miércoles, 26 de diciembre de 2012

#31 LANCES DE PALABRA


El caso es que me sonaba. Nos cruzamos muy rápido casi chocando nuestros brazos bajo el umbral de aquella elegante puerta que daba acceso al enorme edificio de oficinas en pleno corazón de Madrid. Claro que a esas horas vete tú a saber. Era guapa, mucho, con unos ojos azules que daban una inquietante profundidad a su mirada. Un segundo. Zas. No me acordaba, estaba seguro que la había visto antes, y no sólo estaba convencido de ello, sino que por la planta que calzaba la mujer, decía muy poco de mí que no fuera capaz de situarla de forma precisa en el anterior encuentro vital entre los dos.

Todo esto pensaba yo absorto en el hall de entrada del edificio, elegante como ya he dicho, de oficinas donde iba a realizar mi entrevista. Ella se perdió entre el gentío de la calle, móvil en mano. Sacudí la cabeza a modo de aviso a mi subconsciente. “Céntrate en lo que te tienes que centrar” me dije a mí mismo. Y eso no era sino la entrevista de trabajo que tenía en la sede de Xteam en menos de treinta minutos. Conseguir esa entrevista había sido la hazaña más bestial de mi vida, nadie conseguía una entrevista con ellos, eran la élite del mundo empresarial, con delegaciones repartidas por los cuatro continentes, con un grado de influencia política y económica sin parangón. Ellos seleccionaban a través de sus cazatalentos a las jóvenes promesas a las que incorporaban a un severo plan de formación que duraba tres años, durante los cuales no se permanecía más de seis meses en un mismo proyecto, ni en un mismo país.

Entrar a formar parte de Xteam era el sueño que perseguíamos todos los alumnos de aquel master para pijos al que entré becado por alto rendimiento en la facultad. Para mí ya resultaba inalcanzable matricularme en aquel curso, con lo que parecía bastante peregrino que lograra jamás entrar a formar parte de la plantilla de Xteam. Y sólo fue cuando un vacilón guaperas, de esos que van repeinados para atrás y fuman puros Habanos, pese a darles asco el tabaco sólo por aparentar no sé muy bien qué, me tiró el guante. Yo no tenía el capital que atesoraban todos aquellos compañeros podridos de dinero, y que por otro lado en su inmensa mayoría era gente encantadora. No. Yo pasta no tenía, pero el arrojo con el que me crié en las calles de mi barrio, y los huevos que le tuve que echar a cada lance – y en mi barrio ya os comento que había unos cuantos- no los tenían estos pipiolos pero ni en su órbita imaginaria. Pero el guaperas no formaba parte precisamente de mi círculo de amor más cercano, y me vaciló. Lo hizo. Y a mí no se me vacila. Nunca.

- Los torrijas sin un pavo como tú nunca entrarán en Xteam. Pringao.

Creo que fue el remate de “pringao” lo que me hizo perder los papeles, entrar al trapo, desarrollar ese comportamiento tan infantil como reponedor de responder a una provocación anulando el temple que pueda intentar desplegar la parte frontal de nuestro cerebro. Pero si algo me ha caracterizado siempre ha sido la capacidad de defenderme sin perder los papeles, con una retórica elaborada, estructurada, educada y sobretodo letal. Sin pestañear, sin despeinarme. Era capaz de rodear al contrincante y hacerle papilla con esa lengua que me había puesto ahí la naturaleza y que la sacaba a pasear cuando la situación lo merecía, esparciendo la munición.

En realidad, en alguna ocasión fortuita e inesperada, no conseguía controlar la ira y no es que perdiera los papeles, es que perdía el sentido, la entereza, la vergüenza y lo que era peor, las formas. Como me pasó hace una semana con la loca ésa que iba conduciendo con el móvil en la mano, y por mandarle un maldito emoticono sonriente de ésos a su novio estupendo – supongo- casi me saca de la calzada y me hizo un roce en la aleta derecha del coche. Cuando paramos para rellenar los papeles,  ni retórica, ni habilidad de palabra ni nada. La llamé de todo, muy soez y burdo, sin una pizca de arte ni elaboración. Creo que vi unas lágrimas despuntar por el interior de sus ojos.

Total, que despaché al pijo con alguna frase ingeniosa, dándole a entender que no sólo entraría en Xteam sino que con el tiempo él vendría a mendigarme un puesto aunque fuera para servirme los cafés. Después le hice una breve reseña gráfica sobre lo que haría con su currículum y entre las risas de los presentes prescindí de rematar a mi oponente. No se lo merecía.

Así era yo. O así me habían hecho las circunstancias, que ahora se llevaba mucho aquello de echar la culpa al entorno para justificar nuestras propias miserias. El caso es que en el barrio donde crecí, los pusilánimes no sobrevivían, o te echabas la vida al hombro y te lanzabas al reto y que saliera el sol por Antequera, o estabas perdido. Intenté llevar una vida diferente al resto de mis vecinos, pero sólo pude hacerlo en parte. Estudié mucho y conseguí que el trabajador social que llevaba los temas de mi madre me encontrara una beca para ir a la Universidad, y me diera una ayuda para pagarme el abono. Mi constancia hizo el resto. Salía de casa muy temprano y, aunque terminaba las clases a la hora de la comida, me quedaba toda la tarde estudiando en la biblioteca. En la habitación que compartíamos los tres hermanos no hubiera sido posible estudiar, en el salón con mi madre y mi abuela discutiendo menos, y en la cocina que daba al patio ni pensarlo, ahí estaba toda la cuadrilla, pendiente de que apareciera para tocarme los huevos. Eran buenos tíos y hacíamos buen grupo, pero hacía tiempo que sabía que nuestros caminos transcurrirían cercanos, sí, pero sin puntos tangenciales.

Logré a través de un catedrático de mi universidad hacer llegar a un miembro del consejo de administración de Xteam un diseño de ejecución de cuentas en momentos de recesión basados en la expansión internacional y el intercambio de divisas. Todo muy bien encuadernado y con su pen-drive adosado para que pudieran consultar los datos de manera gráfica en su lujosa sala de reuniones.

Y funcionó. Vaya si funcionó. A los dos días tenía un correo electrónico citándome para una entrevista, y en ésas estaba cuando entré en el hall del lujoso edificio de oficinas, con el cruce en el umbral de la puerta y mi mirada perdida viendo cómo se alejaba por la calle.

Me dieron una tarjeta en la que se podía leer “visita” y subí en el ascensor hasta el piso trece. “Mal vamos” pensé, trece, no podían entrevistarme en otra planta. Cuando me pasaron a la sala de espera de las visitas comprendí mejor por qué todos mis compañeros suspiraban por un puesto en Xteam. Allí era todo lujo, y sólo estaba en la sala de espera. Sofás de piel, una mesa con un surtido de desayuno donde no faltaba la cafetera ésa de las cápsulas y bollería que no tenía nada que ver con la bollería industrial del chino de mi barrio. Una señora muy maja entró en la sala para decirme que la entrevista se retrasaría un poco, que faltaba parte del consejo, que no se demoraría mucho. Que tranquilo. Me lo dijo así, “tú tranquilo”, como si percibiera en mi rostro el rastro de la tensión que llevaba por dentro. Y la llevaba, vaya si la llevaba. No tanto por el puesto en sí, que francamente me resultaba un poco indiferente, no era yo un chico de grandes aspiraciones laborales. Quería ganar dinero, sí, pero quería tiempo para poder gastarlo. Siempre me parecieron patéticos esos ejecutivos forrados que no tiene tiempo para gastarse la pasta que ingresan y no tienen tiempo ni para ver a su familia en fotos. Estaba algo ansioso porque tenía ganas de restregarle al pijo del curso mi admisión, de hacerle morder el polvo y ofrecerle así, gratis, una cura de humildad. En lo dialéctico ya le había dado un repaso fino, y le había dejado claro que ni se tomara la molestia de entrenarse, en los lances verbales yo era el mejor.

Pasaron veinte minutos y un par de disculpas más de la amable señora que no hacía ya mención a mi aspecto anímico. “Sólo falta la vicepresidente” me dijo en su última entrada. A través del cristal translúcido reconocí entonces un ceñido vestido rojo entrando con prisas en la sala de juntas. Se desencadenó en mí una especie de efecto dominó gracias al cual en menos de quince segundos asocié el vestido rojo con la mujer de grandes ojos azules de la entrada del edificio y con la desafortunada ocasión en la que un accidente de tráfico me hizo perder los papeles y la lengua con la conductora en cuestión.

Por la boca muere el pez, pensé. Recogí mis cosas y me marché a casa.

martes, 18 de diciembre de 2012

#30 EL ALCALDE


Las historias de amor pueden tener diversos comienzos, nudos y desenlaces. No siempre son iguales. O, si lo son, no son intrínsecamente iguales, lo que siempre las hace diferentes a pesar de ser iguales. Disculpad la contradicción, pero no se me ocurre otra manera de presentaros la mía. Es tan confusa que ni yo mismo tengo claro si es igual, distinta, semejante, extraña, única o nada de lo anterior.

Mi nombre es Alfonso. A los veintitrés años me casé casi enamorado de mi mujer. Por entonces yo ocupaba un puesto de importancia en el ayuntamiento del municipio donde residíamos. Mi partido me tenía en gran consideración y mi pueblo me hacía sentir querido. Era feliz. A los nueve meses de casado mi mujer dio a luz a nuestro vástago, varón, al que pusimos el mismo nombre que su padre y que su abuelo para seguir la tradición familiar. Se crió sano, fuerte, robusto, algo de sobrepeso, feo como un demonio, pero listo y sensible como su madre. Fueron unos años bendecidos por la felicidad que nos embargaba en el corazón de la familia. Allí disfrutábamos los tres en compañía. Yo triunfaba en el trabajo, y era admirado en casa.

Así que mi hijo no quiso ser menos y, en cuanto tuvo ocasión, se hizo militante del partido para luchar al lado de su padre, que ya era alcalde, por el bien común. Esto le hizo ausentarse en ocasiones de la vida social habitual de un joven, pero él no se sentía ni apartado ni excluido, al contrario muy integrado en la cotidianeidad de la vida del pueblo. Cuando cumplió los 22 años, siendo ya mi mano derecha en ese ayuntamiento que era como mi segunda casa siempre por mayoría absoluta, le sugerí a Alfonsito que tal vez un tiempo en el extranjero ayudaría a darle una visión global de las cosas en general y un conocimiento y cultura también importantes para él a nivel personal y quién sabría si profesional en el futuro.

Así pues, dos meses más tarde mi hijo partía rumbo a las américas, pero a las norteaméricas, que era donde bajo mi exclusivo criterio se encontraba el éxito y la mente abierta para un posible alcalde de un pueblucho que tal vez tendiera a extinguirse si no entraba sangre nueva. Con lágrimas en los ojos, su madre se despidió de aquel que traería un año después las renovadas energías a su lugar de origen.

Lento pasó el tiempo, pero al final apareció en el pueblo el esperado, ya no sólo por nosotros, sino por el resto de los habitantes que no querían perderse el mayor acontecimiento en mucho tiempo. Sin embargo, fue sorpresa para todos ver que Alfonsito no llegó en el autobús, sino en un moderno descapotable que dejó boquiabiertos a todos los que allí aguardábamos. Y más aún cuando como acompañante traía a una espectacular mujer de las que quitan el hipo, con unas interminables piernas que nos mostró al bajar del vehículo. Pero la guinda del pastel fue cuando nuestro Alfonsito nos la presentó como “mi esposa, padre”. Hubo unos segundos de silencio general que se rompieron con una gran ovación y aplausos de los asistentes. Y en aquel momento comenzó una fiesta que duró dos tres días enteros con sus tres noches.

Alfonsito y Elsa - que así se llamaba mi recién estrenada nuera - se integraron a la vida cotidiana del pueblo, cada cual en sus labores; mi hijo de vuelta al ayuntamiento conmigo y Elsa en las tareas del hogar que estrenaron al poco tiempo. Alfonsito, con sus recién adquiridos conocimientos y cultura, se introdujo plenamente en el trabajo con nuevas propuestas, a veces muy acertadas, a veces muy innovadoras, a veces muy fuera de lugar. Con lo que yo le dejaba hacer y supervisaba sus iniciativas y posteriores informes. Pero eso seguía dejándome mucho tiempo que aproveché para conocer a mi nuera, confieso que con cierto resquemor al principio. Al cabo del tiempo, tal resquemor se disipó dejando aparecer y crecer el cariño. Elsa era una mujer hacendosa, trabajadora y muy inteligente. Y lo demostraba en sus pequeñas o grandes tareas diarias.

El éxito de mi hijo crecía como la espuma, y ya no sólo en nuestra pequeña localidad, sino que otros alcaldes y políticos de fuera querían reunirse con él para tratar sus asuntos y preocupaciones. Y éste éxito no se ciñó sólo al ámbito profesional, sino que era evidente que, a pesar del poco atractivo físico que Alfonsito tenía, las mujeres le hacían ojitos y él, como no pudo ser de otra manera, correspondía y no hacía feos a nadie y a nada. A mí me preocupaba que esto minara su recién estrenado matrimonio y su relación con Elsa. Ella era muy lista y no habría de pasar mucho tiempo hasta que fuera consciente de las aventuras que se traía su marido por doquier con quienquier. Así que yo, en mi papel de padre y protector de la familia, acompañaba siempre que podía a mi nuera. Ya fuera a hacer la compra o a la plaza a pasear o llevar o traer recados que ella habitualmente hacía. Del mismo modo ella me acompañaba a mí en ocasiones a mi puesto de trabajo y a determinados acontecimientos en los que su presencia y porte - todo hay que decirlo - siempre eran bienvenidos. Y entre estas compañías y los agasajos que le brindaba Alfonsito con bastante frecuencia para contentarla y sentirse redimido, Elsa hacía como que no sabía de las infidelidades de su esposo.

Un día mi nuera me acompañó a última hora de la tarde al ayuntamiento a resolver cierto papeleo que no me llevaría demasiado. Mi hijo, como ya venía siendo más que habitual, estaba ausente. En el ayuntamiento no quedaba nadie más que mi secretaria a la que despedí hasta el día siguiente como hacía en otras ocasiones en las que yo consideraba que había estado haciendo un excelente trabajo. Me senté en mi mesa a revisar tal papeleo mientras Elsa curioseaba por las estanterías y me hablaba - y yo hacía con que la escuchaba - . En el transcurso de nuestra conversación, que más bien era monólogo de la propia Elsa, ésta se colocó enfrente de mí, apoyando las manos en la mesa. Y calló. Cuando la miré para darle respuesta a su silencio, comprendí. Elsa había desabotonado su camisa casi del todo y me miraba fijamente a los ojos desde su superioridad estratégica.

-Alcalde, el último botón es suyo.

La pasión se desató entre los dos y allí mismo se desbordó, sobre la mesa, encima de los papeles. La trasladamos rápidamente al sofá de mi despacho donde arrancamos nuestras ropas hasta quedar absolutamente desnudos y poder desbordarnos de nuevo con más comodidad. Y así, en decúbito horizontal nos hallábamos cuando Alfonsito hizo acto de presencia en la estancia, intentando plasmar en su cara lo que sus ojos estaban viendo y los pensamientos y sentimientos que en ese momento pasaban por su cabeza. Dio rienda suelta a su lengua tachándonos de inmorales y hasta de criminales, y tras su escueta sarta de insultos se echó las manos a la cara y, llorando, salió a toda velocidad por donde había entrado.

Una hora más tarde encontramos el cuerpo sin vida de mi hijo, con una bala en la cabeza y el arma en la mano.

Al día siguiente de las exequias, Elsa hizo la maleta y se fue.

Yo, que en cuestión de menos de media hora que había durado nuestra llama había quedado absolutamente prendado, la vi marchar en el descapotable en que la vi llegar. Mi mente estaba tan anudada a la precipitación de los acontecimientos que ni el vértigo pudo hacerme mella. Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta y en el derecho noté algo. Al sacarlo vi que era un pendiente de mi nuera.

Varios meses más tarde, las cosas habían cambiado mucho. Renuncié a mi alcaldía, me separé de mi mujer a la que cada día que pasaba detestaba más sin que ella lo mereciera, hice una única maleta y salí del pueblo una noche, a escondidas. Hui.

Pasaron los años. No supe nada de mi ex-mujer ni de mi pueblo. En una estación de metro de una capital europea que no diré cuál es, repentinamente un brillo se me clavó en un ojo desde el andén opuesto. La mujer que portaba el pendiente que me deslumbró seguía igual de hermosa, de portentosa, de imponente. No me vio y yo no hice por llamar su atención. Sólo metí la mano en mi chaqueta para confirmar que allí seguía la pareja que aquel pendiente trataba de reclamar con su brillo y lo apreté en mi mano. Llegó su tren. Se subió y volvió a desaparecer como entonces.

Mi nombre es Alfonso y ésta es mi historia de amor.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

#29 IRIS


No recordaba el momento en el que intenté impresionarla. Ya podía haber faltado ese día a la plaza, ya podía haberme quedado en casa con las maquetas, la cola y el silencio sepulcral de mi habitación. Pero no, toda la vida con el san benito de pringado colgando y tuve que elegir ese día para hacerme el gallito. Si yo no quería salir. Ya le dije a Rubén que no llevaría las nuevas creaciones de la semana al mercadillo de la plaza. Esa semana no. No sé si era porque ya presagiaba la tragedia o por un instinto que nos ha dado la vida a los que no destacamos por nada que esté relacionado con el éxito social, pero yo me olía que algo no iba a ir bien.

Mi madre me decía que saliera con chicas, que fuera a jugar a la calle, que viera un poco la televisión, que me estaba volviendo un poco raro todo el día con mis maquetas de barcos y la colección de insectos que decoraban mi habitación, preciosos, pinchados con finas agujas en tablones de corcho. Y dale con la matraca de hacer lo que hacían todos los niños de mi edad, que si me tenía que dar el aire, conocer mundo, gente… La verdad que para mis escasos treinta y siete años mi madre exageraba un poco. Yo hacía lo normal, desayunar cereales en mi tazón favorito, decorado con un Espinete algo descolorido a fuerza de lavavajillas, después, claro, de tomarme un zumo de naranja recién exprimido y colado por mi madre, una tostada de mantequilla con azúcar y ya estaba cargado de energía para toda la jornada. ¿La jornada de qué? Pues hacía muchas cosas, generalmente siete u ocho maquetas al día, tenía un don con las manos y los dedos, manejaba la cola (la blanca de pegar) con una destreza propia de los mejores ebanistas, y era capaz de encontrar un punto de anclaje en la pieza más diminuta de toda la caja. Eso me llevaba más o  menos hasta la hora de comer, momento en el que me calzaba un babero con mangas, con un estampado muy bonito que me trajeron de Gandía mis tíos los de Melilla allá por el ochenta y cinco. Con él mantenía a salvo mi camisa de cuando fui boy scout, la cual lavaba cada noche para poder estar presentable en el momento de montar las maquetas. Me habían llegado a decir que era obsesivo por mi costumbre de ponerme siempre la misma camisa, yo creo que me lo dijeron por pura envidia. No tener que pensar en lo que uno se va a poner de ropa al día siguiente aumenta la esperanza de vida. Lo leí en un foro de Internet que hace poco cerraron por orden judicial por no sé qué asunto sin aclarar.

Pues eso, que comía y después de una reponedora siesta me entregaba a la ciencia noble de la entomología, y con ésas salía de casa con un cazamariposas, un lupa, mis botas de los scouts (como no podía ser de otra manera) y una manzana para la merienda. Era muy sano comer una pieza de fruta a media tarde, lo leí en una revista para mujeres de esas que tienen muchos test para ver si aún estás en condiciones de excitar a tu marido después de quince años de matrimonio. Me iba de paseo por la dehesa que había a las afueras de mi pueblo, siempre con cuidado de no cruzarme con ningún conocido, no por vergüenza, yo ya me había acostumbrado a los improperios proferidos por los ignorantes y holgazanes con los que había crecido en la escuela, sino por no retrasar mi organizada cronología de cada jornada vespertina, para la cual me establecía yo mismo una meta de siete nuevos insectos a enriquecer mi colección, que ya contaba con cuatrocientos cincuenta y seis ejemplares. Todos marcados y clavados en el corcho. Todos menos uno. La Mantis Religiosa que conservaba en formol en un tarro de mermelada. Ella era mi favorita, capaz de comerse al padre de sus pequeños vástagos, y aunque lo cierto es que en raras ocasiones lo hacía, me fascinaba la crueldad que podía albergar un bicho tan pequeño. Yo acostumbraba a darle los buenos días cuando me despertaba ya que el tarro presidía mi mesilla de noche, ella por obvias razones no respondía, pero sabía que me protegería de todas las eventualidades que se me pudieran presentar.

Y así transcurrían mis días, una cena ligera después de tanta dedicación y a la cama temprano, después de lavar a mano mi camisa de los boy scouts. La tenía que lavar yo, ya que mi madre, a los veintipocos años me dijo que no me la volvía a lavar, que a ver si aprendía a vestir como una persona normal, que saliera de tiendas con ella. Qué manía con que saliera más a la calle, si yo ya me paseaba por la dehesa todas las tardes.

Aquella mañana de sábado Rubén me llamó para preguntarme qué piezas llevaría al mercadillo a lo cual le contesté que en nuestra anterior conversación el martes a las dieciocho punto veintiséis ya le informé de que esta semana no iba a ir, que tenía un mal pálpito y que había escuchado en el programa de radio de madrugada que los malos pálpitos se deben a conjunciones etéreas de ondas negativas que inevitablemente a través de una ecuación de profecía auto cumplida suelen acabar en drama. Y yo no estaba en edad de dramas, con mi pubertad a flor de piel y los miedos atormentándome por las noches. Así que le dije que no, que no iba.

- Viene Marina, la hija de Amparo, la de la tienda de juguetes de Villarubios.

Diantre. Marina. No sólo era una mujer sin parangón vecina del pueblo de al lado, sino que siempre lucía una medalla de la diosa Iris. Y si la diosa Iris, la que anuncia el fin de la tormenta y llega con su paleta de colores, iba a estar en la plaza nada malo podía ocurrir. Cedí. Quedé con él a las ocho y media en los soportales del ayuntamiento para montar la mesa.

A las diez la plaza estaba llena de gente, de vecinos curiosos ávidos de tocar mucho y comprar poco, de turistas despistados que entre foto y foto se dejaban caer por las mesas, y como era de esperar la pandilla del Toño tomando sus cervezas de desayuno en el bar de la plaza. No sé muy bien cómo ocurrió pero todo vino rodado, como un alud que se desata por un imperceptible ruido en lo alto de la montaña y que cuando nos alcanza se ha convertido en una tonelada de nieve y piedras. Marina estaba en la mesa pero no llevaba el colgante con la medalla de Iris. Yo tragaba saliva en una especia de operatividad inversa a los perros de Paulov, segregada a raudales ante la presencia de Ella. Después vino Toño, empezó a manosear las maquetas, ella intercedió por mí, yo quise articular algún sonido pero me resultaba imposible, se generó una peculiar conversación de la que yo era el involuntario protagonista, y en la que se me llamó, para variar, pringado, el tonto del pueblo, el raro y así un sinfín de calificativos que no estaban cargados de amor y cariño precisamente. En un momento dado conseguí hablar, y quién me mandaría a mí. Justo después de que Toño le dijera a Marina que yo era un… un subnormal creo que fue concretamente, y que no era capaz de tomar ni una miserable bebida que no fuera el trinaranjus de piña, yo solté un “pues si”. En qué estaría yo pensando, supongo que procesando los primeros compases de la discusión, porque cuando Marina me miró con esos ojos azules y la media sonrisa de satisfacción, yo aún no era consciente del envite que había aceptado.

Me encontré en el bar de la plaza, rodeado de todos mis antiguos compañeros de escuela, con Toño enfrente y dos vasos pequeños, poco más grandes que un dedal (de chupito, creo que se llaman) repletos de una bebida marrón oscuro. Y llegó el alud, y con el alud mi aplastamiento y la definitiva ruina social, si es que aún gozaba de algún crédito. No sé si llegué a mojarme los labios con el segundo vaso, porque acompañado de las risotadas de la pandilla del Toño me desvanecí.

Cuando me desperté en mi cama eran las cuatro y cincuenta y cinco y pese al dolor de cabeza que tenía escuchaba a mi madre reír y hablar en la cocina. Su interlocutora era una mujer y ambas mantenían una animosa charla. Sus voces se fueron acercando a la puerta de mi habitación y cuando se abrió la puerta, tras mi madre penetró un reguero de luces de colores que decoraron como nunca la estancia en la que había trabajado tanto, en la que tantas horas había pasado, y en la que estaba a punto de llevarse a cabo el pacto entre humanos y dioses que anunciaba la llegada de la diosa, de mi particular diosa griega.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

# 28 CAUTIVERIO.



La mosca se posa sobre la mesa y camina unos pasos antes de detenerse y frotar sus patas delanteras. A continuación limpia sus alas con las patas traseras. Él observa la maniobra sin mover un dedo. No quiere que la mosca salga volando inmediatamente. Quiere estudiar un ratito más cada uno de sus movimientos. De hecho le encantaría poder ver más de cerca sus numerosos ojos y saber a dónde se dirige su mirada en cada segundo. Pero se tiene que conformar con no espantarla. El insecto da rápidos y milimétricos pasitos y se vuelve a detener. ¡No, ese aparente movimiento basculante...! Ha salido volando. Bueno, en fin, era inevitable. Igual de inevitable que es plantarse delante de la página en blanco. Trata de concentrarse.

"Ella sollozaba silenciosamente tumbada sobre el chaisselongue mientras buscaba con la mirada un cojín al que abrazarse fuertemente y sujetarlo a la altura de su pecho, casi cuello, casi cara, para esconderse de la vergüenza y el miedo que aquella trájica situación le producía..."

Un siseo y gira la cabeza. La mosca se ha posado sobre el cristal de la ventana. Quiere salir. O eso parece decir su actitud: acelearados ahora movimentos de alas y urgente desplazamiento por a superficie transparente. Al menos ésta parece estar buscando una posible vía de escape. No como esas otras que se ven a veces que golpean una vez, y otra, y otra el cristal, como si estuvieran rebotando como pelotas de tenis. No. Ésta es inteligente, se dice él.

"Cuando él la encerró en aquella mansión ella enfurecida gritó y gritó hasta quedarse sin voz. Golpeó una y otra vez a su secuestrador, pero éste no parecía siquiera notar los embites que ella con todas sus fuerzas emitía. Se sentía frustrada..."

Ya no está en el cristal. No la  ve. Mira a su alrededor tratando de prestar atención al más mínimo movimiento, a cada superficie, a la lámpara, a la mesa, paredes, cortina... Nada. Es posible que haya salido volando por la puerta, se dice. Ahora podrá concentrarse. Le inquieta por un momento pensar cómo una cosa tan pequeña, tan efímera, flor de un día, le puede mantener la atención durante tanto tiempo. En fin. Se centra en su página otra vez.

"Y por eso lloraba. Ya había visto que no merecía la pena implorar. Le daba la sensación de que su captor no oía sus súplicas, quejas, alaridos de desesperación. Era capaz de mirarla, pero no de oírla. ¿De qué le servía eso? Ni siquiera cuando ella golpeó puertas y ventanas para tratar de huír de aquella cárcel de lujo, ni siquiera cuando se puso delante de él para suplicar su perdón él parecía inmutarse. Sí, la miraba, sabía que la buscaba con la mirada, pero no la escuchaba. Tras horas de constantes quejas, de incesante esfuerzo por hacerle mella en su inmutable ser, se sentía agotada. Salió de la estancia en la que se encontraba para entrar en otra en la que una mesa disponía de suculentos manjares. Estaba agotada y no dudó en arrojarse sobre ellos para saciar, al menos eso sí, su apetito..."

Se levanta de la silla y sale. Tiene justo la cocina al lado. Abre la nevera y saca pan de molde, jamón y queso. Se prepara un sángüich. Ya recogerá luego. Lo pone en un plato y se dispone a volver a su puesto. Pero la ha visto. Está en la encimera y revolotea y se mueve entre las miguitas de pan que han caído de su aperitivo. La mira con detenimiento y ella parece mirarle a él también. Y así permanecen unos segundos. Él muy quieto. Ella también.

"Tuvo miedo cuando él la siguió, pero la comida la tranquilizó. Además no parecía tener interés en hacerle ningún daño. De hecho, pensándolo despacio, sabía que el único contacto que habían tenido había sido el provocado por ella al que él no había respondido. El secuestrador nunca le había puesto la mano encima, nunca. Ahora se miraban y ella, considerando la posibilidad de que no se entendieran verbalmente, se movió despacio hacia la ventana y señaló el cielo. Él la siguió. Miró al cielo también. Entrecerró los ojos por el brillo de la luz del sol. Y sin más dilación, abrió lo que era la puerta del ventanal que daba al jardín..."

Vuelve a sentarse en su escritorio y el cursor espera titilando en el mismo sitio que lo dejó. Sin embargo algo le mantiene aún en la cocina durante unos segundos. Espero que ahora, se dice, me deje trabajar en paz esa maldita mosca.

"Ella se alejó de allí tan deprisa como el rayo. No cree que puediera olvidar jamás aquella extraña experiencia en la que, tal vez -sólo tal vez-, el poder de la compasión se adueñó de un alma y ésta concedió la libertad a su cautiva."

martes, 27 de noviembre de 2012

#27 EL PLUMILLA.




Siempre ocurría de noche y siempre me mandaban a mí. Nunca entendí por qué la gente no probaba a matar de ocho a tres, incluso hasta las dos, de manera que pudiera una noche, al menos una, dormir como un ser humano normal. Y echarme la siesta después de comer. La llamada de rigor me llegó a las doce menos cuarto, con el cepillo de dientes atravesado en la boca, en calzoncillos y a punto de meterme en la cama. Riiingggggg

- ¿Sí?
- ¡A ver plumilla! – La manía que tenía Don Rafael de llamarme plumilla me sacaba de mis casillas- han dado matarile a un camello en el barrio de la Elipa, vete allí y hazme una crónica. Media página. ¡Ah! Y hazte una foto aunque sea con el móvil.
- Enseguida.

Joder, joder, joder. Día sí día no lo mismo, por cuatrocientos miserables euros y ni siquiera poder estampar mi firma en las crónicas macabras que redactaba. Mi madre se pasaba el día buscándome en el Diario Oeste y siempre la misma cantinela.

- Que no mamá, que yo no firmo…
- Pues si no firmas, ¿cómo lo vas a meter en el currículum?

Era tan linda, siempre preocupada por el currículum, como si en los tiempos que corrían sirviera de algo. Había estado en la redacción de tres periódicos, siempre cobrando lo mismo, siempre haciendo el mismo sucio trabajo y las mismas crónicas baratas que después firmaba algún capullo veterano del periódico. Eso si, antes me lo revisaba y cambiaba cuatro comas, que tenía que justificar su sueldo. Ahora se las escribía a Antonio Hortelano, una vieja gloria del periodismo venido a menos, borracho y putero, al que mantenían en nómina porque era buen amigo del director. Había cubierto algún conflicto lejano a finales de los ochenta y se pasaba el día contando batallitas.

- Chico, ¿te he contado cuando en Burundi me tendieron una emboscada y a punto estuvieron de cortarme los huevos?
- Alguna vez Antonio, alguna vez- contestaba hastiado y deseando que se los hubieran cortado y tenerlos enmarcados en el cabecero de mi cama…
- Vaya tiempos aquellos, eso sí era periodismo del bueno, semanas sin descansar –anda, como yo, pensaba- sin comer, con las balas silbando por encima de nuestras cabezas y sin ver una muda limpia durante meses.

Pues más o menos como ahora, porque Antonio Hortelano se había convertido en el típico periodista casposo, con manchas en la camisa, olor a tabaco rancio y un aliento que tumbaría a una plantilla entera de jugadores de rugby. Y una mala leche fina, que incluía un trato más allá de lo denigrante al lado del cual el término plumilla de Don Rafael era una carantoña. Por las mañanas acostumbraba a ”invitarme” a bajar a tomar un café con él.

- Chico, venga, deja de currar, que parece que te interesa la profesión en serio y me vas a terminar por quitar el puesto.

¿El puesto? No, si aún se creía que estaba ahí según estrictos ítems de valoración periodística. Normalmente me inventaba alguna excusa para no bajar, más que nada porque su invitación consistía en eso, invitarme a bajar, porque a la hora de pagar su café, su coñac y el grasiento bollo de turno que se metía entre pecho y espalda, la vejiga le hacía el favor de llevarle al baño, y yo debía descontar de mi exiguo sueldo, por llamarlo de alguna manera, sus caprichos. Cuando no encontraba forma humana de escabullirme me acoplaba en la barra cerca de los periódicos y acompañaba con leves inclinaciones de cabeza sus disertaciones acerca de sus éxitos periodísticos. Cuando Antonio sospechaba una bajada en mi nivel de atención, chocaba un horrible sello de oro que llevaba en el índice derecho con la copa de coñac, a modo de llamada al orden. Qué asco de anillo, rediós, las carnes de su índice intentaban escapar del cerco y siempre pensé que para sacar eso le tendrían que cortar el dedo.

No le soportaba, era superior a mis fuerzas. Cada vez que veía su firma bajo mis crónicas me acordaba de Burundi y de la tribu esa que, siempre que considerara como veraz la historia, me preguntaba por qué el corte de huevos no había llegado a término. Ahora, que reservado tenía la cabecera de mi cama, por si le daba por volver por aquellos lares. 

En el último mes había estado en cinco homicidios, dos violaciones y un suicidio. Y estaba aún a una semana de cobrar. Había dormido seguidas no más de cinco horas, no me acordaba del nombre de mi novia y se me pasó el cumpleaños de mi padre. No me acordaba de la última comida caliente y los policías del equipo de noche se sabían mi nombre. El comisario Mosquera se andaba con coñas cuando me veía.

- Chaval, ¿no curra nadie más en tu periódico?

¿Por qué nadie me llamaba por mi nombre? ¿Tan complicado era una mínima muestra de respeto por muy becario que fuera? Plumilla, chico, chaval… en fin, que me armaba de paciencia por no abandonarme a la humillación profesional y terminar escribiendo artículos a un euro para cualquier pirata del sector. Al fin y al cabo muchos artículos tendría que escribir para llegar a los cuatrocientos euros que me ofrecían en el Diario Oeste.

- ¿A ti esto te gusta? Lo de cubrir decesos, me refiero- me preguntaba habitualmente el comisario Mosquera, sin recordar la respuesta dada dos días antes. Se ve que no era ni explícito en mis respuestas, ni tajante en mi actitud.
- ¿Y a usted? Recoger fiambres y escribir informes hipotetizando sobre las causas… me refiero.
- Eres ingenioso, chaval- y dale con chaval…
- No, no me gusta, pero me permite darle a la tecla y vivir. Mal, pero vivir, de esto.
- Qué triste vida.
- La suya, comisario, la suya…


Bueno, pues esta conversación, calcada, podía tener lugar dos o tres días a la semana, y o al Colombo de turno se le terminaban rápido los temas de conversación o tenía memoria de pez.

Cuando llegué al escenario del crimen una patrulla de policía cortaba la calle. Era curioso cómo se repetía la misma situación siempre, policías, una dotación del SAMUR con los focos desplegados, un juez con cara de pocos amigos que levantaba el cadáver y, por muy tarde que fuera, alguna vecina en bata comentando la jugada y farfullando un “es que en este barrio no sé dónde vamos a ir a parar”. En esta ocasión un par de prostitutas contaban al comisario Mosquera datos sobre el suceso.

- Hombre chaval, qué raro, tú por aquí… No hay mucho, un borracho con ganas de juerga y sin ánimo de pagar se propasó con una de las chicas y se ve que su chulo no estaba por fiarle el servicio.

Saqué la cámara que ponía voluntariosamente al servicio del periódico y me acerqué al cadáver. El papel albal que le cubría dejaba su costado derecho al descubierto y se podía ver un reguero de sangre empapando una camisa cutre y a medio meter por la cintura del difunto. Me agaché hasta quedarme de cuclillas al lado del cuerpo y cuando enfoqué con la cámara a la luz de los focos del personal sanitario un destelló en la mano derecha del muerto centró el autofocus de la cámara. No dí crédito. Miré por encima del objetivo y confirmé mis sospechas con una sonrisa concluyente. Saqué cuatro fotos más y me marché a casa con la agradable sensación de saber que esta crónica sería muy especial, que no me volverían a llamar “chaval” en la redacción y sabiendo que por fin ocuparía el cabecero de mi cama con la mejor y más anhelada de las instantáneas.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

# 26 A OSCURAS.



Salir corriendo del nido de pasión de una mujer casada porque el marido ha vuelto de viaje antes de lo previsto tiene ciertos inconvenientes. Aquel día todo sucedió demasiado rápido, de tal modo que me encontré en lo que supuse que era el garaje particular del chalé adosado de la maciza en cuestión (y de su marido, que imagino volvió en taxi), con los pies sobre el frío y húmedo suelo y el rabo entre las piernas, después de un corre-métete-aquí, con un montón de ropas sobre mis brazos fuertemente apretados contra mi pecho. Totalmente a oscuras, suplicando que mis fuertes latidos no se oyeran en el resto de la vivienda, mis primeros pensamientos se centraron en la urgencia de vestirme tan rápido como pudiera con aquello que sujetaba, ignorando si se trataría de mis prendas y, si así fuese, si estarían al completo por la urgencia de la fuga. De inmediato supe que mi calzado sí estaba, en aquel momento comencé a sentir las tapas de los tacones de mis zapatos violentamente clavándose en mis antebrazos. Bien, no estaría descalzo. Antes de depositar todo el montón que sujetaba para comprobar al tacto el inventario de mis prendas, palpé el suelo por si estuviese mojado, ya que mis pies se habían quedado demasiado fríos para sentir nada. Seco. Aparté los zapatos para el final con la barbilla hacia arriba como hace Juan cuando me vende los viernes el cupón de los ciegos. Rápidamente identifiqué los ásperos vaqueros. Qué suerte. Un hombre sin pantalones es menos hombre cuando amanece. La camisa también estaba. Deslicé mis dedos por una de las mangas hasta que llegué al bolsillo y comprobé que el paquete de tabaco había desaparecido, y con él el mechero. Lástima, eso habría ayudado. Continué la búsqueda y topé con algo que no supe de qué se trataba a primera vista, quiero decir, al primer contacto. Por lo suave habría dicho que era seda, y mi imaginación, aún dispuesta a experimentar, pensó directamente en aquellas braguitas negras que mis dedos habían memorizado bien unas horas antes. Ese color negro en la oscuridad no ayudaba a dar luz a nada, la verdad. Aparte del hecho de descartar que se tratara de la ropa interior de mi amante, porque a medida que mis dedos continuaban con la inspección del objeto, una forma cuadrada no casaba con el concepto de bragas. Fuera lo que fuese lo aparté descartándolo de aquello que fuese mío. El miedo a no encontrar el resto de mis cosas no era tanto por el hecho de estar desnudo, ya que sabía que hasta ese momento tenía vaqueros, camisa y zapatos, sino por pensar que el cornudo hubiera encontrado algo ajeno en el dormitorio donde dejé todas mis prendas. A mi izquierda del todo estaban mis calcetines. Finos y arrugados pude cogerlos. Mis calzoncillos no estaban alrededor, a pesar de haber palpado un semicírculo, ya de rodillas en el suelo, delante de mí no había nada más. Ponerme los vaqueros ya resultó una odisea. Rápidamente localicé la parte de alante y la de atrás. No obstante, al ir a meter la pierna derecha por la pernera, ésta estaba medio doblada y me impidió poner el pie en el suelo en sitio que tenía previsto. Noté cómo mi cuerpo había perdido el equilibrio demasiado tarde para tratar de retomarlo, y me desplomé hacia la derecha. Afortunadamente no me golpeé con nada que no fuera el suelo, pero en cierto sentido agradecí no tener luz para no verme a mí mismo medio encogido, absolutamente desnudo excepto media pierna derecha, y tirado por el suelo de un garaje. Patético. Sin moverme apenas del sitio para evitar otra caída, introduje la pierna derecha del todo, la izquierda, apoyé los pies contra el suelo y subí los vaqueros completamente. La sensación no fue agradable sin los calzoncillos, la verdad. Me arrastré pasando por encima de mi camisa hasta volver a localizar los calcetines mientras me clavaba un zapato en la rodilla izquierda. Cansado de aquel trajín, me los puse deprisa sabiendo que el derecho estaba al revés, aunque esto sólo lo noté en el tacto de las manos, los pies los tenía ya insensibles del todo. Ponerme la camisa, aun sentado en el suelo, no podía ser tan complicado. Metí los brazos en las mangas rápidamente y fui abotonándola, pero tenía un zapato debajo del culo y no llegué a terminar. Me puse de rodillas en el sitio para localizar ambos zapatos. Me los puse y até los cordones con agilidad. Aún así, sentí que me quedaba sin cordón en una de las lazadas. A tientas busqué una pared donde apoyarme y esperar a que se hiciera la luz y poder comprobar el resultado. Encontré de nuevo el trozo de seda. ¿Un pañuelo? ¿De hombre? Espero que el marido de mi amante no tuviera en sus manos mis calzoncillos para sonarse los mocos. O secarse las lágrimas. 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

#25 TRASTEANDO



Nunca había comprendido por qué se envolvían los muebles en mantas para realizar una mudanza. Sí, sabía que era para no dañarlos en caso de golpe, pero no entendía bien por qué siempre esas mantas grises, que parecían subastadas por el ejército una vez suprimido el servicio militar.

El caso es que ahí estaba, una cómoda de madera de la que sólo asomaba por encima del precinto la repisa superior. Dentro del vacío de preocupaciones que regía mi vida en aquel momento me pregunté igualmente si esa tabla de madera vieja estaba exenta de las consecuencias de un impacto. No es que me generara intranquilidad, pero estaba atravesando una etapa de inquietudes banales después de que Pilar me abandonara tres meses atrás. Una vez superado aquello, con mucho alcohol y algún Lexatín, todo lo demás me parecía extremadamente irrelevante.

Ni siquiera el hecho de no poder coger el ascensor de casa en aquel momento en el que los operarios de la mudanza lo habían monopolizado y el montacargas me trastornó lo más mínimo. Me surgió de nuevo una pregunta, si uno de los elevadores se llama montacargas ¿porqué tenían que ocupar los dos si lo que estaban haciendo era transportar cargas? Cuando vi las gotas de sudor caer por la frente de aquel pequeño operario, supe que no era momento para preguntárselo, a riesgo de que me empaquetara a mí también con aquellas mantas que debían picar lo que no estaba escrito.

No recordaba haber leído ningún aviso anunciando estos trabajos y las consecuentes molestias para el resto de inquilinos y tampoco  les había visto trabajar por la mañana cuando salí a por el periódico. Era temprano, pensé. Después me entretuve paseando por el centro y haciendo un listado de lugares por los que no debía pasar nunca más para no acordarme de Pilar y su sucia jugada de abandono, y asimilando la llamada del día anterior en la que su hermana, la hermana de Pilar a la que yo nunca había tragado, me dijo que tenían que pasar a por sus cosas. Tres meses habían transcurrido desde que se marchó de casa y aún tenía su última colada limpia en la encimera de la cocina. Lo cierto es que limpia ya no estaba, pero me gustaba tenerla allí porque de alguna manera me hacía pensar que en algún momento llegaría con su suave contoneo, sólo vestida con mi camisa y esa toalla en plan turbante que se ponía tras lavarse el pelo, a recogerla mientras yo preparaba la cena. Sí, sí, sé que he dicho que había superado lo de Pilar, y lo había hecho, pero lo conseguí, con mucho alcohol y alguna pastilla, como ya he comentado, y con ciertas particularidades, véase no quitar ninguna foto de ella y dejar sus cosas como hacen con las habitaciones de los muertos en las películas. No había tocado nada. Y pensando en cosas banales, en gilipolleces que se dice por mi barrio. Daniel, mi terapeuta, me animó a ocupar mi mente de asuntos de escasa trascendencia, y empecé a cuidar mis uñas, a sacar brillo a los marcos de fotos, a contar los cacahuetes que entraban en una bolsa de cuarto de kilo… en fin cosas que terminaron por entretenerme y hacer que me olvidara de la cruel y ruin esa que me había abandonado. Y lo conseguí bastante bien, sin rencor, sin ira, si la muy cabrona se había ido mejor para los dos. Sobretodo para mí. Relajado andaba.

Leí el periódico sentado en los jardines del palacio Real con esa lata de cerveza que había comprado en el chino que bajaba desde el mercado de San Miguel. Sabía que era temprano, de hecho hasta el chino puso cara de asombro cuando vio esa lata de medio litro encima del mostrador mientras despachaba barras de pan a los vecinos del inmueble. ¿Qué cómo es la cara de asombro de un chino? Pues con los ojos cerrados pero menos.

Debí de estar toda la mañana fuera, de ahí que les diera tiempo a los operarios de la mudanza de ponerse al tajo. Como no me apetecía nada subir andando, vivía en un cuarto y mi estado normal era de extrema vagancia, decidí esperar a que, o terminaran la dichosa mudanza, o al menos llegara la hora del bocata y dejaran libre el ascensor. Y de paso el montacargas.

Así que me fui al Respiro mi otro espacio de terapia, mucho más barato y refrescante. Allí había acudido todos y cada uno de los días de estos últimos tres meses a contarle a Juan mis neuras, miedos, iras y desmadres. Todo ello aderezado con decenas de cañas y el silencio cómplice de mi pareja de monólogo. Juan no decía nada, sólo torcía el gesto cuando debía y asentía cuando lo apropiado era hacerlo. Tanto curso de psicología, tanta matrícula pagada en la universidad, y había muchos tipos que a base de cambiar barriles de cerveza, tirar cañas y poner chatos de vino con su rancia rodaja de salchichón, habían evitado más suicidios que los ilustres licenciados.

Con Juan no tenía ni que saludar, cuando llegaba a mi taburete ya tenía una caña fresca sudando la barra. Disparé a bocajarro, como de costumbre:

- ¿Pues no va la víbora esa de la Montse y me dice que su hermana quiere recoger sus cosas?

Arqueo de cejas, Juan me daba vía libre para seguir largando.

- Ya le he preguntado, que si estas cosas no prescriben, que no se puede una largar sin hacer un jodido inventario y volver después de tres meses, cuando la pobre víctima, es decir yo, ya lo tengo superado, cuando he desterrado la ira, cuando ya no me acuerdo de su maldita hermana, y venir a expropiarme. Que sí, que su ropa es suya, aunque ya verás cuando descubra que he donado casi todo a Cáritas ja ja ja que el otro día me crucé con la rumana de la puerta del estanco y llevaba una chaqueta suya, de Caramelo, noventa pavos de chaqueta…

Juan esbozó lo que parecía una sonrisa, vía libre.

- Pues eso, casi que le voy a decir que para llevarse la ropa de su hermana se dé una vuelta por el barrio y se la vaya quitando a los mendigos. Esta tía es imbécil si se piensa que se va a llevar las cosas. Pilar siempre hacía lo que decía y de manera inmediata, era cruel e implacable. Lo que quería hacer lo anunciaba a modo de sentencia y lo ejecutaba. No era de las que ponía tono de consulta aunque fuera a hacer lo que se le pusiera en el mismo, no que va, ella te informaba y actuaba. Expeditiva era la muchacha. Y ha estado tres meses sin llamar y sin recoger sus cosas y ahora me dice que si puede venir a recogerlas, como si yo tuviera que estar a expensas de lo que se le pusiera en las narices….

Juan tiró la cuarta caña, mientras hacia breves gestos de asentimiento…

- Pues ya le he dicho, que yo ya he superado todo esto y que por mi parte puede hacer lo que le salga de los cojones, que como si se lleva las paredes de la casa… es verdad que no sé cómo de creíble ha quedado, ya que el hecho de encadenar el nombre de su hermana precedido de un “la cabrona de…” no ha ayudado a aportar consistencia a mi discurso, pero es que me da igual, que en cuanto llegue el lunes cambio la cerradura y se va a llevar lo que yo te diga.

El grasiento reloj de la pared del bar marcaba las tres y cuarto. Pagué y me marché dando las gracias a Juan por tan animosa conversación. Había empezado a llover y aceleré el paso. El portal ya estaba despejado y los ascensores libres de carga. Cuarta planta rezaba el dispositivo luminoso. Pulsé el botón. Me metí en el ascensor en el que quedaba un cartón en el suelo de los que ponen las empresas de mudanzas para no dañar el suelo. Todo son cuidados y sin embargo los muebles siempre llegan con golpes y las zonas comunes hechas un desastre cuando alguien cambia de piso. Volvía yo a mis banales inquietudes.

Metí la llave en la cerradura y pasé al oscuro recibidor. Dejé el periódico en la cómoda de la entrada y sin embargo escuché como golpeaba en el suelo. Encendí la luz a tiempo para percatarme que una vez más Pilar lo había hecho, y que yo, ahora sentado en el suelo de un salón diáfano y vacío tendría que volver al alcohol, a llamar a Daniel y a mis tertulias unidireccionales con Juan.

 Los espacios vacíos parecen más pequeños, pensé.

martes, 6 de noviembre de 2012

#24 ESTÓMAGO VACÍO


En el control de enfermería había algo del alboroto común que se producía durante el cambio de turno. Era media noche y las voces que procuraban ser bajas sin llegar a conseguirlo del todo se contaban las anécdotas del día, los planes de la semana y del fin de semana, las quejas normales sobre los últimos acontecimientos… Algunas enfermeras terminaban sus tareas de fin de turno, rellenaban informes, recogían sus cosas, y otras comenzaban sus labores nocturnas cotidianas, preparaban todos los materiales necesarios, hacían los pedidos y leían los informes que sus compañeras habían escrito antes. Raúl no podía dormir. Llevaba ingresado ya dos semanas sin saber exactamente cuándo le darían el alta. Le habían operado del bazo y ese mismo día había estado persiguiendo a su médico por los pasillos contándole que volvía a sentir dolor, que tenía una sensación extraña de vacío en el estómago y no estaba tranquilo.
-Dr. Fuentes, por favor, haga usted algo. Usted me ha salvado la vida, pero creo que ahora la estoy volviendo a perder, no me encuentro bien.
-Bueno, Raúl, tranquilícese, que todo está bien. La analítica de ayer estaba estupenda y todos los niveles indican que se está usted recuperando formidablemente.
-¿Y por qué sigo ingresado?
-Está en observación. Se le ha sometido, como sabe, a una importante operación. Sea paciente. Ya sabíamos que serían mínimo tres semanas. Si esta semana continúa usted progresando como hasta ahora, pronto le daré el alta. De todas formas, hoy se le hará otra analítica y un escáner.
A Raúl le gustaba pasear por los pasillos. De hecho el Dr. Fuentes se lo había recomendado una vez habían pasado los días críticos. Raúl recorría toda la planta, pero se detenía todos los días durante un buen rato en la 102. La puerta siempre estaba abierta. Lucía llevaba e inconsciente un mes. Él no conocía su voz, pero había hablado con las enfermeras sobre ella y les había preguntado.
-Hubo un incendio en un restaurante.
-Llegó despierta y sin un rasguño.
-Sus últimas palabras antes de entrar en coma fueron quiero mi pene. Estaba delirando.
-Ya le hemos quitado la intubación y respira sola desde hace días.
-La alimentamos a base de sueros y sonda naso-gástrica para que pierda la menor masa corporal posible.
-Nadie ha venido a visitarla. Y eso que informamos a sus padres el mismo día que ingresó.
Y Raúl la miraba y se decía que nunca había visto una mujer tan hermosa en su vida.
-Tiene treinta y cuatro años.
-Debe de ser modelo, pero en Internet no viene nada de ella. O actriz. O bailarina, tiene unas piernas fuertes y bien formadas.
-No me explico cómo nadie la visita, no me lo explico.
Y Raúl soñaba que hablaba con ella y la animaba a despertar del coma.
Pero esa noche no. Raúl caminaba por los pasillos y ponía cara de mucho dolor cuando se cruzaba con alguna enfermera. Alguna le decía vamos, Raúl, acuéstate que tienes que descansar, pero la mayoría le sonreían y le dejaban caminar en paz. Estaba muy intranquilo, como si fuera consciente de algo le iba a pasar, y no quería que le pillara metido en la cama. Y además el Dr. Fuentes no le había dicho nada sobre la analítica ni sobre los resultados del escáner. Ya sabía que si no había noticias, eran buenas noticias, pero su razón no tranquilizaba su espíritu. Pasear tampoco, pero era mejor que estarse quieto en la habitación. La puerta de la 102 estaba abierta y se acercó. Al ver a Marisa, la enfermera que seguía cada progreso, cada latido, cada respiración de Lucía le miró y le hizo un gesto para que se acercara.
-¿La ves? Hoy va a tener una buena noche.
-¿Cómo lo sabes? - preguntó Raúl.
-Escúchala… Está plácida.
Y él ponía atención, aguzaba el oído, pero sólo oía los pitidos del monitor que estaba enganchado a su dedo.
-¿Sabes? - decía Marisa. - Creo que hoy es su día. - Y salió de la habitación con una sonrisa en la cara.
Y Raúl se quedó observando a Lucía. Estaba preciosa. Estaba claro que Marisa estaba convencida de lo que decía, porque la había peinado con una trenza larga que reposaba al lado de su cabeza. Tenía los ojos cerrados, pero su boca parecía estar riendo. No llevaba pijama azul, sino uno blanco muy limpio. Su pecho se movía despacio arriba y abajo, arriba y abajo, a un ritmo lento pero continuo y Raúl fue capaz de ponerle música enseguida y cantar para sí Más guapa que cualquiera de Sabina y Páez. Cuando Raúl comenzó a relajarse él mismo y a ir cerrando sus ojos, cuando llegaba a la última estrofa de la canción, cuando había olvidado su inquietud y su malestar, el monitor de pulso le sacó de su ensueño acelerándose progresivamente. Raúl abrió los ojos en el preciso instante en el que Lucía abrió los suyos. Y ambos cruzaron las miradas con el mismo susto. Enseguida Marisa se presentó en la habitación con una sonrisa de oreja a oreja.
-Bienvenida de nuevo, cielo.
Y la liberó de la sonda naso-gástrica.
Lucía, con voz muy seca, casi afónica dijo: quiero mis penne ya. Arrabbiata, por favor.

miércoles, 31 de octubre de 2012

#23 PERSPECTIVAS


- Joder, qué suerte tienes tronco…

- Tú y los tuyos siempre andáis con lo mismo, que si qué suerte la mía, que si no como nosotros… os veo pasar por aquí y siempre la misma cantinela.

- Ya, macho, pero es que no me compares, tú con esas vistas, con ese cometido…

- Sus pegas tiene también, ¿eh?

-Pues francamente no le veo ninguna, porque tú también ves cosas que a ninguno nos gustaría, pero sabes que es un rato, y después te recompones.

- Eso es verdad.

- Ya… nosotros sin embargo cuando lo vemos todo muy negro, pasamos inmediatamente a mejor vida, o peor, o lo que sea, y encima poco a poco, como esperando a episodios el final de un destino cruel. Eso cuando no compartimos viaje, que suele ser la mayoría de las veces.

- Vaya, sí que te pones poético. Sus cosas buenas tendrá.

- Hasta la fecha no se me ha ocurrido nada, eso sí, yo sólo llevo aquí desde ayer. No creo que dure mucho más.

- Bueno, a tiempo estás de descubrir tu lado bueno.

- Si ya… Pero bueno, cuéntame, cuéntame cómo es lo tuyo…

- No es para tanto, en serio…

- Por favor, cuéntamelo…

- Venga, vale. Es verdad que cada mañana se me pone delante, me retira la cortina que me impide observar todo su cuerpo aún adormecido y despeinado, y poco a poco empieza a desnudarse. Primero la parte de arriba. Suele hacer una pausa, se mira en el espejo y en un gesto mecánico acerca la cara para mirarse alguna imperfección en su rostro, pero nunca la encuentra, porque ella es perfecta. Luego la parte de abajo del  pijama, hasta quedar sus curvas perfectamente visibles, eso dura un instante y enseguida se encierra conmigo, volviendo a correr la cortina, evitando miradas indiscretas.

Entonces me coge y empieza el baile, me empieza a frotar por todo su cuerpo en una simbiosis perfecta entre nosotros, conmigo recorriendo cada parte de su piel mojada, cada hueco en el que sentir la belleza de la mujer que me ha elegido. Siempre empieza y termina igual, siempre el recorrido empieza en el cuello, un cuello suave y tentador, jugoso en aquel instante, para bajar por las axilas, el pecho voluptuoso en toda su perfección, ni grande ni pequeño, sencillamente hermoso. Continúo por una tripa lisa pero carnosa, coronada por un hermoso pendiente que colgaba de su ombligo, siempre me había fascinado esa pequeña piedra verde cuyo contacto intentaba evitar, pero cuya observación me excitaba. Del pubis pasaba al largo recorrido por las piernas, doblando su cuerpo hasta llegar a la punta de los pies, por una pierna bajaba y por la contraria hacia el recorrido ascendente para hacerme terminar entre las dos…

- Y luego dices que no tienes suerte…

- Siempre termina por la trasera. Recorro toda su espalda hasta llegar a las nalgas, y del resto que te voy a contar que tú no sepas…

- Ya, pero no es lo mismo ¿tú qué ves de malo en todo eso? Porque yo no le encuentro ninguna pega…

- Luego me quedo ahí sin más, esperando la próxima vez, húmedo, nido de hongos y parásitos…

- Hongos y parásitos, no me jodas- contestó contundente el papel higiénico a la esponja- me vas a decir tú lo que son hongos y parásitos…

miércoles, 24 de octubre de 2012

# 22 CLARO QUE TE QUIERO, TONTA




-¿Me quieres?
-Claro que te quiero, tonta. ¿A qué viene esa pregunta ahora? –dijo él sin despegar los ojos del periódico.
-Nunca me lo dices.
-Pero te lo demuestro, ¿no?
-Sí, pero ya sabes que me gusta que me lo digas.
-Te quiero.
-No, pero así no. Me gusta que me lo digas porque salga de ti, no porque te lo pida.
El bajó el periódico y la miró a los ojos por encima de las gafas.
-Te digo que te quiero –y volvió a abrir el periódico para retomar la lectura- pero ya sabes que yo soy más de hechos que de palabras.
-Sí, eso es lo que dices siempre.
-¿No te demuestro que te quiero cada día?
-Hombre, muy detallista no eres, la verdad.
Ahora fue ella la que dejó de mirarle sabiendo su reacción. El volvió a girarse hacia ella.
-¡Ah! O sea que no soy detallista. No te regalo flores, no te digo lo guapa que estás hoy y no te felicito el día de nuestro aniversario, ¿verdad? –indicó él con un tono ya algo malhumorado.
-Sí. Pero… sigo necesitando que, de vez en cuando, me digas que me quieres, que me des abrazos, que me beses. Me das pocos besos.
-¡Aquí está! Lo que te pasa es que hoy estás melosilla, ¿eh? –dijo él con ironía. Soltó el periódico e hizo el gesto de acariciarle la cara, pero ella le retiró la mano.
-¡Déjame ahora bobo!
-Si no me dices las cosas yo no puedo adivinarlas.
-Pues ya son muchos años como para que me conozcas, ¿no te parece? –dijo ella con simulado enfado.
-Seamos serios, cielo. Te quiero. Y lo sabes. Te quiero más que a nada en este mundo. Sé que a veces soy un poco seco…
-¿Un poco? –aprovechó ella la ocasión para cargarse de razón.
-… puede que no sea el hombre más cariñoso. Pero confiesa: ¿no me prefieres con estos defectillos y que a la vez sea un hombre trabajador, educado, buen esposo y buen padre?
Ella se rindió pronto.
-Si ya lo sé. Sé que eres el mejor hombre con el que me pude haber casado. Sé que tus hijos te adoran. Y tus nietos también. Pero ya sabes que tengo días en los que necesito más mimos –declaró ella con voz de niña pequeña, imitando unos pucheros.- Y hoy es uno de ellos.
-¡Anda, vieja tonta! Ven aquí.
Y se abrazaron durante un largo par de minutos finalizando con un lento beso en los labios.
-Venga, apaga la luz, que luego dices que te desvelas –dijo el viejo.
-Si ya sabes que apenas duermo en toda la noche con tus ronquidos. ¿Te has quitado la dentadura? –le recordó.
-Ahora mismo.
Apagaron la luz a la vez dejando la estancia en una oscuridad sólo interrumpida por la luz de las farolas que entraba por una pequeña rendija que quedó abierta en la persiana. Por debajo de la sábana se cogieron furtivamente la mano unos segundos y luego cada uno rezó a Morfeo para que les mantuviera arrullados más que la noche anterior.