miércoles, 27 de agosto de 2014

#117 ES LO QUE YO CREO. O LOS DOS



No sabía si lo era. Toda la vida creyendo serlo y al final iba a resultar que era lo que creía ser. Si seguía en esta línea me iba a reventar la cabeza. Siempre fui más de conversación liviana. Lo cierto es que ahora no conversaba con nadie. O quizás sí. Conmigo mismo, que al final resultaba ser otro. Osea dos. ¿O uno con un ser particionado como los discos duros? Vaya gilipollez. Decido ser dos. Muy parecidos por cierto, no por ser iguales sino por ser uno la aspiración del otro.

Y ahí me encuentro, conversando. No sé si pedirme una caña o dos. O a pares, porque menudo filón que ha encontrado mi cabeza para hacer cabriolas. Lo que me faltaba. Por si no centrifugaba a unas revoluciones superiores a las que un ser humano sano podía tolerar, ahora añado una perla. O dos.

¿Me bastaba aspirar a ser lo que deseaba ser sólo para sentirme a gusto conmigo mismo? Sonaba un poco a tener más cara que espalda. Los contratos se cumplen, si no no se firman. Pero en fin, que las contradicciones de uno siempre hacen que la realidad sea un poco más llevadera. Lo cierto es que si ahora tenía que asumir las dos realidades, no sé cómo iban a encajar ahí las contradicciones. Igual podía generar unas nuevas o duplicar las antiguas. Pero es que ya tenía unas cuantas, creo que la mejor opción sería compartirlas.

Cuando descubrí que no era lo que creía ser sino sólo una aspiración de serlo, lo llevé en secreto. Sí. Me daba como no sé qué. Algunos podían pensar que no era sino una justificación de mi fracaso vital, y otros simplemente pensar que estaba como una regadera. Me gusta regar. Pero no tengo regadera. Soy más de utilizar el vaso en el que me sirvo la cerveza en casa. Así mi ficus y yo compartimos menaje. Pero bueno, que me voy del asunto. Y tengo a mi otro recién estrenado yo esperando una solución.

Porque él es el bueno. Es el que yo debiera ser y sin embargo no soy. Es el íntegro de moral intachable, el padre amoroso y el amigo leal. Él es todo lo que yo deseaba ser. No, peor que eso. Él es todo lo que yo pensaba que estaba siendo a lo largo de mi vida. Y ahora descubro que no. Que es una especie de holograma que habita en mí. Que digo yo que si habita en mí es porqué yo le habré invitado. No sé, es todo muy confuso aún. Es como meter a un desconocido en casa, pero tener la sensación de conocerle de antes, y encima que te dé una envidia que te cagas su forma de ser.

Dicen que pienso demasiado. Que no hay que dar tantas vueltas a las cosas. Que las cosas son lo que son y que hay que aceptarlas como vienen. Yo no sé si me convence. Y el otro aún no sabe lo que piensa, porque claro, si lo pienso yo, igual lo piensa él. O no. Porque él seguro que piensa algo mejor. Yo no creo que piense tanto las cosas. Yo creo que exageran.

―¡El 83!

―Sí, es mi turno, quiero ciento cincuenta gramos de jamón serrano por favor.


Yo no pienso demasiado. Yo aprovecho los tiempos muertos.

miércoles, 20 de agosto de 2014

#116 BEBOP EN EL GILLESPIE



Gillespie es la discoteca de moda y más éxito de la zona. Está situada en la Avenida Principal, arriba del todo y ocupa toda una manzana. La gente se aglomera en la entrada desde antes de las diez de la noche, que es cuando abre. Aunque sólo hay una entrada, ésta es muy grande y está dividida en tres para poder controlar mejor el acceso de la gente y evitar largas esperas. En cada una de las tres subentradas hay dos porteros. Son tipos grandes y están ahí para que no se cuelen especímenes no-adecuados. Primero hacen un estudio íntegro visual de cada individuo que se dispone a entrar en el local. Aquí entra en marcha el primer filtro. Ellos son los encargados de saber discriminar y diferenciar quiénes a simple vista son individuos que se encuentran entre los límites de lo normal-especial hasta lo exclusivo. Todo lo que esté por debajo de normal-especial es despreciado y no se le permite la entrada, ni a él ni a sus acompañantes, para evitar posible contagio de normalidad-común y/o anormalidad. El segundo filtro es a voluntad del portero. Se trata de un cacheo en busca de objetos que puedan considerarse armas en un momento dado. El portero decide a quién cacheará en cada momento y hasta dónde, alegando seguridad. Si el cliente no desea someterse al registro, puede voluntariamente despreciarse a sí mismo y alejarse para que los porteros continúen su trabajo. Podría parecer un acto de prepotencia justificada, pero hasta el momento lo cierto es que el Gillespie no ha recibido ninguna queja en cuanto al trato recibido por los porteros, cosa que distingue a su vez el negocio de otros cercanos con conocidos abusos de supuesta autoridad por parte de los puertas, que se creen los dueños de los locales y de las calles en las que están situados. En el caso del Gillespie, las noticias y los programas del corazón han llegado a hacer entrevistas a los porteros para mostrar auténticos ejemplos de profesionalidad. El público ya conoce tanto el local, como el estilo, como al personal y siguen fieles a su tendencia.

Uno de los trabajadores es Ramón Luque, Mon para los conocidos y amigos. Mon es el DJ. Mon es un tipo, como no podría ser de otra manera, especial y particular. Mon hace viajes mensuales a Londres y Nueva York para estar al día de las tendencias en cuanto a moda y siempre trae algo nuevo de sus viajes que luce con un estilo espectacular, y también en cuanto a música, para tener al público a la última de lo que fuera de España se mueve y hace mover el cuerpo. Mon se toma su trabajo muy en serio, le gusta y además lo hace bien. Es muy reconocido a nivel nacional y también internacional cuando se dan concentraciones de DJs en distintos países. Y además, Mon está buenísimo. Todas las camareras del Gillespie lo pensamos. A todas nos tiene locas a pesar de tener el ego demasiado subido y no considerarnos de su mismo nivel. Cuando nos mira, que lo hace bastante poco a pesar de nuestra evidente pérdida de juicio por sus huesos, no dice básicamente nada y su mirada emite un veredicto de culpabilidad en cuanto a estilo. Su ceja izquierda levantada por encima de lo que cubren sus gafas de sol y su boca torcida están pensando “chicas, cambiad ya, que os estáis echando a perder”. Aún así no me he rendido y esta noche voy a llevármelo a la cama. Esta noche lo conseguiré.

A las diez, como cada noche, las chicas comenzamos a servir copas. Yo estoy detrás de una de las cuatro barras interiores junto a Lola. Llevamos trabando juntas ya tres años y nos compenetramos muy bien. Cuando hay aglomeración de trabajo sabemos lo que necesitamos la una de la otra sin abrir la boca. Cuando necesito hielos porque se me han acabado, me giro y ahí está Lola estirando el brazo hacia mí con un cubo lleno sin mirarme. Cuando a Lola se le ha caído el abrechapas, antes de decir nada ya le he hecho llegar uno resbalando por la barra hasta sus manos. No somos grandes amigas porque no queremos romper nuestro buen rollo detrás de nuestra barra. En cada una de las otras barras hay también dos chicas y en la grande de la terraza, tres. El encargado, Javier, y sus dos acólitos se pasean constantemente por todas las barras por si necesitamos algo: reponer bebidas, cambio en la caja o un beso en la boca. Se creen bastante dueños del Gillespie. Y lo son, ciertamente. Las dos primeras horas de trabajo son mortales. La gente se agolpa como si hubiera estado en huelga de sed durante días. Un rato antes de medianoche las barras se quedan más vacías. La gente cambia de local o ya han bebido frenéticamente y se lo están tomando con más calma. Esto me da algo de holgura para poder fijarme habitualmente en Mon cuando entra por la puerta a las doce en punto. Saluda antipáticamente siguiendo su propio estilo a la gente que conoce y se dirige directamente a su puesto. Cruza unas palabras con Marcos, el pincha que le precede las dos primeras horas, y comienza su espectáculo que durará cinco horas seguidas, sin descanso.

Hay algo que me mata durante esas cinco horas: las empañalunas. Las empañalunas son las chicas que han perdido toda su dignidad y están toda la noche acercándose a la pecera de Mon a pedir tal o cual tema. El cristal les suele quedar como media a la altura del cuello, con lo cual, puesto que la música está muy alta y quieren acercarse mucho a Mon para incluso tocarle el pelo, aplastan sus escotes y sus pechos contra el cristal. Al final de la noche ese cristal que se limpia cada día, deja de ser transparente para cubrirse de huellas de manos, huellas de pechos, maquillaje y sudor. Y Mon levanta media sonrisa porque sabe que una de ellas acabará sumisamente desnuda en su catre. No soporto a las empañalunas, y mucho menos esta noche.

Termino de servir una copa, miro el reloj y son precisamente las cinco. La noche se me ha pasado volando hoy. En ese instante, como cada noche, Mon baja mucho el ritmo y el volumen de la música y enciende  las luces para ir dispersando a los clientes, que lo habitual es que se queden casi una hora más. En las barras ya no ponemos más copas a los clientes. Yo preparo dos gintónics y me voy directa a la pecera.

―Has estado muy bien esta noche ―sé que a Mon le encanta que le alaben su trabajo. Le extiendo la copa―. ¿Sed?

―Gracias, Lola.

Le rompería el vaso en la cabeza por llamarme Lola, si no es porque me lo quiero tirar hoy mismo. Y lo de gracias no estoy segura si es por la copa o por el halago. Más bien creo que por lo segundo, porque sigue sin mirarme y recogiendo sus cosas.

―Mon… ―me he quedado un poco muda. Esto lo tenía que haber preparado antes. Estoy gilipollas.

―Qué.

―¿Qué tal te ha ido en Berlín estos días? ―Volvió ayer.

―Bien, como siempre.

―Mon.

―Qué.

―¿Y si nos vamos tú y yo ahora mismo a mi casa?

Mon me mira ahora directamente a la cara y en ese momento entra Javier por la puerta.

―¡Mon, cojonudo, tío! ―Y le guiña un ojo. Me mira ahora a mí―. ¡Tú, a mi despacho ahora! ¡Sal ya, que tengo que comentarle una cosilla al rey de los DJs!

No me puedo creer que tuviera valor para decirle a Mon que nos fuéramos él y yo. Pero, ¡zas!, lo hago. Y en ese momento, cuando se va a resolver la situación… ¡entra el jefe y me echa de allí! ¡No me lo puedo creer! Javier en general es un tío muy agradable. Es divorciado, cuarentón, con indicios de algunas canillas que se empiezan a multiplicar, lo cual le hace bastante atractivo. Es muy trabajador, activo y paga muy bien. Además es divertido, suele estar de buen humor. Es coquero. Así que es posible que una cosa sea consecuencia de la otra. Ahora mismo no caigo en ninguna de nosotras, las camareras, a la que no se haya beneficiado. Y en más de una ocasión. Es un seductor, sabe lo que cada una quiere. Ninguna estamos pilladas por él, pero en un momento dado es un desahogo. Él lo sabe y también se aprovecha. ¿Un cerdo? Realmente no. No nos ha obligado a nada, ni nos ha amenazado con despedirnos, ni nada. A mí por lo menos no. En cuanto entre en su despacho pienso decirle que me deje en paz, que pensaba irme con Mon. Pero antes quiero ir al baño, han sido muchas horas de pie y sin parar. Cuando salgo me dirijo al despachito que tiene Javier en el piso de arriba. Desde fuera no se ve el interior, pero desde dentro tienes una visión panorámica de todo el local, incluida la terraza. Lo tiene decorado con muy buen gusto. Algo clásico para mí, pero no antiguo. Muchas líneas rectas, lo que se puede considerar moderno, aunque no trendy. Javier no está a la última, pero eso no hace que el negocio vaya mal. El local para el público es otra cosa. Ahí, en su momento, se dejó asesorar. La puerta del despacho está medio abierta.

―¿Javier? ―Me asomo con respeto antes de entrar. Un brazo sale de detrás de la puerta, me sujeta con fuerza la cintura y Javier me aprieta contra su cuerpo―. ¡No, Javier! Escucha: hoy no, hoy tengo otros planes.

―¿Sííí? ¿No te refieres a eso, verdad? ―Y me acerca al ventanal desde donde veo cómo Mon está arrastrando por el brazo a una puta empañalunas hacia la salida.

―Mierda. ¡Joder, Javier, es culpa tuya! ―le reprocho.

―No, corazón. Ha habido mucho trabajo esta noche y no te has dado cuenta, pero esa cerda lleva enseñándole algo más que el escote a vuestro amado Mon desde que llegó. Él ya tenía sus planes. Te lo juro.

―He quedado fatal ―me avergüenzo.

―No demasiado. ¿Por qué crees que he entrado en la pecera como un elefante en una cacharrería? Iba a rescatarte de la humillación a la que inconscientemente te habías arrojado ―dice Javier mientras me mira y me acaricia el pelo con ternura. A veces pienso que es como el padre enrollado que nunca he tenido. Me aparta del ventanal―. Escucha: tengo un regalo.

Sobre la mesa del despacho Javier tenía preparadas unas rayas de coca encima de un espejo. Hace tiempo que Javier conoce mi afición ocasional al sniff. Por entonces tuve una charla seria con él en la que me advirtió que, al menor síntoma de verme colocada en el trabajo o con ademanes de yonki, me ponía de patitas en la calle sin el menor resquemor. Él se droga con frecuencia, pero nunca ha dado la más mínima sensación de estar colgadísimo. Como buen ejecutivo modernito que se considera, se mete sus lonchitas de vez en cuando. Y parece que esta noche es una de esas veces. Y además me invita. Javier y yo hacemos uso de esas rayitas preparadas, yo por desengaño, él, no lo sé. Muchas risas, muchos besos, mucha música, coche descapotable, piso de Javier –lo sé porque ya he estado antes-, y mucho y muy divertido sexo. Es lo malo que tiene el tren de la bruja, que cuando subes ya es imposible bajar.


Cuando quiero ser consciente de mi cuerpo, estoy saliendo de casa de Javier mientras él se ha quedado dormido. Cojo un taxi e intento hacer un poco de balance desde que Javier me saca de la pecera hasta que salgo de su casa. ¿Cómo es posible que me haya dejado abandonar de esa manera? Vale que Mon sea un gilipollas aunque esté muy bueno. Vale que Javier se porte muy bien conmigo a pesar de sacarme casi veinte años. Pero, ¿y yo? ¿Qué pienso yo de mí misma? No es la primera vez que la coca me lleva a hacer lo que ella quiere sin consultarme. Es muy probable que todas las veces me lo haya pasado de fábula, pero no recuerdo con exactitud ninguna de ellas como para poder redisfrutarla cuando a mí me dé la gana. Así no puedo. No estoy enganchada y es la forma de cortar con ello. Quiero que me dé asco. Le pediré a Javier que no me vuelva a ofrecer en la vida. Eso y que me devuelva las bragas que me he olvidado en su casa. ¿Con qué cara se lo pido?

miércoles, 13 de agosto de 2014

#115 MAREAS



Me estaba mojando los pies. No fue igual la noche anterior en la que las botas de montaña me protegieron de la incierta marea. Ahora miraba entre las piedras de la cala rebuscando lo que me había dejado atrás. Esperaba irme antes de que apareciera flotando. El sol empezaba a asomar por la ría y la lengua de tierra que tenía enfrente se desperezaba a medida que los campistas buscaban el calor del alba. Las piedras disimulaban el relieve como un acertijo. Y no era precisamente tiempo de lo que disponía antes de marchar. Tampoco es que el final fuera a variar, pero no quería que fuera en aquel momento. Esperaba más bien una llamada, un golpe de timbre en la puerta y unos entregados funcionarios cumpliendo con rigor su función. Por eso mi mirada estaba inquieta. Por lo que buscaba y por qué no debía estar allí.
Miré de reojo a la terraza de la casa. Las persianas estaban bajadas. Y seguí buscando por la orilla de aquella cala de cantos deformes que me dañaban la planta de los pies. Fue un impulso. O quizás no. No puedo negar que lo pensé varias veces antes de hacerlo, aunque este extremo lo omitiría en cuanto me preguntaran por ello. Iba a ser difícil alegar inmediatez, o lo que hubiera que decir para hacer pensar a la concurrencia que fue cosa de un pronto. Nadie va pertrechado a una cala, de noche, con el inventario que llevaba yo encima la víspera. Lo cierto es que poco me importaba.
Miré a la Ría. El mar estaba tranquilo, sin viento que desplazara mar adentro ni a la costa. Nunca entendí lo de las mareas, y menos situarlas para saber si estábamos en proceso de subida o de bajada. Sabía que la luna tenía que ver con todo aquello, y de hecho así lo hilé la noche anterior para buscar la excusa perfecta y llevarle hasta allí. Después de mirar las estrellas y ver sus pies mojados por la cortina de espuma blanca, no tuve más remedio que dar explicaciones de por qué había llevado una mochila y mis botas de montaña impedían el placer de sentir el agua fría entre mis pies. Fueron explicaciones más bien prácticas, rápidas y resolutivas. Actué y me marché.
Entre los cantos rodados por fin encontré lo que andaba buscando. Un cilindro con un extremo de plástico pardo y el otro metálico. Saqué de la camisa un bolígrafo y lo cogí como hacen en las películas para no dejar huellas. La poca televisión que veía me tenía que servir de algo. Lo sostuve en el aire frente a mis ojos, ya ajeno al mundo que despertaba a mi alrededor. Y volví a repasar la noche anterior, cómo le pedí cariñosamente que buscara a Casiopea, cómo le dije que disfrutara del roce del mar en los pies, y cómo mientras se entregaba a ambas recomendaciones saqué la escopeta de la mochila para descerrajarle un tiro en la espalda. Cómo le até las manos con la cinta americana y posteriormente cómo le dejé mecerse en el agua de Playa América, sabiendo por su singularidad geográfica que no tardaría en aparecer el cuerpo.

Miré fijamente el cartucho y con la mano derecha lo cogí a conciencia con el pulgar y el índice. Después hice lo propio con el anular y el dedo corazón, para que no hubiera lugar a equívocos. Y lo volví a dejar donde lo encontré, esperando que los entregados funcionarios llegaran antes que la próxima marea, y entonces, sólo entonces, todo habría terminado.

martes, 5 de agosto de 2014

#114 ME LO PROMETO



Acabo de volver. El viaje ha sido muy tranquilo, ciertamente. Más de lo habitual. Claro. He vuelto solo. Esta vez he vuelto solo. No me había dado cuenta hasta ahora de lo que ha supuesto un hecho tan simple como el recorrido en coche, el viaje de vuelta de la playa que hemos hecho siempre juntos, pero que, por vez primera, he hecho yo solo. Cuatro horas y media, como siempre, pero sin su compañía. Ha sido suave, ligero, algo metálico en el fondo de la boca, y enriquecedor. Lo bueno es que me he propuesto que, de ahora en adelante, será siempre así. El estado del hombre debe ser la soledad y la autonomía. ¡Qué gran decisión haber roto con ella!

La primera semana, el estado de embriaguez provocado por el cambio de sitio con la mente tan abierta a dejar salir todo el estrés acumulado durante el año y permitir la entada del relax para ocupar su lugar, no estuvo nada mal. Bastante previsible y tal vez por eso deseable. Después de estar todo el año esperando el momento de coger el equipaje más ligero posible, echarlo al maletero del coche, hacer una compra rápida para subsistir un par de días sin preocuparse de nada, echarla también al maletero y esperar relativamente poco tiempo en un infernal atasco para tener a la vista el mar durante un mes entero, la sensación de ‘me lo merezco’ es siempre la misma. Llevamos años haciendo lo mismo. Y los que nos quedan. Sin embargo tenía la sensación de que este año iba a ser distinto. ¿El año anterior también? ¿Y el anterior? Es posible. Es muy posible que cada año yo haya sido de los que se plantea los buenos propósitos antes de las vacaciones y no después. La primera semana es vivir en el paraíso de los elegidos, de los agraciados con el premio de la dicha. Todo ―casi todo― es alegría, paz, amor. Reina un ambiente que no es comparable ni con la Navidad. Se nota en las caras de la gente que por fin son felices. Y nosotros también nos lo creímos. Yo me lo creí, como cada año. Nos besamos y no nos dimos tiempo a deshacer el poco equipaje que siempre llevamos, para hacer el amor por vez primera en nuestra nueva vida de veraneantes, la especie más absurda y abundante de la época del año. Después bebimos y comimos y dormimos como si no fuéramos a tener la oportunidad de volver a hacerlo más.

La segunda y tercera semana son un proceso. Es evidente que se trata de un proceso que se ha repetido cada año y que, por triquiñuelas del destino, tendemos a olvidar a la vuelta de nuestras vacaciones. No obstante, este año me propuse no hacerlo. No iba a dejar pasar por alto el hecho de que el Edén de la primera semana, a partir de la segunda, comenzara a transformarse en un auténtico Hades. Que hacer el amor todos días pasara a frecuencia cero. Los ‘cariño’, ‘amor’, ‘corazón’ y ‘cielo’ se transformaran en ‘joder’, ‘coño’, ‘mierda’ y ‘hostia’. En lugar de procurar dar un paseo juntos por la playa como al principio, pasamos a procurar evitar hacerlo. Y las duchas después del baño en la piscina ya no nos excitaban tanto, sino que nos molestábamos. Esto, como he dicho, no cambiaba de la noche a la mañana. Al contrario, la velocidad de los cambios era tan lenta que apenas los notábamos y lo que al principio considerábamos lo bueno y normal, lo desconocíamos dos semanas después para considerar lo normal lo que sucedía entonces. Y puesto que este año quería ser consciente de ello, me odié por haber permitido que sucediera una vez más. Pero más aún la odié a ella por ser la que más situaciones propiciara para el cambio. No voy a alegar que todo fue su culpa, pero sí la mayor parte. Y por lo tanto, extrapolando, la mayor culpable durante los ocho años que llevábamos actuando de la misma manera. Llegados a aquel punto, sé que ninguno de los dos era feliz así. En ambos se presumían ganas de que el tiempo de vacaciones se agotara cuanto antes, cuando tanto tiempo llevábamos deseando que llegara. ¡Era inadmisible! Así que puse fin a la situación con todo lo que ello conllevaba, incluido el final de nuestra relación. A falta de diez días para volver a la ciudad, al estrés, al trabajo, nuestra historia como pareja se acabó. No fue fácil.

Siendo consciente del estado en el que nos hallábamos y sabiendo que, a la vista de todos los que nos rodeaban, nosotros éramos una pareja felizmente casada y hasta que la muerte nos separase, la determinación de acabar con nuestra relación para encontrarme en una situación si no peor, por lo menos igual, había de ser tratada con sumo cuidado. Al día siguiente de haber tomado mi decisión, tras una noche en vela pensando mis pasos minuto a minuto, me levanté antes que ella para que cuando ella lo hiciera se diera cuenta al instante de que algo raro estaba ocurriendo. Así que preparé un desayuno en condiciones con todo: zumo, café, tostadas, bollos, embutidos y huevos revueltos. Y funcionó. Cuando ella se despertó me miró con cara de sorpresa, miró el desayuno que la esperaba, volvió a mirarme ahora con inquietud, cogió el periódico y comió de todo. Mi plan estaba funcionando. Durante el resto del día se sucedieron un sinfín de gestos por mi parte que la tenían absolutamente descolocada: yo ordené la casa solo, hice la cama, barrí el suelo, pasé algo el polvo, hice la compra, bajé yo solo la sombrilla y las tumbonas a la playa para que ella no hiciera nada de nada, las subí a la hora de comer, preparé una comida algo especial, que se notara que era especial, fregué los platos… En fin, todo sobre lo planeado con el efecto correspondiente sobre ella: lo que al comienzo del día fue sorpresa e inquietud, se iba convirtiendo en alegría y agradecimiento. Tanto fue así que, una parte de mi plan que yo dudaba que fuera a suceder, ocurrió: hicimos el amor de nuevo durante la siesta. Bajamos a la playa de nuevo por la tarde, paseamos y nos bañamos juntos, nadamos un rato hasta donde ya cubría bastante y no había gente. Y la ahogué. Pedí socorro simulando mi propio peligro. Al poco me sacaron en una Zodiac junto a su cuerpo inerte que, con los ojos abiertos, me miraba con más sorpresa que nunca.


A pesar de todos los trámites administrativos y burocráticos relacionados con su accidental muerte, los diez días que faltaban para nuestro regreso fueron los mejores. No es que no la echara de menos. Ahora también lo hago. Pero la situación era insostenible y estoy convencido de que, si no hubiera tomado esta decisión, este Averno habría sido eterno. El viaje de vuelta ha sido tranquilo. Sin peleas, sin reproches, sin mierdas que echarnos uno sobre el otro… No sé si volveré a tener pareja, pero estoy seguro de que no volveré a dejar acumular ocho veranos en los que sólo se puede disfrutar de la primera semana. Seguro. Me lo prometo.