martes, 30 de julio de 2013

#62 GREYHOUND DE VUELTA



Al volante de su Camaro del 67, Eileen repasaba el episodio del día anterior cuando, orgullosa y dolida, arrojó el delantal sobre la cara atónita de Marcel, su jefe y dueño de Marcel’s. Marcel la apreciaba y siempre la había tratado bien. Sabía que tarde o temprano ella acabaría yéndose. Así se lo había dicho ella cuando la contrató a media jornada para que pudiera compatibilizar con sus estudios de Artes y Ciencias en la CAU, Clark Atlanta University. Pero aquella noche Eileen había confundido en tres ocasiones la comanda, además de haber recibido una E en el último examen de Química.
―¿Qué pasa contigo hoy, Eileen? ¿No sabes dónde tienes la cabeza? ¡Espabila o te quedas sin el reparto de propinas!
Marcel era duro y no permitía que se mezclaran asuntos personales con el trabajo. Eileen, que ya llevaba tiempo deseando no haber entrado nunca en la universidad, estalló. Dejó a Marcel con la boca abierta.
―¡Me voy! ¡No aguanto más!
En su apartamento abrió la maleta, metió la ropa que ya tenía elegida para la ocasión y las fotos del book que se hicieron Naomi y ella como un juego, pero que luego habían resultado ser bastante dignas y profesionales y puso el coche en marcha hacia donde llevaba casi un año pensando que encontraría su futuro sin la menor dificultad: Las Vegas. Naomi y ella lo habían hablado en muchas ocasiones. Al principio en broma, pero poco a poco, viernes tras viernes, cerveza tras cerveza, le habían dado forma al concepto inicial. En Las Vegas, sabrían sacarse partido. Ambas se consideraban con suficientes dotes artísticas y belleza natural como para hacerse las reinas del mambo de la noche a la mañana. Aunque, por aquello de poner un poco los pies en la tierra, habían estado trabajando y ahorrando por si venían mal dadas. La pena fue que Eileen, en un arrebato de hartura casi adolescente, había puesto el plan en marcha en ausencia de su amiga, que justo esa semana había tenido que ir a la casa de campo con su familia. No importaba, más adelante se uniría. Así se encontraría con parte del trabajo inicial ya hecho.

Con la ventanilla del Camaro bajada y el viento de la autopista golpeándole la cara, Eileen se imaginó ya en Las Vegas trabajando inevitablemente de camarera. Pero eso sólo sería al principio. Su plan era llegar hasta los teatros de los grandes hoteles del Strip. Es posible que tuvieran que pasar por otros teatros de menor envergadura y caché, pero tenía claro que triunfaría como actriz y vedette. Y Naomi también. Se iban a comer la ciudad. Llegarían a tener que rechazar llamadas de directores de Hollywood ansiosos por pagar fortunas para tenerlas en sus espectáculos. Era tan evidente…

A la altura de Albuquerque, Nuevo Méjico, decidió hacer la última parada para comer algo y descansar. Aparcó en una estación de Greyhounds y entró en la cafetería. En ese instante también, un autobús que hacía la ruta Los Ángeles – Florida, hizo una de sus paradas técnicas. Naijah bajó a estirar las piernas y se quedó mirando el Camaro del 67. Le recordó al que ella y su amiga Crescent condujeron desde Atlanta hacía casi cinco años cuando creyeron que triunfarían en los escenarios de Las Vegas con su talento. Al año de llegar, tuvieron que venderlo para pagar las deudas contraídas con su camello. Dos años después, Crescent murió de sobredosis y Naijah se empezó a prostituir y a robar a su chulo puñaditos de dólares para poder pagarse el billete de vuelta a casa de sus padres, los cuales la habían dado por muerta a ella también. Sí, el Camaro era igualito, pero el suyo era rojo, no amarillo. Y del 67.

martes, 23 de julio de 2013

#61 EN EL FONDO DEL VASO



…miraba el fondo del vaso y me hacía recordar. El tintineo de los hielos al ritmo de mi muñeca. Creo que hasta eso había cambiado. Ahora era más lento, pausado, como si la tranquilidad de saber que has vivido como debías hacerlo lo embargara todo. No tenía claro si era una cuestión moral, o más bien práctica.

Con los años lo que había ido cambiando también era el contenido. No tanto de dentro de mí, que también, sino lo que vertía cada noche en mi vaso. Empezó siendo un güisqui barato, como me dijo un día mi amiga inclinada sobre la barra antes de pedir. El tiempo había hecho evolucionar mi paladar hacia algo más añejo, con más cuerpo y sabor. Creo que mi necesidad de incrementar la potencia del brebaje poco tenía que ver con preferencias, sino más bien con el deterioro de mi capacidad de degustar. En general.

Habiendo pasado por diferentes avatares en la vida, no podía fabular sobre una existencia penosa y dura. No como esos actores, futbolistas y demás gente tocada con la vara de la popularidad, que en un absurdo ejercicio narrativo, intentan justificar su existencia con una penosa vida anterior. Trabajos mal pagados, viviendas cochambrosas, hábitos tóxicos variados (esos yo creo que muchos los mantienen), destierros lejos de la familia. En definitiva, cosas de mucha pena. Supongo que así se logra aumentar la empatía del populacho hacia lo que nos hemos convertido. Yo siempre me definí como un gilipollas en potencia. Sólo necesitaba los medios. Fama y/o dinero. Y nunca tuve ninguna de las dos. Así que si hay vida más allá de mi vaso, espero poder pulir esa faceta de mi ser.

Pues eso, mi vida no había estado sujeta a tormentos excesivos, a excepción de un divorcio temprano, y una superlativa capacidad de moverme de un extremo a otro de mi ánimo, aunque creo que la distancia entre ambos polos era demasiado corta. Pero por lo demás no me podía quejar.


El control que ejercía sobre mi moral y conciencia, saltaba por los aires de vez en cuando, y era en esos precisos instantes en los que me apoyaba sobre la barra y jugueteaba con la servilleta antes de que el camarero hiciera sonar los cubitos en el vaso, como maestro de ceremonias de mi particular ritual, para después servirme una dosis de olvido. Entonces me inclinaba sobre el vaso…

martes, 16 de julio de 2013

#60 COSAS SENCILLAS



Entrar o no. Turistas con la documentación sobre el mostrador y de pronto los mismos turistas, o quizás otros, subiendo al taxi. El trajín del hall, el bullicio de la calle. El botones tirando de un gran carro cargado de bultos, el camión de la basura vaciando ruidosamente los cubos con esa cadencia de golpes repetitivos. El frescor de la climatización, el calor del verano cayendo a plomo sobre Madrid. Su sonrisa en un juego improvisado.

Un ejecutivo estresado acarreando un maletín, una mujer paseando con su bici. El responsable de seguridad despreocupado, un repartidor entorpeciendo el tráfico. El olor que llega de la cocina, la contaminación que lo impregna todo. Carteles que anuncian la permanente conectividad, palomas acechando las migajas de los viandantes. Otra vez ese frescor climatizado, y de nuevo el calor abrasador. Y su sonrisa por las cosas sencillas.

Frases en torpe inglés, gritos castizos sin destinatario. Familias esperando en frías butacas, ancianos al sol en los bancos de la plaza. La entrada a la cafetería desierta, las terrazas de los bares atestadas. Niños con la cabeza hundida en la consola, jolgorio desordenado en el parque infantil. Una mujer trajeada dando explicaciones tras el mostrador, una chica haciendo malabares en una esquina. Su sonrisa perenne que no tiene fin.


Vueltas y más vueltas, realidades contiguas y sin embargo lejanas, separadas por un juego giratorio, dos mundos diferentes que discurren en el mismo, según se miren, si entras, si sales. Y su sonrisa que sigue girando…

miércoles, 10 de julio de 2013

#59 ESPELUZNANTE



Con la llegada del calor el número de crímenes se incrementaba. Si bien era cierto que éstos se producían durante todo el año, en verano crecían de manera exponencial. Y lo peor de todo es que a nadie parecía importarle que así fuera. Estos actos se llevaban a cabo de manera pública, por lo general, con numerosos espectadores que, o bien por la costumbre, o bien porque realmente no les importaba que sucedieran, no se alteraban lo más mínimo. Cuando uno de estos crímenes tenía lugar en público se podían ver un par de actitudes, ambas igual de reprobables: estaban los que directamente no hacían el menor caso y continuaban su camino como si nada acabara de suceder, y también estaban los que se paraban a contemplar el espectáculo más o menos tiempo y después también continuaban su camino. Pero, sin duda, la actitud que más me exasperaba de todas era la mía propia que, siendo plenamente consciente de que delante de mis narices se estaba cometiendo una atrocidad, acababa por ser como uno más y no mostraba mi indignación tomando las de Villadiego por miedo o por el hecho vergonzante de ser el único que se sintiera molesto por lo que acabara de presenciar.

Era indecente. Era indecente el que yo tomara al final la misma actitud que los demás. Pero era aún más indecente que los hechos se produjeran en sí. O al menos eso me decía yo para justificarme. Además ―me daba yo mismo la razón― los crímenes tenían muchos cómplices. No se trataba sólo de ejecuciones y punto, no. Eran ejecuciones premeditadas, con la ayuda de otros individuos que ponían a las víctimas en manos de sus verdugos. Trabajo fácil. Se realizaba y ahí quedaba la marca de la violencia expresa. Curiosamente, los criminales poseían en muchos casos una serie de ritos que los hacía parecer en ocasiones hasta sensibles, pues cuando el acto final tenía lugar, aquéllos gritaban y hasta podían soltar lágrimas por sus ojos, como si de un símbolo de dolor compartido para con la víctima en cuestión se tratara.

¿En qué pensaba esta sociedad adormecida? ¿No había sido suficiente ver como a lo largo de los años estos delictivos actos habían quedado siempre impunes? ¿Nadie se atrevía a alzar la voz hacia las autoridades para que pararan la incesante ola, que siempre había sido tsunami y que no parecía tener fin, sino perdurar en el tiempo?


Al parecer, todo indicaba que siempre habría un inconsciente padre o una distraída madre capaces de poner un pobre helado, sabiendo el destino que éste correría simplemente estrellado en el suelo en el mejor de los casos, si no pisoteado y humillado, en las torpes manos de un niño. Era irremediable.

martes, 2 de julio de 2013

#58 PARTIR



Alzó la cabeza y cerró los ojos para notar los primeros rayos de sol en su cara. La primavera estaba terminando y pronto haría calor, mucho calor. Sintió cómo los párpados, la nariz, el cuello buscaban la luz y la temperatura. Una brisa le agitó levemente el pelo. La piel de su cuerpo desnudo se erizó con suavidad y lentitud y mantuvo los brazos pegados al torso aún un rato más. Sus pies descalzos sentían la rugosidad del suelo y sus dedos se curvaban para sostenerse con relativa seguridad al borde de la roca que marcaba el comienzo de un abismo infinito para él. Un par de centímetros más y todo su cuerpo perdería el equilibrio para caer a peso por el precipicio rocoso que se postraba ante él. Era el momento, pero aún había que esperar. Recordó las palabras de su padre: “Las prisas no son buenas compañeras de viaje, hijo”. Y las de su madre: “Hijo mío, cuando te llegue la hora lo sabrás, una voz en ti te lo dirá”.

Dos años y medio habían pasado desde que su hermano mayor hiciera el viaje. Era ley de vida. Todos acababan por saltar, era su sino, para aquello habían nacido y a eso estaban predestinados. Esos dos años y medio habían sido eternos para él. Un largo invierno en soledad seguido de un caluroso verano también solo. Y así de nuevo afrontar otro largo invierno y otro verano. Y un invierno más. Mucho, mucho tiempo solo. Sí, sus padres estaban, pero no como antes. En ellos también se percibía cierta amargura, sin duda debida a la marcha de su primogénito, primera vez también para ellos, primera experiencia como padres a los que un hijo se les va para siempre. Ellos también se fueron para siempre cuando llegó su momento y nunca regresaron para saber cómo lo sintieron sus propios padres. Así no eran las cosas, así no se hacía. El que se iba no podía volver, no estaba permitido si es que se diera el caso de que el individuo quisiera. Nunca nadie había querido. Todos marchaban. Y él marcharía. Pronto.

Dos años y medio había pasado imaginándose cómo sería su momento, qué sentiría, qué le movería a irse, cuando él estaba tan feliz al lado de sus padres. ¿Sería una decisión, algo voluntario? ¿Habría alguien o algo en ese preciso instante que le empujara, que le arrancara de su sitio, que le obligara? Por lo que él había visto en ocasiones nadie estaba para ayudar a que nadie se echara atrás. Por lo tanto debía de tratarse de una fuerza interior que durante ese tiempo había tratado de sentir para entender su destino. Pero imposible. ¿Drogas o alucinógenos? Eso explicaría muchas cosas. Daría valentía a los medrosos, que siempre los hay.

Al borde del rocoso acantilado, con los ojos cerrados, sintiendo el calor y la brisa convertida en fuerte aire en todo su cuerpo, apretó fuerte los dedos de los pies hasta que éstos cargaron con todo el peso levantando los talones. Y las alas, que hasta entonces habían permanecido siempre pegadas a su espalda, cobraron vida y lentamente se fueron despegando y estirando. El aire ayudó a separar las soldadas plumas que durante tanto tiempo habían estado hibernando, y su transparente color mudó a una paleta de verdes, turquesas y amarillos, propios de la época y el lugar. Cuando todas estuvieron libres de la conservante sustancia que las mantenía unidas, la envergadura casi duplicaba la altura de su dueño. Abrió los ojos y saltó.


Durante la caída todavía se preguntaba qué le había impulsado a hacerlo, pero nunca supo contestarse. Agitó las alas y voló. Para siempre.