda y que no es sino un punto de encuentro de pobres insomnes. Cogió la mochila, la cantimplora y salieron del refugio dejando atrás la estancia a oscuras.

Apenas se veía. Sus pupilas terminaron por dilatarse al cabo de un rato y entre la penumbra distinguieron el camino que les había traído al refugio la tarde anterior, tarde de placer que dirían algunos. Un paseo por el campo para despejarse de las preocupaciones diarias, magnificadas en esos tiempos de incertidumbre y que no les dejaban conciliar el sueño en su casa de la gran ciudad. Una ciudad con el traqueteo típico de las grandes ciudades y en la que en el fondo ella pasaba desapercibida, y paradójicamente, acompañada.

Sabían que podía ocurrir y, aunque advertidos, decidieron arriesgarse a realizar esa excursión. Desde que saltó la noticia se había dado todo tipo de recomendaciones. Que no se saliera de casa, que se permaneciera con familiares y amigos, con acopio de alimentos. ¿Tan grave era la situación? Al parecer nadie había sobrevivido a su encuentro. Rondaba por cualquier esquina, matorral, al acecho de los incautos. Todos eran mirlos blancos. Todos eran potenciales víctimas de aquella fugitiva. Había que estar acompañados. Siempre había rondado por doquier pero ahora una muchedumbre había decidido acabar con ella. Y todos estaban asomados a aquellas ondas que irradiaban fuerza y valor para combatirla.

El camino parecía cerrarse por la inexplicable sombra que la noche proyectaba a través de los árboles, y sin embargo sabían que la única salida de aquel páramo en el que se encontraban era caminar por la senda hasta el puente del arroyo y después girar a la derecha por la pista forestal al término de la cual se encontraba su coche estacionado.

Su respiración acelerada dejaba poco espacio a la tranquilidad, más que por la prisa por el pánico que se anudaba a su estómago. Pero sabía que si por alguna razón les descubrían, esa relación que habían mantenido durante años se vendría abajo. Nunca habían aprobado esa sólida unión, voluntaria y sencilla. Llevaba tanto tiempo con ella que apenas ya la sentía, y sin embargo ahí estaba, siguiéndolo como una sombra como hacía siempre, agobiándole en determinadas ocasiones pero fiel como solamente ella sabía ser, apegada su existencia desde hacía años.

Ya visualizaba el coche cuando empezaron a abandonarle las fuerzas. Apenas entró en el habitáculo se sintió seguro y a ella a salvo, aunque aún quedaba volver a casa. Chirriaron las ruedas en el oscuro aparcamiento y se lanzó a toda velocidad por la pista de tierra, ansioso por encontrar refugio para los dos. Las curvas se presentaban ante ellos como trampas puestas ahí por esos oyentes que aún lejos del alcance de la radio él aún escuchaba, y él sólo intentaba sortearlas con el fin de llegar a un lugar seguro. Si es que lo había.

Fue llegando a la altura de la presa, en el último giro a la izquierda, exceso de velocidad o falta de visibilidad, la rueda derecha perdió adherencia y continuó su giro en el aire, seguida por el maletero y el resto del habitáculo. Por un segundo lanzó el brazo en un gesto de protección hacia el lado del acompañante y posó su mano en el asiento vacío. Después cayeron.

Cuando el equipo de rescate, ya bien entrada la mañana, encontró el coche accidentado, sólo pudieron certificar su deceso, un cuerpo inerte al lado de su inseparable soledad. Lograron escapar.

miércoles, 15 de agosto de 2012

#12 DEPRESIÓN POSTVACACIONAL.




La reentrada ha sido como esperaba: café con los compañeros, anécdotas variadas de todos los colores que han versado sobre las vacaciones, reunión con el jefe y depresión postvacacional. Le he dedicado un tiempo a pensar en cuál de las primeras tres cosas influye o provoca directamente la cuarta. El café es malo, pero no como para una depresión. La reunión con el jefe como de costumbre. Ramírez o Gómez o Pérez, espero que haya descansado y repuesto fuerzas, porque este final de año va a ser duro. Bla, bla, bla... los proveedores, blablá... los directores, blablablablá... los presuepuestos. ¿Es consciente de la actual situación, no de ésta, sino de todas las empresas? Bla, bla, bla... crisis, blablá... concurso de acreedores, blablablablá... su puesto de trabajo. Sin embargo, bla bla bla... yo también blablá... aunando esfuerzos, blablablablá... apretarnos el cinturón. Y en eso queda el tema: mi cinturón más apretado aún de lo que ya estaba, y él ancho como una oronda sandía. Lo de siempre, ninguna sorpresa. Así que llego a la conclusión de que lo que me hunde en la miseria son las anécdotas vacacionales. Anécdotas se suceden a lo largo de todo el año, pero parece como si la gente no supiera o no tuviera otra cosa que hacer en su periodo estival más que coleccionar historietas. Y a pesar de ser todas de la misma índole o temática por lo general, una vez dada la salida, parece el concurso de "la anécdota más completa y graciosa". Y siempre la última contada ha de superar a la anterior en número de detalles, entidad de los mismos y, por supuesto, provocación de admiración o risas. "Mi hijo Juan se montó en una colchoneta, vino una ola, y lo tiró contra la arena". "Pues mi chaval, que ya tiene nueve años, estaba de pie sobre una tabla de esas de corcho, llegó un ventarrón de levante que se veía como se llevaba primero la resaca el agua, y cuando lo recogimos en la playa debía haber tragado por lo menos diez litros, no te exagero". "A mí me pasó parecido en la Costa Brava cuando alquilé una moto de agua con un coleguita mío, y como íbamos de empalmada no nos dimos cuenta de que nos había arrollado un barco hasta que una de las hélices le cortó una pierna a mi colega éste, pero por suerte desde el barco se dieron cuenta. Y resultó que eran una pandilla de diez doctoras suecas que se habían venido para acá de vacaciones, le reimplantaron a mi colega éste que os digo la pierna y el resto del viaje te puedes imaginar allí con todas aquellas rubias espectaculares dispuestas a resarcir los daños del accidente". Y entonces es cuando me entran ganas de vomitar del asco. Pero para dentro, porque siempre está el típico que quiere provocarte y te pregunta por tus vacaciones, así como venga, venga, supera ésa si puedes. "Pues yo muy tranquilo en el pueblo, oyendo a los grillos por la noche y a las chicharras por el día, justo al contrario de lo que me pasa cuando llego aquí, que oigo grillos de día y a la chicharra de mi mujer por la noche cuando llego a casa". "¡Ja, ja, ja, cómo eres Ramírez, o Gómez, o Pérez!" "¡Tú si que eres un cachondo!" Así que con media sonrisa me doy la vuelta y me dispongo a concentrarme el la ardua lectura de mis correos electrónicos acumuados, hasta que se me acerca la especimen femenino del batallas, y me pregunta si mi mujer me ha dado las fotos para que las enseñe. "No, Pili, aún no, pero en cuanto lo haga te las enseño". "¡Ah, pues espera que te voy a dar yo éstas para que se las lleves y las véis! Mira, ésta es la de cuando Pepe se durmió borracho en la terracita. Aquí es cuando la policía local le detuvo por escándalo público, no te imaginas qué bochorno. Y ésta cuando se le meó un perró en la playa mientras echaba una cabezadita, ji, jí. Pobrecito mío".

Y nada más sonreír y girarme, me dan ganas de pegarme un tiro en el primer día de trabajo, o de volver a hablar con mi jefe y que me diga blablá... los números, blablá... la letra pequeña. O incluso, si le echo huevos, de tomarme otro café en la cafetería, solo, doble.

miércoles, 8 de agosto de 2012

#11 EL ODIO Y LAS COSAS MAL HECHAS.


Nota: Ahora no es sólo el ilustrador el que está ausente, sino que lo estamos el resto,  así que apañamos la cabecera como buenamente podemos hasta el regreso. Mil disculpas por la parte estética, esperamos compensarlo con la tecla.

Mi padre siempre decía que yo era de filias y de fobias. No sólo no tenía razón sino que le odiaba cuando lo hacía. Yo no era de filias, de hecho pocas veces sentía atracción o cualquier tipo de interés por el otro. No sólo me irritaban los semejantes sino que llegué al punto de que el perro que me compraron para la terapia me soliviantaba sobremanera.

La mañana que decidí que ni siquiera me aguantaba  mí mismo compré una cuerda y un taburete. De esos baratos con patas metálicas que se doblan con mirarlas. No me convencía, pues si había algo peor que detestarse a uno mismo, eso era hacer el ridículo en la última puesta de largo. Aunque bien pensado me odiaría hasta el final. Y después.

El dependiente me miró de soslayo entre la preocupación y el miedo cuando me puse encima y me así con fuerza la parte trasera de la camiseta llegando a ponerme de puntillas. Supuse que aguantaría, además tampoco iba a dilatar mucho la escena, porque si había algo que odiaba eran las esperas largas. Un taburete blanco y sencillo. Barato. Que aunque de poco me serviría el poderoso caballero después de mi cita, siempre había resultado un poco cutre. Odiaba gastar dinero.

 La cuerda resistente, plastificada, tipo montañero. No sabía si el color sería relevante para que la escena inspirara cierta armonía en el momento del hallazgo. ¿Las personas repararán en esos detalles cuando descubren escenas macabras? Tenía dudas. Estuve en la tienda mirando el plantel de cuerdas barajando las diferentes combinaciones. Nunca había entendido de esas cosas. El taburete era blanco y en cuanto a la ropa no lo había decidido. Como no podía ser de otra manera odiaba la ropa y mucho más el hecho de ir a comprarla. Así que el estar eligiendo una cuerda que aguantara ochenta kilos caídos a plomo, recordaba el irritante hastío que sentí cuando tuve que elegir una tela para tapizar el sofá. El que no haya realizado esta acción no tiene ni idea de la cantidad de trocitos de tela que caben en una tienda, por minúscula que ésta sea.

- ¿Puedo ayudarle?- La amable dependienta había hecho dos cosas, una buena y otra mala. La buena acercarse, rauda y disciplinada. La mala tratarme de usted. Odiaba que las personas más jóvenes que yo me trataran como a su padre.

Ni la respondí. La miré con media sonrisa y volví a fijar mi preocupada vista en las cuerdas. Pensé que la negra estaría bien, siempre había escuchado eso de que “el negro pega con todo” y además era un color apropiado para la escena. Aquello no iba a parecer un carnaval, pero al fin y al cabo tampoco lo era. Siempre había odiado los carnavales.

Bien. Ya tenía todo listo. Taburete, cuerda, un buen anclaje en el techo de mi habitación y solo me quedaba decidir la ropa. Para disgustos ajenos nunca decidía lo que me iba a enfundar con antelación, siempre sobre la marcha, normalmente obviando las tendencias y modas, no por dejadez, más bien por ignorancia. No obstante odiaba las modas y cánones establecidos. Me hubiera encantado hacerlo desnudo, al fin y al cabo si llegamos al mundo en pelotas no veo porqué no podemos dejarlo igual en una hermosa parábola sobre el paso del tiempo. Además algo había escuchado sobre los efectos de la presión sobre el gaznate en un miembro de nivel inferior, y aunque me hacía gracia hacer este tránsito con todo izado, pensé en mi madre y no quise añadir a su previsible disgusto, la vergüenza ajena que por otro lado nunca había escondido del todo.

Esto era un tema serio y zanjé el asuntillo de la vestimenta cogiendo una camiseta negra (al final se iba a identificar todo con una escena gótica, pero en fin…) y unos pantalones rojos. Sí, rojos. ¿Por qué? Porque me daba la gana, un contrapunto macarra, así ceñidos, por aquello de no perder del todo el efecto del izado.

Ahora sí, sabiendo que yo era un ser inestable, poco regular, con falta de motivaciones, aspiraciones y deseos, así como una facilidad pasmosa para dejar las cosas a medias, decidí iniciar el ritual. Puse el taburete en mitad de la sala, justo debajo de la argolla que hasta hacía unas horas sujetaba una lámpara cutre de papel. Me senté en él, y empecé con la cuerda a hacer el nudo del ahorcado, que obviamente la persona que le puso nombre no estuvo quince días dándole al coco, pues es un nudo que sirve para ahorcar. Cuánto caradura había suelto, y yo, que en el fondo de mi decrepitud no dejaba de ser un tío de provecho (odiar casi todo tiene su trabajo y de vez en cuando genera críticas de provecho) iba a darme pasaporte porque sí, porque ya no me aguantaba.

Estaba el nudo, el taburete, mis pantalones rojos bien ceñidos y la camiseta negra. Me aseguré de cerrar la puerta con cerrojo, eso me daría algunos minutos más. Aunque tenía un par de horas antes de que mi madre llegara a casa. Le había dejado comida y agua al dichoso perro, el cual basándose supongo en ese sentido especial de los canes, no hacía más que lloriquear en la parte exterior de mi habitación. Vale. Alcancé a hacer un nudo en la argolla del techo, me coloqué el otro extremo alrededor del cuello, me asenté bien sobre el taburete y miré al frente. Dos cosas me sorprendieron. La primera fue mi tranquilidad. No me había alterado ni un poco, era como si me diera igual. Lo que no me dio igual fue la segunda sorpresa, es más, más que sorpresa se trataba de un fraude. Ahí estaba yo, con los pies en el borde del taburete a punto de lanzarme al vacío (es una forma de hablar), de escribir la última línea en este tránsito, de poner un odioso y repugnante punto final a mi decadencia…y nada, ni túnel con una luz al final, ni mi vida en imágenes, ni nada de nada. Lo que os digo, un fraude. Que por otro lado buena gana tenía yo de ver mi vida en imágenes cuando lo que estaba haciendo es desterrar esas imágenes que tanto me habían atormentado. Dado por culo, para entendernos, pero contado así con palabras bonitas suena mejor, aunque reconozco que se ajusta mejor la segunda definición. Pero una cosa no quita la otra, y esto era una estafa.

Había llegado el momento, no lo pensé dos veces y salté. Lo siguiente que recuerdo fue el odioso can lamiéndome la cara y moviendo el rabo a la misma velocidad, mientras yacía yo en una alfombra de cascotes y yeso. Cuánto odiaba que no se hicieran casas como las de antes.

miércoles, 1 de agosto de 2012

#10 DESMONTANDO URGENCIAS




El último intento que llevé a cabo para montar un mueble de IKEA acabó en urgencias. Una tontería, pero no fue sólo que me machacara el dedo gordo de la mano izquierda con el martillo, sino que, al soltar todo el aparataje estantería incluida, ésta calló sobre mi pie derecho rompiéndome la uña y una astilla que se desprendió salió disparada hasta acabar clavada en la punta de mi nariz. Fui a urgencias, sí, pero al día siguiente cuando el dedo de la mano se hinchaba más y más, el dedo del pie dolía horrores y la nariz después de la extracción de la astilla se me puso como un pimiento morrón. Así que decidido me fui a poner las botas, pero el dolor me lo impidió. ¿Y ahora qué voy a hacer? me dije. No me quedó más remedio que salir a los veinte grados bajo cero de la calle con una chancla de playa en el pie derecho, una bota de invierno en el izquierdo, un guante de lana en la mano derecha y nada en la izquierda -la inflamación no me permitió ponerme el otro guante. De esa guisa me planté en la recepción de urgencias de mi hospital. Por los pelos no tuve que llamar a un ambulancia cuando el taxista, que iba como una cuba, casi se lleva por delante a dos señoras en un semáforo. Yo iba tan tenso que apenas noté dolor alguno durante el trayecto. Eso sí, mis uñas quedaron clavadas en el asiento del taxi y las huellas de mi chancla y mi bota en el suelo de la fuerza con la que yo trataba de reducir la velocidad o incluso detener el coche en algunas ocasiones. Pero llegamos a mi destino.

 Sin  preguntarme por lo que me pasaba, en la recepción de urgencias las caras de los presentes cuando me vieron mudaron de solemnes a espantadas. Apenas pude abrir la boca para pedir que me viera un médico, cuando un tipo vestido con el uniforme de enfermero o camillero o lo que fuese me pidió que me sentara en una silla de ruedas que traía consigo. ¡Qué suerte! pensé, ¡esto sí es urgencias de verdad! En menos de un minuto olvidé tal pensamiento para dedicarlo a mis seres queridos pensando en que me había llegado la muerte de manos de un kamikaze con pijama de hospital. El criminal que conducía mi silla de ruedas dejaba a la altura del betún al mismo Fernando Alonso por la rapidez con la que me llevó desde la pole position hasta la meta. Mi miedo no era exagerado. Por el camino no hubo curva que no tomáramos tan solo con dos ruedas. En más de una ocasión colisionamos con distintos objetos y personas imprudentemente diseminados por nuestro recorrido. El carrito de mantas y sábanas con el que chocamos calló al suelo; el que no sé si llegó a caer fue el anciano al que privamos de una de las dos muletas en las que se apoyaba tras la tercera curva; oí ruido de vasos y platos rompiéndose contra el suelo cuando embestimos el carro de las bandejas de comida; y noté cómo mi culo se levantaba del asiento tras el frenazo en la línea de meta. Dejé la muleta del anciano a la que me había asido como a un tótem y pensé en el pavor que me había producido el recorrido sin siquiera haber podido ver la cara del conductor. Claro, que pensándolo más fríamente, me alegro de no haberlo hecho.

Aparentemente, en mi destino ya me esperaban, pues de igual modo, sin pronunciar palabra entre dos tipos me levantaron de la silla (confieso que no habría podido hacerlo yo solo del agarrotamiento de los miedos sumados del taxi y la silla), me tumbaron en una camilla, me quitaron toda la ropa mientras yo intentaba explicar al que parecía el que dirigía toda la operación lo que me pasaba y éste asentía para hacerme sentir escuchado y, sin ver el ataque sorpresa que me esperaba tras de mí, me introdujeron en una bañera de agua casi hirviendo. Es posible que los alaridos que proferí en aquel momento no se oyeran más allá de la sala en la que estábamos, pero si sólo hubiera influido la intención con la que grité, toda la ciudad se habría paralizado y oído el chillido. Tanto mi pié derecho como mi mano izquierda me recordaron que estaban vivos y más molestos que nunca por aquel baño termal que entendían tan poco como yo. El que debía de ser el médico me miraba extrañado mientras yo insultaba y me removía en la bañera, como si ésta contuviera ácido en lugar de agua. Así dió la orden de que me sacaran y secaran. La inflamación del dedo de la mano se había extendido a toda la extremidad, y el dolor del pie me llegaba hasta la ingle.

- ¿Pero no es usted el que venía con congelación de miembros? -preguntó el médico.

Tras mi rápida explicación, mientras una amable enfermera trataba mis herdidas adecuadamente, el facultativo me contó que aquella estaba siendo la noche más fría del invierno y se preveía un alto número de pacientes con síntomas o principios de congelación.

Fui curado de mis heridas, las que llevaba y las que obtuve allí por el agua hirviendo, y me volví a casa escogiendo cuidadosamente el taxi. Durante el trayecto anoté mentalmente mi máxima: no volver a IKEA.