martes, 29 de abril de 2014

#100 GOLPES



Cien. Golpes de palabra, lances literarios. Los dos enfrente esperando el gong que diera comienzo a un nuevo asalto. Pluma, boli, teclado. Cualquier recurso era bueno para apuntarse el tanto. Tan diferentes ellos, uno era la cabeza, el otro ni siquiera sabía lo que era. A un lado la técnica, las formas, la métrica. El otro descerrajaba lo que venía, sentía, aullaba con ritmo propio, sin corsés ni aprendizaje.

Comienza el combate y ambos pugnan por colocar los golpes más certeros. Unos alcanzan el objetivo. Otros lo rozan. Otros ni se acercan o son bloqueados. Pero no es momento de flaquear. Al contrario, lo intentan con más brío. Y funciona. Casi siempre. Los ensordecedores gritos del público, el clamor, las risotadas, las lágrimas así lo indican. Así se animan, así pelean.

Los movimientos dejan su huella sobre el blanco tapiz. Unos con más fuerza que otros, con mayor impacto grafían el instante, sin saber el resultado de tan cruento combate. Siempre solos y ahora frente a frente cada uno con su estilo. Con sus movimientos, su experiencia. Cada golpe deja su trazo, y cada trazo esconde una intención. No de victoria ni reconocimiento, sólo espera estar. Quedar.


Y así permanecen, aparentemente inalterables, sin dar muestra de debilidad. No parecen dos, sino uno solo, un único espectáculo teniendo lugar en un momento y en un lugar determinado. Con más o menos público, con más o menos repercusión. No hay un uno contra otro, sino dos atacando en la misma dirección, con un único objetivo: dejar una huella casi invisible, apenas perceptible, en el camino de sus propias ilusiones que en algún momento recorrerán para recordar que pelearon contra sí mismos, las más de las veces, para sentir que el recorrido no era cada vez más corto sino más largo. Y con más curvas. Más cruces y bifurcaciones en las que tener que tomar una decisión. Acertar o errar. En definitiva, sentirse más vivos con cada muerte que hallaban, más tristes con las alegrías creadas, más plenos con cada uno de los cien golpes asestados. Sí, cien.

miércoles, 23 de abril de 2014

#99 DUELO



El teléfono no paraba de sonar. Era una cuestión de honor y así se había resuelto. Aunque no había calibrado el resultado final. Pero ¿acaso siempre debemos de actuar en función del resultado? ¿No podemos sencillamente dejarnos llevar por los impulsos cuando sentimos que nos están violentando? A veces la vida te lleva a situaciones inesperadas y en un instante debes resolver una papeleta que necesitaría horas de análisis. Así que actué de pronto, envalentonado con la posibilidad de trasladarme a otro siglo, donde una nimia falta de respeto se traducía en un duelo de espadas en un callejón.

Pero yo no tenía espada. Ni yo ni nadie. Por mucho que viviera en el Madrid de los Austrias, no dejaba de ser el Madrid antiguo de un mes de abril de 2014. Pero siempre había sido muy novelesco yo, con espíritu de espadachín, con ansia de librar grandes batallas. Pero en vez de caballero de hace unos cuantos siglos era un funcionario de atención al ciudadano que no podía sino suplir la monotonía de su puesto con fantasías de otros tiempos.


Pero aquello había sido demasiado, la gota que colmó el vaso, una tropelía en toda regla. No hay fulano de tal que mancillara mi honor de aquella manera, no volvería a casa vilipendiado, con mi integridad partida, con mis apellidos pisoteados. Por eso cuando aquella chanza se tornó en mofa, y la mofa en insulto no pude sin raudo hacer frente a mi destino y colgar el teléfono a aquel cretino, ciudadano que me paga con sus impuestos, pero cretino al fin y al cabo. Además era la hora del café.

miércoles, 16 de abril de 2014

#98 COMO CADA DÍA



Aquel día Daniel había decidido que llegaría tarde a la oficina. Quería que todos estuvieran ya en sus puestos de trabajo para cuando él entrara por la puerta. Posiblemente su jefe ya tendría preparada la bronca. Otra más. Pero a aquellas alturas no le importaba. Había tomado una decisión.

―Daniel, la actitud que estás teniendo últimamente no está justificada bajo ninguna circunstancia. Te advierto de que tengo que informar al departamento de personal. Ya he intentado hablar contigo, de tratar este asunto por las buenas. Pero tu reincidencia me obliga a tomar otras medidas.

Efectivamente, cuando entró por la puerta, todo el mundo parecía ocupar ya su lugar, como en una representación teatral que, bajo su punto de vista, había estado demasiado tiempo en cartelera. Cuqui, la recepcionista, se afanaba por no dejar marcas en la revista que ojeaba mientras se pintaba las uñas. Apenas alzó los ojos y por supuesto no le dio los buenos días. Sabía que no le caía bien.

―Es un raro. Nunca saluda. Siempre trae la camisa arrugada. ¿Es que no tiene plancha? ¿Y los zapatos? ¡Ya podría comprarse otros, por Dios, que esos los tiene desde que empezó a trabajar aquí!

Como se había imaginado, todos estaban ya en pie apenas pasó la recepción. Algunos lo miraban con espanto mientras se retiraban. Otros parecían querer salir con urgencia por la puerta contraria, la de emergencia. Los menos se habían ya arrodillado. Y a pesar de haber entrado deprisa y con decisión, lo visualizaba todo como a cámara lenta, grabando en su retina los rostros de conocidos y desconocidos, compañeros y jefes. Rebollos, detrás del cristal de su despacho, había levantado el auricular del teléfono, pero éste no había sonado. Tendría urgencia por hacer una llamada mientras gotas de sudor resbalaban por su frente. Siempre le había considerado algo mojigato y tragaldabas, aunque, para ser justos, era el único que en alguna ocasión se había preocupado con sinceridad por él y su situación.

―Daniel, déjame que te dé un consejo: sigue mi ejemplo. ¿Crees que yo he llegado hasta aquí siendo yo mismo? ¿Crees que a uno le dan un despacho y unas responsabilidades soltando por la boca las perlas con las que tú nos agasajas? ¡Vamos, hombre, despierta! Estamos en el siglo veintiuno. Las buenas intenciones no bastan. Hay que pensar en uno mismo. En uno y en su familia y en su cuenta corriente.

Desde los pies de la mesa por la que acababa de pasar, los ojos azules de Cristina, la contable, le miraban suplicantes. No recordaba el número de veces que su boca le había suplicado a ella. Al principio café. Más adelante una copa. Una cena tal vez. Incluso sexo rápido en los baños del local aquel de aquella fiesta de Navidad. Últimamente sólo algún adelanto, algún favor, algún consejo para su inestable economía. Y la respuesta de aquella mala zorra siempre había sido una mirada por encima del hombro y un desdén. Las sonrisas se las tenía reservadas a los guaperas de trajes caros y carteras llenas, descapotables en el parking y chalets en urbanizaciones alejadas.

―Ese tío es un cerdo. ¿Te has fijado en como me mira las tetas? Un día le voy a dar un tortazo delante de todo el mundo. ¡Si hasta apesta a sudor desde primera hora de la mañana!

Caminó hacia su mesa y en el trayecto vio silencioso e inmóvil a Laureano. Allí estaba de pie junto a su silla, pálido como la cal, con los ojos muy abiertos y la boca cerrada. Pudo comprobar que algo le había turbado. ¿Era pis? ¿Sería cierto que se había hecho pis encima? Era un cabrón con pintas cuya función principal en la empresa consistía en hacerle la vida imposible. Le asignaba tareas harto complejas para luego restregarle públicamente su incapacidad de llevarlas a cabo. Disfrutaba haciendo mofa constantemente sobre él, su aspecto y su vida, comparándose directamente con él mismo.

―¡Qué pasa, tío! ¿Hoy no funcionaba la gillette o es que te estás volviendo un hipster de ésos? Te advierto que no te pega nada. Antes deberías cambiar esas gafotas que me llevas, que parecen más unos escaparates que unas lentes progresivas. ¿Otra vez los pantalones grises? Te han hecho masa con el culo seguro. Y por cierto, ¿te piensas cenar en Navidad? Porque te estás poniendo como un cochinillo de tanto comer porquerías de la máquina. Tráete fruta, coño. El informe para dentro de diez minutos. ¿Que no sabes de qué te hablo? ¿Sabes abrir tu correo? ¡Espabila, joder!

Se sorprendió al ver a su jefe sentado retándole con la mirada. Fue el único que permaneció en su silla. Con los labios pegados parecía decirle “Yo te he creado. Daniel, yo soy tu padre”.

―Hazlo ―fue lo único que dijo.

Daniel levantó la Magnum 9 mm y le acertó en la frente. Igual que Cuqui, que a Rebollos. Igual que a Cristina y Laureano.

Cuando se disparó él mismo en la sien, despertó. Sudando. Se levantó, se duchó y llegó el primero a la oficina igual que el día anterior, igual que haría al día siguiente y al siguiente.



miércoles, 9 de abril de 2014

#97 PORQUE SÍ



Martín dejó la taza de café en la mesa y se dirigió al baño con una sonrisa complaciente. Era lunes y no había madrugado. Al lado de la taza su iPad estaba con la pantalla encendida con el periódico por la sección de Madrid. Un gran titular en negro rezaba "Asesinado un vecino del distrito Centro en la calle Ballesta". El resto del artículo explicaba cómo el vecino en cuestión era un hombre de mediana edad, conocido en el barrio por regentar una tienda de ultramarinos, de las pocas que quedaban. Todo apuntaba a un robo después de echar el cierre y que si las pesquisas policiales apuntaban a toxicómanos que merodeaban por el barrio. Un clásico. Todo ello acompañado de un macabro dibujo donde se reproducía a modo de hipótesis el suceso.

Martín se lavaba los dientes mirando al espejo. Se preguntaba quién hacía esos croquis para el periódico, cuestionaba la veracidad de los mismos puesto que el dibujante en cuestión no había estado presente en el momento de los hechos. Se enjuagó la boca y volvió al salón rascándose con energía por debajo de la camiseta. Volvió a mirar la noticia antes de darse una ducha. Cuatro cuchilladas con un arma de grandes dimensiones habían terminado con el sujeto. ¿Cómo recababan tanta información antes del cierre del periódico cuando el asesinato había sido pasada la medianoche?

Repasó la ropa del armario y eligió una camisa azul, pantalones vaqueros y un abrigo de pana. Aún tenía ese semblante de satisfacción. Hacía tiempo que no empezaba la semana con aquella sensación. La noche anterior llegó tarde a casa y no había madrugado. El finado dejaba viuda y tres hijos mayores. ¡Venga ya! ¿Había ido el periodista a casa de la viuda en plena madrugada? En un par de horas habían averiguado todo sobre el pobre vecino. Ya sólo faltaba que al lado del croquis figurara foto y datos del asesino. Martín cambió el gesto.

Era la hora del aperitivo cuando salió a la calle. Se acomodó en la mesa de siempre en la terraza del bar de la esquina. Sacó un cigarro de un paquete de tabaco salpicado de manchas. Estaba arrugado. Lo alisó con cuidado mientras echaba un vistazo a la calle. Hizo un gesto al camarero.

―¡Álvaro! Tráete una caña y acércame el periódico anda.
Ahora mismo, Martín contestó cómplice el camarero.

Cuando tuvo delante el periódico, uno diferente al que había estado leyendo por internet, se fue a la sección de Madrid. Sintió cierto alivio cuando encontró la noticia del deceso en un pequeño recuadro. Con la información básica proporcionada por esas figuras que son rotuladas en los telediarios como "portavoz del servicio de emergencias". Vaya trabajo desagradable. Dio el primer sorbo a la caña mientras un grupo de ruidosos escolares pasaban junto a la mesa y le hicieron levantar la vista del periódico. Un autobús hasta arriba de pasajeros, una mujer entrada en años paseando a un perro de esos muy feos y muy caros. Así que esto es lo que ocurría cuando él estaba trabajando. La vida seguía, como seguía para el resto del mundo aunque a un desgraciado le hubiesen endiñado cuatro puñaladas la noche anterior. Se muere porque sí y se muere en cualquier momento. Qué vida más perra. Martín volvió a sonreír.


Dejo atrás el aperitivo y se fue a dar un paseo por el retiro. Fue delante del estanque con sus cuatro barcas desperdigadas en él, cuando se convenció de lo espléndido de su fin de semana. Y ahí no fue sonrisa sino carcajada suave lo que se le escapó. Mandar a tomar por culo a su jefe de una vez por todas el viernes y confirmar la bravuconada de aquel borracho con el que coincidió en un bar de la calle Barco la noche anterior. Decía que si se quería matar a alguien, lo mejor para que no te trincaran era matar a un desconocido aleatoriamente. Y a las doce menos diez Martín pagó su consumición y se marchó

martes, 1 de abril de 2014

#96 VIDA SECRETA




Aquella nueva forma de vida le tenía agotado. Esa nueva y secreta identidad que había adoptado y a la que daba cobertura al anochecer y siempre antes de las doce o la una de la madrugada, según las zonas por las que se moviera, le traían un terrible pesar y multitud de conflictos personales y familiares.

―¿A dónde vas a estas horas? ―le preguntaba cada noche Marga, su mujer.

―Ya sabes ―contestaba él sin mirarla a la cara―. Me gusta salir a correr cuando anochece.

Marga callaba y se hacía la tonta. Él se ponía el chándal, el chubasquero con capucha, cogía las llaves y se iba sin darle un beso. Ella comprobaba que los niños seguían dormidos y se cerraba en la habitación para llorar y pensar en qué podía hacer para solucionar la situación. Si hubiera sido más valiente, si hubiese tenido más determinación en su vida, otro gallo les cantaría.

Caminaba él por la calle culpándose a sí mismo por lo mismo. Las cosas no serían de aquella manera si hubiera sido tal vez un poco más ambicioso y no tan conformista con lo que la vida le había puesto delante de sus narices. Si le hubiera echado en su momento un par de huevos como hiciera su padre entonces, el devenir de las cosas habría tornádose de otra cromática. Incluso como se veía ahora, sin posibilidad de marcha atrás ni solución a la vista, su madre le habría dado un tortazo para espabilarlo y no dejarse venir abajo él arrastrando consigo a su familia.


Se puso la capucha al girar la Gran Vía. Multitud de paseantes aún subían y bajaban ambas aceras donde a esas horas ya se alineaban los cubos de basura. Se dirigió al primero, lo abrió y metió la cabeza y el brazo derecho para comenzar la faena a la que llevaba dedicado en cuerpo y ánima desde que le redujeron la jornada en el banco y las cifras dejaron de cuadrar en casa. Con suerte podría hacer la compra aquella noche sin pelearse con ningún vagabundo o algún gato callejero por los restos de los que aún podían generar restos. Se animó un poco pensando en el caluroso abrazo de Marga cuando se metía junto a ella en la cama a su retorno, callando ambos el secreto que compartían.