miércoles, 26 de septiembre de 2012

#18 PREFIERO LA LLUVIA


No dejaba de salir el sol cada mañana, y sin embargo estaba seguro de que de algún modo eso no dejaba de ser la causa de mi desastroso estado anímico. Miraba por la ventana y el doloroso brillo en los ojos me hacía entrecerrarlos y me arañaba el corazón. Sin embargo me obligaba a salir a la calle. Así que, como los días anteriores, me calé la gorra, me puse las gafas oscuras y abrí la puerta.

- ¡Hombre, Beto, menos mal que te dejas ver! ¡Ya estaba empezando a cansarme de mentir a tu madre diciendole que se te ve fenomenal! Por cierto, que vaya pintas que calzas, macho. No sé yo la cara que se me va a poner cuando tu madre me vuelva a preguntar.

- Pues dile lo que te salga de los cojones, Paco, que hay confianza.

El frutero se había apostado fuera de su local a echar un pito aprovechando un momento de tranquilidad y me había pillado de lleno. Era el frutero de toda la vida, al que yo odiaba desde pequeño y al que consideraba culpable de que mi madre nos hiciera comer las judías verdes, las espinacas y toda clase de verduras nada apetecibles para cuando se tiene determinada edad. Aún así apunté mentalmente con la intención casi consciente de olvidar que debía no hacer una visita, pero si una llamadita tranquilizadora a mi amada progenitora para ponerle al día de lo que ella habría querido que fuera mi día a día desde que me alquilé un piso en el barrio con toda intención hace ya un año.

- Beto, toma, que tu madre me ha dicho que te lleves estas magdalenas. Ya las ha pagado, no te preocupes. Y el pan se lo apunto a ella también.

- Gracias, Jose.

- ¿Cómo va todo?

- Chupi, tío - dije con evidente sorna.

Todos nos conocíamos en el barrio. Todos sabíamos la vida de los demás. Todos sabían que poco de después de irnos a vivir juntos, Carla y yo tuvimos un accidente de moto. Todos sabían que la muerte de Carla la había provocado el conductor borracho que se saltó el semáforo. Yo lo sabía igual, pero eso no me había bastado para superar mi sentimiento de culpabilidad. Mi loquero me lo dejaba claro en cada visita e intentaba que lo interiorizara junto con las pirulas que me hacía tomar. Todas las heridas de mi cuerpo estaban ya curadas. Todas menos el corte en el antebrazo al que yo no dejaba cicatrizar para tener siempre a la vista el recuerdo de que era yo el que conducía. Si algún día el cóctel químico me hacía olvidar lo ocurrido, el dolor del corte me lo recordaría. Y cuando la herida estaba ya cicatrizando, yo me arañaba, me mordía, me cortaba de nuevo para no dejarla sanar nunca. La curaba de nuevo y permanecía así un tiempo hasta que volvía a empezar a cicatrizar. Y de nuevo la volvía a abrir para que sangrara como sangraba mi corazón, y como había sangrado ella hasta perder la vida en el asfalto de la calle. Fue un día de verano. Yo odiaba los veranos. No me gustaban los paseos al sol y prefiería que el cielo llorara para así disimular mis lágrimas.

martes, 18 de septiembre de 2012

# 17 TINTA.




Era desplegar la vieja Olivetti, el vaso de güisqui y el cigarrillo humeante reposando en el cenicero de cristal y notar unas palpitaciones especiales en la punta de los dedos. Desde su buhardilla  en la rue Lepic, con la ventana entornada y sujeta con la lata de betún, Henri sentía una magia embriagadora en el momento de sentarse a la mesa. El opio de la noche anterior debía tener parte de la culpa.

“Escritor maldito”, “joven superlativo”, “las letras del exceso”…había recibido calificativos de esta índole en la prensa de París. Los mejores burdeles de la ciudad buscaban sus servicios para pequeños pasquines en los que describir la mercancía recién llegada de las colonias, y él, previo pago y cata del producto, hacía sonar las teclas de su máquina de escribir en una sinfonía acompasada, acompañado siempre del humo de su cigarro y de su vaso de güisqui.

Había escrito sobre lo peor de las calles de la ciudad de la luz, sobre las putas y trileros, sobre la vida de los callejones, sobre los lances de honor, sobre los efectos del opio, las miserias de la nobleza y las grandes fiestas del pueblo llano. Recorría las calles durante el ocaso con un cuaderno y una pluma sujetos bajo sus dedos teñidos ya para siempre de la tinta negra que le daba de comer. Y de beber. Se dejaba querer en los peores tugurios, entre licores, aguardientes y mujeres con una moral tan laxa como sus propios cuerpos. Hacía ya tiempo que se sabía de él. “Henri, cariño, pasa a tomar una copa con nosotras” le decían en las puertas de los burdeles tirándole de la manga. “Henri, escríbeme una carta de amor” le espetaban socarrones los parroquianos de Chez Margot.

Sabía que había llegado a donde quería, siempre buscando contar historias, siempre con un ansia distópica que le había hecho pensar en la muerte tantas veces como en una vuelta a la vida abrazado a su máquina de escribir. Sus sentimientos extremos chocaban como los hielos de su vaso, en cuyo fondo nunca llegaba a atisbar el reflejo de lo que debía ser su último escrito. Y pensaba despedirse a lo grande, como la culminación a una vida que no podía envejecer sin perder todo aquello que había atesorado. No podía permitirse el acomodo y vivir de una imagen que era incompatible con el estado contemplativo. Sentía la exigencia de responder con coherencia a lo que tantas veces había redactado, entre cuerpos de mujer y noches en vela ahogadas en alcohol. Hacía falta una traca final, una despedida que hiciera a la gente enmudecer y grabar a fuego en su memoria los calificativos que le habían regalado a modo de ofrenda.

Y ahí estaba, con su particular ritual, su vaso y la fina línea de humo que a modo de metrónomo le marcaba el compás, su Olivetti, sus dedos sudados y negros…

martes, 11 de septiembre de 2012

#16 LINDA.



No hubo rastro de los restos de Linda hasta que amaneció. Los equipos de rescate habían estado durante toda la tarde anterior, pero tuvieron que abandonar la búsqueda cuando la escasez de luz se lo impidió. Durante la noche, algunos pequeños grupos con perros se turnaron, pero no hallaron nada hasta el amanecer. José Enrique y su grupo, dos hombres más y tres perros, fueron los que encontraron lo que se temían. Creo que todos, de una manera u otra, habíamos mantenido la esperanza de que todo acabaría bien y que no sería más que una historia que contar a los hijos y éstos a su vez a los suyos, y así de generación en generación.

-Es única

En eso todos estuvimos de acuerdo la primera vez que la vimos. Enseguida fue adoptada como hija de todos y todas en la aldea. Y había leyes no escritas que regulaban todo lo que tenía que ver con Linda. Así la apodamos desde que la vimos por el mismo motivo.

-Es única. Es lindísima.

Se acordó en tales leyes que cualquier habitante mayor de edad, hombre o mujer, podía disponer durante dos horas de la compañía de Linda. Había de recogerla en su casa y devolverla al mismo sitio en un plazo máximo de dos horas. Y todos lo respetamos. Es cierto que Linda ya había desaparecido en otras ocasiones, pero no tanto tiempo. Y nunca había pasado la noche al relente.

-Es única. Es lindísima.
-Es nuestra.

Y en cuanto regresaba tras más de dos horas, se castigaba al acompañante con azotes en la plaza, y a Linda se la llevaba con su descubridor a su casa para comprobar si había sufrido algún daño. Si era así, su casero y descubridor la mimaba y establecía la cuarentena necesaria hasta la absoluta recuperación.

-Es única.

Muchos fueron los que se cansaron de que Linda fuera sólo ella, y así surgieron imitadoras. Enseguida fueron despreciadas puesto que no llegaban ni a la hermosura, ni a la autenticidad de la modelo.

-Es lindísima.

Muchos fueron los que perdieron la cabeza creyendo que fugarse con ella sería la mayor aventura que jamás un hombre haya corrido, pero fueron pronto convencidos de que no era posible tal empresa por dos motivos. Linda no estaba preparada para ello y el resto de la aldea tampoco.

-Es nuestra.

Surgió un espíritu único de protección hacia Linda, que poco importara que se tratase de una bicicleta, porque era única entre nosotros, era hermosa y así la llamamos, y lo más importante es que era nuestra. Cuando desapareció toda la noche y José Enrique la halló en la madrugada siguiente en semejante estado, él mismo relató cómo se le saltaban las lágrimas de los ojos, cómo los canes llegaron ladrando hasta donde se encontraba arrojada y enmudecieron de golpe para comenzar a aullar un réquiem de tristeza. El equipo de rescate recogió con sumo cuidado los restos de metal y madera y los llevaron tan ágilmente como pudieron hasta la casa del descubridor, que se echó las manos a la cabeza nada más verla y pidió que le dejaran a solas con Linda. Nunca nos hemos preguntado qué fue de Jacinta, la anciana que había salido aquella tarde con Linda, pero sabemos que Linda nunca volvió a ser la misma, ya no pudo admitir más compañía y los demás nos tuvimos que conformar con las imitaciones que entonces sí prosperaron. Una pena.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

# 15 BABOU.




Babou aún recordaba su infancia en Dolo Odo, en el límite entre Somalia y Etiopía, cuando cada tarea era un esfuerzo al alcance de pocos. Los pocos que sobrevivían a las tareas cotidianas debían enfrentarse a un clima extremo, a una alimentación pobre y a incursiones esporádicas de las tribus vecinas.

Pocos de sus amigos habían sobrevivido y los que lo hicieron fueron escapando de aquella región a través de las fronteras, la mayoría hacia Kenia, los menos afortunados buscando trabajo en barcos de pesca somalíes. Babou eligió un camino más duro, casi tanto como el que recorría su madre cada mañana para llenar las sucias vasijas con agua del pozo que había a ocho kilómetros del pueblo. Desde muy pequeño su madre le insistió en la necesidad de ir a la escuela, y por mucho que él aspirara a convertirse en pastor nómada, como lo era su padre y lo había sido su abuelo, nunca hubo forma de conseguir que la que mandaba en casa cambiara de opinión. A su padre apenas le veía. Recorría el país durante la época de lluvias, escasas por otro lado, y se instalaba cerca de la frontera keniata el resto del año. Allí vendía las cabras famélicas a un precio irrisorio a los comerciantes de la zona. Si había suerte algún grupo de turistas despistados le pagaban un par de birr por hacerse una foto con él. Lo que conseguía reunir lo llevaba  casa, cuando iba, dos veces al año, una de ellas siempre coincidiendo con el cumpleaños de Babou. El 21 de marzo.

A Babou le gustaban mucho las plumas de ave, y debido al agobiante ambiente y al mal olor que se desprendía de la quema de desechos en las cercanías de Dolo Odo, era muy difícil encontrar aves en su pueblo. Con las pocas que conseguía escribía en los cuadernos que le traía su padre, mojadas en sangre de gallina, esas gallinas que correteaban por las calles y que debido a la falta de magro no servían ni para comer. Pero sí se usaban para los rituales, y aunque le producían un miedo atroz, Babou se acercaba a las chozas de los brujos para hacerse con un poco de su tinta roja. Los cuadernos solían ser de extrañas marcas de publicidad que su padre pedía a los extranjeros en la frontera. Alguno de esos cuadernos junto con plumas de aves que jamás había visto antes eran el mejor regalo que podía recibir Babou con el comienzo de cada primavera. Eso, y ver llegar a su padre con las pocas cabras que no habían sido vendidas y que habían sobrevivido al viaje.

Doce kilómetros a pie hacía Babou cada mañana para llegar a la escuela. La habían fundado unos curas italianos que se asentaron en Etiopía tras la breve colonización en los años treinta. Las tropas se marcharon pero ellos permanecieron en los peores suburbios de las ciudades y en las pequeñas aldeas. Doce kilómetros que hacía aún de noche a ratos caminando a ratos corriendo. Poco veía, y sus referencias eran las estrellas, aunque ya cuando contaba con seis años podía hacer el camino con los ojos cerrados. Cinco horas de clase y una comida completa era la recompensa de tan largo viaje. A Babou siempre le gustaron las clases de ortografía y gramática, encontraba un valor especial entre los símbolos, las letras, las palabras. Poco más aprendía en ese colegio, un poco de matemáticas, algo de geografía y unas horas de italiano que estaban obligados a hacer. E historia de Etiopía. No fue hasta años más tarde cuando se dio cuenta de la importancia de saber de la historia y de dónde venimos como arma para enfrentarse hacia el dónde vamos.

Cuando los demás niños daban patadas a esa bola de trapo en el descanso, Babou se refugiaba bajo la chapa de la entrada y escribía sus cuentos sobre las aves que migraban de norte a sur, recorriendo todo el continente. Se veía a sí mismo viajando por las ciudades del oeste llegando a Moyalé, cruzando la frontera de Kenia hasta llegar al lago Victoria, podía sentir el caminar de las migraciones por la sabana, después subía hacia el norte y siempre cerraba el cuaderno cuando se topaba con el mediterráneo. Para el suponía una frontera silenciosa que no se podía franquear. Y terminaba las clases para después volver absorto hacia Dolo Odo, pensando en ese mar que tanto le imponía.

Su infancia pasó entre cuadernos y plumas, relatos y cuentos, aventuras que contaba a su madre cada noche antes de dormir en un intercambio de papeles que a su progenitora le inspiraba la misma ternura que preocupación. Había que buscar a Babou un oficio, uno de provecho que le sirviera para asentarse en el pueblo el día de mañana y conseguir, a duras penas como el resto de sus vecinos, comida y agua que llevarse a la boca. Descartado lo de ser pastor, sólo le quedaba una opción como a la mayoría de sus compatriotas. La agricultura. Costaba imaginarse las manos de Babou, esas que con tanta delicadeza sostenían las plumas con las que reinventaba una y otra vez su propia existencia, asiendo una azada y golpeando la tierra seca.

Miheret miraba preocupada cada mañana marchar a Babou hacia la escuela, sabía que el camino que emprendía a diario no lo sería más una vez cumpliera los dieciséis. Entonces, según la tradición local, se le buscaría una esposa, futura esposa, y se le asignaría un oficio del que vivir y alimentar a la prole el resto de sus días. A falta de dos primaveras para que llegara tal día, Miheret no tenía con quién compartir sus pesares ni sus silenciosos sollozos nocturnos, cautos por no quebrar el descanso de su hijo. Aún quedaban semanas para que su marido volviera y su preocupación iba en aumento cada vez que la pasión por los relatos y los cuentos que demostraba Babou se hacía mayor. Había logrado reunir a los niños del poblado en torno a un quinqué todos los martes por la tarde para contarles relatos, sus historias nacidas de sus paseos, de las migraciones de sus aves, de los tiempos que compartía con su madre y de las llegadas de su padre. Para Babou todo era fuente de inspiración, la vida en sí era un relato. Los más pequeños esperaban inquietos que llegara la cita semanal, algunos incluso se aventuraban a escribir cuentos cortos, de unas pocas líneas para compartirlas en el grupo. Otros le pedían a Babou un relato sobre un  tema en particular, sobre las lluvias que no llegaban, sobre el Mar que nunca atravesarían… Ese Mar hacía que Babou se quedara absorto, con la mirada perdida, callado…

- ¡Babou! Tenemos que irnos.

Su madre ya anciana, elegantemente vestida con su habesha qemis esperaba en la puerta de la habitación del Hotel mientras Babou, a sus cuarenta y siete, asía con las mismas manos finas y delicadas de su infancia, su discurso de agradecimiento por el galardón que estaba a punto de recibir, un premio a sus letras, a sus cuentos, a su vida descrita en tinta roja con plumas de ave, en el Teatro Campoamor de Oviedo.