miércoles, 25 de febrero de 2015

#143 BICHO



Tenía un bicho en el zapato. Cuando andaba, su aletear -sí, los bichos aletean cuando se quieren hacer notar- le recordaba que se puede ser pequeño y sin embargo ocupar su lugar, en forma de recordatorio, como una nota en el calendario, como una alarma con repetición. Ahí hay algo, hay un bicho en el caminar. Hay un ciempiés que camina a otro andar, o al mismo en otro lugar. Y sin embargo está ahí, recordando a cada paso el cosquilleo -sí, los ciempiés hacen un cosquilleo con el batir de sus pies, que sin ser cien, son pequeñas púas lastimeras- de lo que fue. No. De lo que es. Un bicho.

Tenía un bicho en la córnea. Y a modo de proyector refleja una película en bucle, sin parar. Se mueve por el ojo y distrae la atención. El bicho es selectivo, es preciso en su punción. Sus alas baten el aire de la cavidad haciendo un ruido como de viento -sí, los bichos generan fuerza con sus alas y hacen ruido con las aristas de los huecos en los que se mecen- y ese ruido lanza con precisión, o sin ella, un tráiler de la misma función.

Tenía un bicho por el cuerpo que lo recorría sin parar. Como una hormiga con acordeón, o una cigarra sin partitura, sin obligación. Sin control. Pasaba por manos, piernas, por la barriga y por aquellos sitios por lo que no debía pasar, con su ligero y a la vez marcado caminar. Y a cada paso una coz en el recuerdo, en una parada, en una estación. En aquella en la que esperó sentado un tren que voló, y sin embargo se llevó adosado aquel bicho que se coló.


Y entonces a ratos se olvidaba del bicho, como ese dolor que a fuerza de persistir, ni vence ni se achica, pero se mantiene, y sólo a ratos, entre analgésico y analgésico, en un descuido, un recuerdo, una voz, vuelve a sentir su presencia, sus tropiezos en el pie, la película en bucle, y la hormiga que persiste en su constante caminar.

miércoles, 18 de febrero de 2015

#142 QUEMANDO LAS HUELLAS



El Miércoles de Ceniza, Pilar se levantó pronto. Tras el primer desayuno, se aseó y comenzó las labores de la casa. Preparó algo de comida. No mucha, no era de comer demasiado ni muy elaborado. Pero sí lo suficiente para que le sobrara para la cena. Mientras daba vueltas al guiso, su cabeza daba vueltas sobre los niños. Repasó mentalmente cada uno de ellos. ¿Carmen? Sí. ¿Raquel? Sí. ¿Irene? Sí. ¿Álvaro? Listo. ¿Alonso? Preparado. ¿Rodrigo? Rodrigo se le estaba complicando. Había crecido bastante el último año. Ya el año anterior estuvo al límite, pero aquél era imposible disponer sin hacer un arreglo importante. El chaleco. El chaleco le traía por la calle de la amargura.

―¡No comas pan en estas dos semanas! ―le había dicho.

Veríamos a ver. En la última prueba los botones casi no llegaban. Por si acaso le sacaría el doblez un poco más de lo que ya lo había hecho. No quería desilusionarle cuando llegaran el sábado. Este chico, pensó, se está haciendo muy mayor. Andrés ya ha perdido interés. Y Gonzalo y Miguel no lo harían aunque estuvieran allí. Estaba segura de que Rodrigo seguiría queriendo vestirse de tamborilero cada año que tuviera ocasión.

El pescado estaba ya casi preparado. Hervido con una patata cocida. Tal vez huevo duro a la noche. Los tambores ya llevaban sonando desde hacía bastante. Iban y venían. La soldadesca se preparaba para ir a misa. Aún le quedaba una hora para ponerse con el chaleco. El chaleco que vestiría Rodrigo el Domingo de Piñata. Mientras descosía y volvía a coser, recordaba cómo el Miércoles de Ceniza los quintos tomaban a los forasteros y les llevaban a las tabernas para que se pagaran una ronda. Bien es cierto que también éstos eran a su vez agasajados por sus captores el resto de los festejos. Los vínculos se creaban en torno a unos chatos, unos aguardientes o lo que se terciara. Y así se despedían al final quemando las huellas de los que partían. Ya no se hacía de aquella manera. Ya no tenía sentido y la mayoría había olvidado tal tradición. Sin embargo Pilar lo recordaba siempre que cada año los niños marchaban. Cierto era que volverían. Volverían antes del siguiente carnaval, pero aquella despedida era especial y marcaba el corazón de los que se iban y de Pilar, que de nuevo se enfrentaba a la rutina diaria. Así que, a su modo, de forma interior, Pilar quemaba las huellas de sus sobrinos-nietos, al igual que había hecho antes con sus sobrinos. Al igual que su madre hiciera con ella cuando vivió en la ciudad. En su corazón le gustaba pensar que tal vez Rodrigo algún día fuera el que quemara las huellas de los forasteros que partirían de vuelta a casa.

Dio la última puntada. Se puso el abrigo y caminó hasta la iglesia.


martes, 10 de febrero de 2015

#141 NOCHE EJEMPLAR



Cuando su madre entró a despertarlo aquel domingo, se encontró con Manuel ataviado con un traje de latex negro y una bola roja metida en la boca. Sus ojos no se podían ver ya que la única apertura de la capucha ajustada que llevaba puesta en la cabeza era una cremallera a la altura de la boca. Ahí estaba la bola. Eran las doce del mediodía.

Diecisiete horas antes, su ejemplar y modélico hijo se había despedido de ellos camino de una velada nocturna en el museo de ciencias naturales. Manolito era muy de consumir conocimiento, es que era un no parar. A su madre le encantaba contárselo a las vecinas, amigas y todo ser que quisiera escucharla. Los días laborables los pasaba en la universidad, donde además de estudiar Microbiología, trabajaba como becario en el departamento de investigación. Así Manolito se pagaba parte de la carrera, porque era muy responsable. Por las tardes, tres días por semana, colaboraba en una protectora de animales, y cuando tenía tiempo repartía alimentos en el despacho de Cáritas de su barrio. Era el hijo perfecto. Educado, buen estudiante y muy familiar.

Cuando se marchó dijo que había quedado con Luis en la parada de metro cercana a casa. Después no supo más hasta las seis de la mañana que escuchó la puerta de la calle. Supuso que era su hijo, que aunque a horas impropias de su actividad habitual, llegaba del museo.

Y Manolito había, en efecto, ido a una velada al museo de ciencias naturales. Allí, rodeado de lo más prolífico de la universidad, esos seres que no tienen más amigo que el conocimiento, había alternado con lo más erudito del ambiente científico. Tras unas amenas conversaciones y nuevos conocimientos adquiridos salió del museo con su amigo Luis rumbo a casa. Decidieron dar un paseo y al poco de caminar se paró una limusina rosa a su lado. El vehículo en cuestión estaba lleno de mujeres festejando el divorcio de una de ellas y por el techo solar les gritaron para que se tomaran una copa con ellas. Opusieron una moderada resistencia y terminaron dentro de la limusina con una copa de cava en la mano. Después vino otra, y después de varias más eran ya los chupitos de tequila lo que corría por el interior del habitáculo. Cuando salió, junto con las doce mujeres que le acompañaban y su amigo Luis de la limusina en la puerta del casino, se limpió la nariz, no fuera que los restos blancos de las fosas nasales fueran a ser un impedimento para entrar en el local. De mesa en mesa y tirando de la tarjeta de crédito que sus padres le dejaban para gastos ocasionales, fue haciendo apuestas en la ruleta, el black Jack, y hasta en las carreras de caballos que salían por unas pantallas de televisión.

Debía de ser cerca de la una de la mañana cuando del brazo de una mujer, que a esas alturas le parecía exuberante, se dirigió de nuevo a la caja del casino. Pasó la tarjeta y en esta ocasión el empleado le dijo que no tenía más fondos. La mujer le susurró algo al oído mientras deslizaba bajo el cristal del cajero una Visa Oro. Siguieron gastando dinero durante un rato en compañía de su particular mecenas y una pareja amigos de ésta. Pronto dejó de saber dónde estaba su amigo ni las mujeres que le habían traído hasta allí. En la puerta del casino se subió a un deportivo descapotable y en un camino regado con una botella de ron que iba y venía entre boca y boca, terminaron aparcando en un garaje privado.

Era la casa de la mujer exuberante, o eso recordaba Manolito, porque a esas horas apenas conseguía fijar ya la vista. Después todo vino rodado. Demasiada ropa puesta, calores, cuerpos desnudos, cuerpos envueltos en cuerdas y cuero. Latigazos con fustas, y Manolito con el cuerpo embutido en un mono de latex negro. Quiso protestar tras el primer impacto de una especie de látigo rígido, y entonces le colocaron la capucha y la bola roja en la boca. Una vez más escuchó a la mujer susurrarle al oído. “Me dijiste en el Casino que te dejarías ¿recuerdas?”.

Unas horas después el mismo deportivo descapotable le dejaba tirado en la acera frente a su casa. A duras penas consiguió entrar en el portal, y mucho más titánico fue el esfuerzo de entrar en casa y acostarse. Todo ello con un cansancio lo suficientemente intenso como para desplomarse encima de la cama y quedarse dormido.

La madre de manolito le miró, escudriñó la habitación, se quedó pensativa un rato y se marchó hacia la cocina donde su marido leía la prensa económica. Se puso a recoger cacharros de la cocina y sin mirar al padre de su ejemplar hijo Manuel le dijo:

―Alberto.

―Dime cariño ―dijo éste sin levantar la vista del periódico.

―No somos conscientes de los experimentos tan peligrosos que debe de hacer Manolito en la universidad. Llevan trajes protectores y todo. Este chico llegará lejos. Que orgullosa estoy de él.


―Que sí, María, que sí. Pero, ¿se va a levantar para ir a misa o no?

martes, 3 de febrero de 2015

#140 INSPIRANDO




"La mañana amaneció con un sol radiante". Nada, no valía, redundante y lugar común. Volvería a empezar. "Amaneció un día más". Obvio. Pobre. Así no podía empezar. Tanto se había escrito ya que los lugares comunes eran más que los espacios literarios por escribir. Pero él quería escribir y ser original. No quería escribir un best seller. Si fuera así no habría problema en errar en la redacción, en la estructura, en la morfología del texto. Una buena trama, aderezada con guiños a los potenciales lectores y muchísimas páginas era suficiente para vender. Que tampoco era tarea fácil, pero no era su objetivo.

Él buscaba algo más íntimo. Quería escribir esa obra que, lejos de los grandes almacenes, se vendiera en pequeñas librerías de barrio. Así que tenía que intentarlo con más ahínco. No, ahínco no era lo que requería semejante tarea. Era destreza, ingenio, originalidad, pasión... Perfecto. Carecía de todo ello. Era cuestión de tesón. Tesón es lo mismo que ahínco. Joder. No, palabras mal sonantes no. Necesitaba descansar. Lo mismo si retrasaba el inicio de la novela al alba entonces le saldrían las palabras adecuadas para describir el momento. Dicen que a quien madruga Dios le ayuda. Se acostó.

Seis de la mañana. "El sol se abría pasó entre los huecos de la persiana". "Huecos de la persiana", no le gustaba. Quedaba burdo. No era necesariamente un lugar común, pero quedaba poco elaborado. De hecho a esas horas sólo entraba por dicho espacio la oscuridad más absoluta. Sería eso. Había que esperar. Un café. No, mejor esperaría en el sofá sentado. Diez de la mañana. Mierda. No, palabras gruesas no. No es que entraran rayos de luz. Es que era bien de día ya. ¿Dónde estaba Dios ahora?

Se vistió y salió a la calle. Encendió un cigarro y echó a andar por las calles vacías de un domingo por la mañana cualquiera. En una mano el cigarro y en la otra un lápiz de carpintero. El lápiz. Era una especie de musa al que se agarraba cuando no le venía la inspiración. Y en la cabeza su gran novela, o al menos la intención. Siempre había sido de relato breve y siempre había querido escribir una obra larga. Una aspiración que le perseguía desde que escribió su primer relato. Anduvo sin rumbo concreto durante dos horas hasta que en una plaza del centro se encontró con un vagabundo. En un cartel a sus pies ofrecía poesías a cambio de la voluntad. Le echó un par de monedas y éste, aún desperezándose cogió una libreta y un bolígrafo. Un fugaz vistazo del hombre de la calle a aquel joven con su lápiz de carpintero bastó para que se pusiera a escribir.

"La inspiración no radica en el ahínco y el tesón,
Sino en la búsqueda de la emoción.

No traces caminos largos que no vas a recorrer,
Fortalece los que has de mantener.

Y al encuentro de ese nuevo lugar,
 Llegarás en tu propio caminar".


El chico se marchó con el pequeño manuscrito. Entro en una cafetería y pidió un café. En la mesa sentado cogió una servilleta y posó sobre ella el extremo rojo del lápiz. Era ahora, era él, era su historia. Tenía de sobra en aquel pedazo de papel. Sabía lo que quería contar. Lo sentía. Y escribió