martes, 24 de junio de 2014

#108 HAZME REIR



Desde el camerino improvisado que compartían, María, Pepa y Josu hacían esfuerzos por no estropear el maquillaje que uno a otro se ponían. Alguna lágrima quería hacer acto de presencia y rápidamente era contenida con un pañuelo sucio o con la voluntad. El espectáculo de la noche anterior había sido un éxito. Alrededor de mil quinientos albaneses, la mayoría serbios, se agolparon en el local en ruinas de Bistrica. El objetivo  era claro y programado: apoyar emocionalmente a las gente, a la infancia, a través de la comicidad promoviendo estímulos positivos que relajen la tensión interétnica que todo el conflicto había supuesto para los niños y niñas de Kosovo. Entre los cuatro, a lo largo de una representación de dos horas cargada de malabares, magia, payasos y acrobacia, en ocasiones interrumpida por un corte de luz o una explosión lejana, consiguieron distraer y hacer reír y olvidar por un rato las dificultades que los allí presentes habían tenido en los últimos meses e incluso años. A pesar de haber concluido el conflicto bélico como tal, seguía habiendo muertes por explosión de alguna mina antipersona, un francotirador airado o un proyectil manipulado incorrectamente. Pero lo más patente era el odio racial que la multitud de etnias y orígenes se profesaban. Ya no sólo los albaneses y serbios en clara desproporción, sino también minorías de gitanos, bosnios, gorani, ashkalia, egipcios e incluso turcos. Al final, las risas y los aplausos se impusieron. Los cuatro saludaron, jugaron un buen rato más con los niños y niñas que se les acercaron sin miedo, les hicieron distintas figuras con globos, con papel, con tierra y barro, y finalmente se retiraron a dormir.

El despertador no había sonado aún cuando el dueño de la casa que les acogió, un albanés, les levantó con urgencia.

―Amigos, tenéis que iros. Aquí tenéis las llaves de mi coche. Rápido, no podéis perder ni un segundo más.

Los cuatro recogieron sus pocas cosas, se subieron al coche aún preguntándose qué era lo que pasaba y condujeron con las luces apagadas hasta salir de Bistrica. Comentaron entre los cuatro si tal vez se tratara de una incursión militar o paramilitar que pudiera ponerles en peligro, pero no les cuadraba mucho. La organización les había enviado sabiendo que no corrían ese peligro en particular. Sus pasaportes estaban bien sellados y tenían los permisos acreditativos. No entendían. Aun así, se dirigieron hace Osojane, a casi cuatrocientos kilómetros, donde tenían previsto actuar para los serbios dos días después.

Cuando llevaban dos horas de trayecto por unas carreteras infernales y sin tránsito, un todoterreno negro cortaba el paso. Josu calculó que debían de estar entre Stracin y Ruginge. La ciudad de Kumanovo no debía de estar lejos y allí podrían descansar y comer algo. Del todoterreno se bajaron dos hombres armados con sendas AK-47. Se dirigieron hasta donde habían detenido el vehículo y con gestos y palabras que no entendieron, les hicieron bajar. Enseguida Pepa sacó los pasaportes y los papeles que uno de los armados le arrancó de la mano y estuvo hojeando mientras intercambiaba breves comentarios con su compañero.

―Payasos ―decía Josu―. Cómicos, somos actores.

―¡Silencio! ―gritó uno en perfecto español. Tras un breve intercambio de palabras con su compañero, señaló a Josu, a María y a Pepa―. Vosotros tres volved al coche ―y les devolvió la documentación.

Todo sucedió muy rápido. Apenas cerraron las puertas del coche vieron cómo uno de los hombres alzaba el arma hacia el pecho del cuarto integrante del grupo y disparaba dos balas que dieron con su cuerpo en el suelo. No podían creer lo que acaban de ver. Se quedaron petrificados y María rompió a gritar y llorar. El otro hombre armado se acercó al vehículo.

―Arranque inmediatamente si no quieren acompañar a su amigo ―le ordenó a Josu.

El resto del viaje lo hicieron en silencio.

Durmieron en Pristina, desviando un poco el camino, y acordaron presentarse en la policía local la mañana siguiente para relatar lo ocurrido.

―Está claro, señores. Los hombres armados han confundido a su amigo con un gitano. Tienen suerte de estar ustedes tres aún vivos. Afortunadamente, las cosas se están relajando mucho ―. Y les sonrió.

El jefe de policía les sugirió que olvidaran lo ocurrido y continuaran su camino. Todo aquello les parecía tan surrealista que a punto estuvieron de dirigirse al aeropuerto para volver a España.

―No podemos seguir aquí. Esto es una locura ―gimoteó María.

―Estoy de acuerdo. Vámonos ―dijo Josu.

―Esperad ―. Pepa les detuvo―. Pensad en él, en nuestro amigo. ¿Qué creéis que habría querido él? Sabéis que no somos cualquiera, tenemos una vocación, una misión. ¡Somos guerreros de la risa! Si uno de nosotros cae, lo sentimos más que nadie en el mundo. Pero no podemos olvidar lo que somos y a lo que hemos venido. No podemos dejarnos vencer por el miedo. Es precisamente el miedo lo que hemos venido a matar. Si volvemos ahora habremos fracasado y no nos lo perdonaremos nunca. Si actuamos esta noche y las siguientes, habremos triunfado y él podrá estar orgulloso de nosotros.

Pepa, con sus zapatones rojos, su sombrero de cartón y su camisola de rombos saltó al improvisado escenario y sopló fuerte la trompetilla de plástico para llamar la atención. En Osojane todos guardaron silencio, los niños con los ojos abiertos como platos esperando algo muy bueno, aparcando por un rato las vivencias y los recuerdos.



miércoles, 18 de junio de 2014

#107 NO HABÍA



Aquella noche no había turistas llenando las terrazas de los restaurantes o paseando por el puerto. No había marineros apostados en las barras de las tabernas. Por no haber no había ni tabernas en las que pedirle a Pepe lo de siempre, o simplemente hacerle un gesto que él ya conocía para que llenara el vaso con un tinto, un orujo o un pacharán. Tampoco había ruido de críos que corren y gritan como poseídos por las calles, o que se acercan con sigilo a los pescadores para robarles un anzuelo, un cebo o una pieza. En la playa no había ya nadie quemándose la piel. O simplemente paseando y dejando que el perro deje un regalito aquí o allí. Al anochecer se había terminado todo aquello que ya no está por la noche. Se terminó el ajetreo de furgonetas que paran donde pueden porque las zonas de carga y descarga ya están ocupadas. Se terminaron los gritos en la lonja ajustando el precio del pescado. Se acabó los gritos de las gaviotas disputándose los restos con que se les agasajaba por el mutuo favor. Pero ni siquiera lo que había de estar estaba. Ni risas de jóvenes que buscan su lugar haciendo tránsito por doquier. Ni llantos de bebé que no puede dormir o se despierta de súbito en mitad de una pesadilla. Ni sueño, ni pesadilla. Ni fiesta, ni descanso.

No había nada.

Nada excepto lo que se abría ante sus ojos.

Nada salvo un puñado de cientos de miles de piedras que han golpeado entre sí, que han ido desgastándose hasta buscar su forma actual para encajar en el lugar exacto en el que se encontraban en ese momento. Unas blancas, otras rojizas. Grises las más. ¿Tamaños? Infinitos. ¿Formas? Semejantes, redondeadas, ovaladas, sin aristas ni cortes.

Nada salvo un infinito mar más allá de las piedras. Un mar que en su grandeza e inmensidad apenas hacía por tomar lo que por fuerza podría ser suyo, golpeando con poca fuerza la playa, llevando olas pequeñas que a intervalos aparentemente regulares, pero irregulares pedían lo ajeno y daban lo propio, tirando de las piedras más a su alcance para volver a arrojarlas a su origen. Una vez. Y otra. Y otra. Y así durante miles de años desgastando las piedras, dándoles esa forma tan agradable al tacto. De manos y pies. Manos que acarician el resultado quitándole el polvo. Pies que son acariciados en lugar de heridos. Todo acompañado de su propia música, cautivadora, embelesadora, hipnotizadora.

Nada salvo un más infinito cielo más allá del mar que una noche da paz y a la siguiente podría declarar la guerra. Ora es marco de la más bella estampa de luna llena y algún otro astro, ora porta los vientos arrojándolos como para llevar consigo hasta al más fornido marinero. Cielo que no te muestra a tal hora dónde empieza y mucho menos dónde acaba. Y sin embargo, poseedor de los sueños y esperanzas de tantos, como si en sus manos estuviera el don de hacer y deshacer, de ordenar a su antojo el destino de todos. También temor de otros incapaces de alzar el rostro por miedo a que la oscuridad les adivine el pensamiento tal vez más oscuro que una cielo sin luna.


Aquella noche en que no había nada salvo piedras, mar y cielo, su mente se dejó arrastrar por el agua, el desgaste de las piedras al chocar entre sí y la brisa del oscuro firmamento. Y, por primera vez en mucho tiempo, vació su mente.

martes, 10 de junio de 2014

#106 MONTIA FONTANA



Ese instante fue primavera. Lejos de nubes oxidadas, de tránsitos inquietos, de carreras hacia ninguna parte. En la sierra brotan los colores y las flores, salpicadas de guiños de sabores, de sensaciones pausadas y con el único horizonte del sentir de cada uno. Morados, blancos, pétalos de rúcula y borraja sobre brochazos rojos, trazos de oliva y rayas divisorias. La piedra fría que aporta calidez al paseo, la leña quieta que hace el tiempo inmóvil, sin estaciones. Y sin embargo, al cerrar los ojos, es primavera. O verano. U otoño. O invierno. Porque cada paseo es distinto y cada brote te acompaña a un viaje diferente. Todo de aquí, de la tierra, el campo, el trabajo de siempre que no cae en la trampa de los tiempos de ahora. Lo de hoy adereza, salpica, decora, pero la raíz es antigua.

El verde de la boruja trasluce el agua del arroyo y la tiñe como tocada por una varita de sauco. La magia se mezcla con los rojos de la uva, el turbio de barril. Olores a terruño virgen, trabajado como antes, y otra vez el panaché de siempre sazonado de aires frescos y de bocados de felicidad. Del mar que no lo circunda, de la montaña que envuelve el largo paseo en el que, al avanzar, descubres nuevos parajes. Y sin dejar de sentir, de oler, de saborear y de acompañar la mano por las texturas y las formas que nos mecen en ese tan personal como particular collage, volvemos en nuestro caminar al punto de partida.


Y cuando tuve que llegar de nuevo al rugir de mis nubes oxidadas, de mi tránsito inquieto y mis carreras a ninguna parte, cuando mi particular cuco entonó su canto, mis pamplinas invadieron los brotes que me habían hecho pasear por esa senda sinfónica. Entonces miré hacia arriba, hacia la montaña, y creí distinguir la magia del sauco acompañando el verde de la Montia Fontana.

miércoles, 4 de junio de 2014

#105 LIFE JUST HAPPENS



Los flashes le hacían cerrar los ojos. Y entre los aplausos y la emoción las lágrimas buscaban hueco para salir. Tres horas antes nada de esto se hubiera podido presagiar.

Clara se había clasificado para la final de jóvenes diseñadores con un vestido desenfadado en el que había puesto tanta ilusión como horas le había echado. Los colores pardos apenas habían destacado bajo el flexo de su mesa de trabajo. En casa los patrones estaban tirados por el suelo, los retales colgando de los pomos y la vieja máquina de coser de su abuela siempre lista sobre la mesa. Cuando entró en la escuela de diseño sus padres le ofrecieron comprarle una máquina de coser nueva. De esas modernas en las que las bobinas se mueven acompasadamente al ritmo del motor. Pero ella la rechazó. Había aprendido a amar este oficio en la sastrería de Mada, su abuela, con la que pasó tardes enteras entre telas, hilos, agujas y dedales en el pequeño local que regentaba cerca de la glorieta de Bilbao. Cuando su abuela ya no estaba en condiciones de seguir cosiendo y tuvo que cerrar la sastrería primero y trasladarse a vivir con ellos después, le dejo a su nieta como legado la máquina de coser, y desde entonces no había utilizado otra en casa.

Los diseños en papel habían gustado al jurado y las fotos que acompañaban a éstos con el vestido terminado sobre un maniquí hicieron el resto. Era una de las diez finalistas del certamen de jóvenes creadores que se fallaría en la siguiente edición de la pasarela Cibeles.

El día del certamen se trasladó temprano al parque del Retiro donde tendría lugar el evento, dio los últimos retoques al vestido basándose en las medidas de la modelo que le habían asignado y que aunque aún no estaba por allí, con los datos que tenía, lo dejaría listo para la prueba. Pero la modelo no llegaba. De hecho no llegó. Cuando quedaban veinte minutos para la gran prueba la organización le asignó otra chica que, si bien morfológicamente era parecida, no llegaba a la estatura de la prevista. Los nervios empezaban a poder con Clara mientras pedía a la modelo unos giros aquí y otros allá. Y fue al dar el primer paso, a falta de cinco minutos para el inicio, cuando un traspié dio con la chica en el suelo y el vestido desgarrado desde el hombro hasta la cintura. Clara no podía creerlo. Su gran oportunidad convertida en jirones.

Entonces apareció en el back stage su abuela Mada como una aparición y abrazó a Clara por detrás. Algo le susurró al oído antes de que ambas le quitaran el vestido a la modelo, se fueran a un rincón y, lejos de la vista de los demás concursantes y sus respectivas modelos, se inclinaran sobre la maltrecha creación de Clara.

Las primeras modelos empezaron a desfilar. Se oían aplausos. Diez minutos después la modelo de Clara se había vestido con la segunda versión del vestido. Si la primera era desenfadada ésta era atrevida, alegre, fresca y llena de telas sueltas que volarían a su paso por la pasarela. Y así fue. Erguida como ellas sólo saben hacerlo, con esos pasos cruzados y el vaivén de los brazos, la modelo paseó el vestido de Clara por la pasarela Cibeles. El jurado miró atónito el modelo, para volver a fijarse en los bocetos sobre papel que le había entregado la organización. Era el mismo pero con un giro sorprendente, lleno de imaginación, con unos colores pardos que extrañamente brillaban más que cualquier otro tono vivo. El asombro se convirtió en admiración. Y la admiración en aprobación. Y aplausos.

Cuando nombraron a Clara vencedora del concurso de jóvenes diseñadores, ella estaba cogida de las manos de Mada, la que le había enseñado todo, la que le había regalado su máquina de coser, la que le enseñó a amar este oficio. Y como no podía ser de otra manera salió con su abuela a recoger el premio sobre la pasarela, una beca para la prestigiosa École de Haute Couture de París.  


Los flashes le hacían cerrar los ojos. Y entre los aplausos y la emoción las lágrimas buscaban hueco para salir. Clara se encogía mientras agarraba su camiseta. En ella una frase rezaba “Life just happens”.