miércoles, 29 de octubre de 2014

#126 QUERIDA LAURA

Querida Laura



No dormía todavía. ¿Y tú? Para ser honesto te diré que no podía permitirme dejar la mano metida entre las sábanas y ver rodar mi cabeza por la almohada mientras pensaba en ti. Me he levantado y, tras dudarlo un rato, he encendido la triste bombilla que hay sobre mi mesa y he cogido un lápiz. Ya me conoces, no puedo dejarlo para otro momento si me atormenta ahora lo que sea que me atormente. La profundidad amarilla de los cuarenta vatios sobre el papel me ha transportado rápidamente hasta ti. Sé que tenemos cinco horas de diferencia y siete de viaje en avión, quince en coche (si no hay mucho tráfico) e infinitas en barco porque no hay mar ni aquí ni allí, pero te prometo que cogeré uno en cuanto lo pongan. Lo de las horas de viaje lo he leído en una revista. Bueno, casi todo, porque lo del barco no lo dice, eso lo he inventado yo. En otro artículo habla de cómo han cambiado los tiempos. Dice (esto te gustará) que ahora las mujeres sois capaces de hacer cualquier trabajo, y que sí que valen las mujeres para la mecánica y para el ejército y esas cosas que hacíamos sólo los hombres. Yo me he reído mucho, sin parar. Mis compañeros me miraban mientras se preguntaban qué estaría leyendo tan divertido, pero no saben que era por las fotos. En ellas salían mujeres con uniformes de distintas profesiones y quedaba muy divertido. Yasid, mi compañero árabe, se ha acercado a leer el artículo conmigo, pero a él no le ha parecido tan divertido. He tenido la oportunidad de hablar con un par de árabes y a veces pienso que el cómo ellos ven en general las cosas es más profundo que a cómo las vemos nosotros. Sin embargo, hoy no estoy de acuerdo con él. Sostiene que tenemos una relación del todo inconsciente con la vida y la religión. No termino de verlo igual que él. Creo que es bastante machista. Siempre me habla de su familia, pero omite a cualquier mujer, como si ellas no tuvieran importancia, y de su compañero de trabajo, socio masculino, por supuesto. Para mí, le digo, es mucho mas interesante pensar que las mujeres tienen la misma importancia que los hombres, más enriquecedor. Le hablo de La Célebre Granjera sin decirle que se trata de nuestra madre, y que todo el mundo en el estado de Kentucky la conoce por ese nombre, incluso el grupo ése de coristas mantenidas envidiosas de Alabama, que no saben más que aullar creyendo que cantan, y que todo el mundo sabe cómo se gastan tanta cantidad del dinero que ahorran las sucias de ellas.

Háblame de ti, Laura, por favor. Hace mucho que no me cuentas cómo estás ni en qué inviertes el tiempo. Dime cómo está La Granjera y por qué ya no viene a visitarme al hospital. ¿Sigue enfadada conmigo? La última vez, aprovechando la presencia de uno de los enfermeros, se libró de que le pegara un puñetazo. Pero dile, aunque yo ya lo he hecho por carta, que a veces siento rabia por estar aquí recluido y rodeado de toxicómanos. Yo no soy como ellos, yo ya estoy limpio. Pero nos tratan a todos igual, como peones en un juego de ajedrez viejo. Ya nadie quiere jugar con nosotros. Cuéntame cómo van tus estudios –no los dejes, te harán libre. Espero noticias tuyas. Pronto.

Con cariño,


Charly.

miércoles, 22 de octubre de 2014

#125 PEDAGOGÍA



De siempre había visto esos libros en casa de mis padres. Cuando era pequeño los ojeaba sentado en el suelo del salón, y con ellos aprendí casi todo lo que necesitaba saber de la vida. Estaban entre los libros de filosofía de mi padre. Y pequeñas lengüetas de colores señalaban las páginas que mi progenitor había considerado más importantes.

Los he marcado para que los leyeras cuando tuvieras edad me decía.

Pero antes de que tuviera esa edad que mi padre había presagiado, me sabía las frases de memoria, y mi concepto de la vida y la justicia distaban mucho de las inquietudes que almacenaban los pequeños cuerpos de mis congéneres. Había desarrollado una conciencia crítica propia de los adultos, pero en la mente de un niño. Y de alguna manera ya había comprendido que era precisamente eso lo que aquellas viñetas querían transmitir. Que había que mirar la vida desde los ojos infantiles. Al leerlos tan joven me convertí en precavido, escéptico y crítico. Y a medida que iba cumpliendo años me generó compromiso y conciencia social. Pero nunca deje de leer aquellas frases, aquellas reflexiones que mis padres con mucho acierto guardaban entre los clásicos de la filosofía universal.


Cuando ya fui mayor y tuve mi casa y mi propio hijo no seguí el ejemplo que me habían dado mis padres. También tenía aquellos volúmenes y también los tenía en un lugar privilegiado en el salón, con sus postits marcando las páginas que no quería que mi hijo dejara de leer. Pero yo no los guardaba con los Sócrates, Platones y demás eruditos. Yo tenía los libros de Mafalda con mis cuadernos de pedagogía de la facultad. 

miércoles, 15 de octubre de 2014

#124 HASTA QUE LA MUERTE OS SEPARE



Faltaba una semana para la boda y los amigos de Juan estaban ya todos juntos en la puerta de su casa. En la calle hacía frío y parecía que iba a llover.

―¿Está todo listo? ―preguntaba Pepe en voz baja.

―Sí, llama ya a la puerta.

Juan abrió y de inmediato fue empujado para dentro por todo el grupo. En media hora, entre cerveza y risas, disfrazaron a Juan de vampiro y salieron a la calle. No había empezado a llover, pero una ligera niebla comenzaba a caer. Juan no sabía que sus amigos le iban a preparar una despedida de soltero. De hecho, él se lo había prohibido. Pero claro, una vez que toda la pandilla se había plantado en casa con evidentes planes de juerga, no había podido negarse y cortarles el rollo. Pararon en un par de bares a calentar el ambiente y el cuerpo con unas copas. Pedro se puso de pie en una silla, hizo callar al grupo y comenzó una perorata de las suyas en las que hacía alusión al matrimonio y la pérdida de libertad.

―… y así hasta que la muerte os separe ―concluyó.

―Y ya veremos si la muerte me libera o no de verdad ―bromeó Juan.

Pedro se puso serio y añadió:

―Pues eso yo sé a quién hay que preguntárselo ―el grupo le miraba esperando que terminara―. A los propios muertos.

Animados por el que comenzaba a ser exceso de alcohol y por las palabras de Pedro, el grupo se dirigió entre bromas hacia el cementerio del pueblo. La niebla comenzaba a ser ya espesa y les empapaba la cara y la ropa. Por el camino, cada uno fue contando historias de miedo siempre relacionadas con muertos y cuerpos que habían vuelto a la vida para vengarse de sus enemigos. Era famosa en el pueblo la leyenda de Don Lorenzo, alcalde que había acabado con la vida de su esposa en 1818 para quedarse con las riquezas de aquélla, y al que más tarde habían hallado muerto en su casa aplastado por sacos llenos del dinero que había heredado. Contaba la leyenda que, cuando le fueron a enterrar junto a su esposa, encontraron la tumba de ella abierta. De ahí, los cuentistas e imaginarios llegaron a la conclusión de que la difunta se había levantado para hacer una visita a su marido y entregarle personalmente toda la herencia… de golpe. Todo el grupo comentó ésta y otras historias similares. Cuando llegaron a la puerta del cementerio, la encontraron cerrada con candado. La mayoría se desanimó y empezó a mostrar cansancio y frío para volver. Pero Pedro no escuchó las palabras de sus compañeros y hábilmente saltó por la pared hasta llegar al otro lado y fue animando a los demás a hacer lo mismo. Cuando ya estaban todos dentro, Pedro les condujo hasta el histórico panteón donde descansaban Don Lorenzo y su mujer.

―No hay mejor sitio para hablar con los muertos, ¿verdad? Tengo una idea: juguemos un escondite.

Todos aceptaron la idea de buen grado. El marco era sin duda incomparable, y por ser la noche de la despedida de Juan, a éste le tocó contar hasta cien y buscar al resto del grupo. Juan se apoyó en una de las columnas del panteón de Don Lorenzo para comenzar la cuenta atrás. Los demás se dispersaron por todo el cementerio para buscar sitio donde esconderse. Cuando Juan terminó de contar, se dio la vuelta. La niebla se había hecho con el cementerio y no era posible ver más allá de diez metros a pesar de la pobre iluminación consistente en farolas dispuestas a lo largo de los distintos caminos entre las tumbas. A Juan le dio un escalofrío al verse completamente solo. Todo estaba en silencio y su respiración se hacía más fuerte. Era consciente de que los ojos de sus amigos le observaban desde distintos escondrijos, y no le gustó la sensación. Quién sabe, pensaba, si algún par de ojos son de algún inquilino de por aquí. Comenzó a caminar y era incapaz de concentrarse en el juego cada vez que tropezaba con una piedra, un árbol o una losa. Al cabo de lo que calculó serían unos quince minutos de búsqueda sin éxito, el corazón empezó a latirle más rápido pensando en que sus amigos, tal vez por gastarle una broma el día de su despedida, le habían dejado solo en el cementerio y se habían largado a esperarle en el bar tomando unos tragos y mientras se reían de él. Intentó afinar el oído, pero no había manera. Sólo se oían los latidos. De pronto notó como le agarraban fuerte del hombro. Su reacción fue instantánea: comenzó a gritar de pánico y cayó al suelo temblando con cara de haber visto un fantasma. Se giró instintivamente e identificó los rostros de Don Lorenzo y su esposa mirándole a los ojos.


Años después, sus amigos narraban los hechos aún con intriga, lo único que sabían era que cuando Pedro tocó el hombro a Juan en el cementerio, éste cayó gritando. Desde entonces Juan deliraba pese a la medicación. 

miércoles, 8 de octubre de 2014

#123 EXPIACIÓN



El otoño se estaba abriendo paso en la ciudad. Durante unos minutos José Miguel Álvarez Chapín se había olvidado del puñado de monedas que llevaba sujetas en la mano derecha. Miró hacia arriba para darse cuenta de que el subconsciente le había llevado hasta el parque de las Palomas. Se sentó en un banco y miró los árboles a su alrededor. El abanico de colores del momento le inundó los ojos. Aún quedaban bastantes hojas verdes, algunas ramas se habían poblado completamente de amarillo. La estación no iba a detener su proceso. Y aunque pronto, algunos ejemplares mostraban sus adornos todos ya marrones. El suelo aún no estaba poblado como lo estaría, pero era agradable ver cómo aquí y allá habían caído los días de insoportable calor. No hacía frío. Al contrario, le sobraban grados aún a la época. Las lluvias de los días anteriores no habían refrescado demasiado. Ya cambiaría. Ya llegaría el momento de los rojos, pardos, marrones oscuros. Ya llegaría el momento en el que todas aquellas hojas no aguantaran más en sus ramas y partieran para no volver a colgarse en ellas. La Plaza de España se llenaría de ellas y los niños jugarían a amontonarlas, pisarlas y esparcirlas. Y vendría el viento, el frío. Claro, que en Sevilla tampoco es que fuera a nevar. Algún año lo hizo, pero no lo suficiente como para refrescar y renovar el aire del todo. Eso nunca pasaría. Eso pensaba José Miguel.

Y volvió la vista a su mano que permanecía cerrada en un puño. Y se imaginó los puños de aquellos que no podían cerrarlos por la cantidad de billetes amontonados que tendrían. Puños, bolsillos y carteras. Y cuentas en paraísos fiscales. Puños de manos de aquellos a los que no les temblaba el pulso a la hora de pedir. ¡Qué pedir! ¡Exigir! Exigir que se les diera lo que les correspondía. Lo que les correspondía por hacer su trabajo. Vio a su izquierda un empleado de la empresa privada que gestionaba el mantenimiento del parque, empresa de la que, casualmente el director era cuñado del alcalde. Y eso era lo de menos. Las noticias en la televisión y en los periódicos estaban cada día plagadas de ejemplos en los que Menganito le había pagado a Cetanito nosecuantísimos miles de euros para poder disponer de unos privilegios con los que se beneficiaría econonómicamente él y el resto de su familia por los siglos de los siglos. Sueldos vitalicios de políticos que habían acabado ellos mismos con sus carreras que ascendían a sumas obscenas y que eran publicadas sin ningún pudor, lo cual hacía pensar en cuál sería la cantidad real de lo público más lo privado. Automóviles de lujo para cargos de personalidades empleados del estado, con sueldos pagados por el estado, por los ciudadanos, que utilizaban sus esposas para llevar a los niños al colegio privado bilingüe de más prestigio del lugar. Directivos de banca que admitían cobrar sobresueldos, argumentando que sus jefes cobraban sobresueldos mayores. Empresarios encarcelados que exigían a los jueces que desbloquearan las cuentas de los bancos donde tenían el dinero robado para pagar las multas y las fianzas que los habían metido en procesos por haber robado ese mismo dinero. Escandaloso. Cientos, miles de individuos que diariamente se lo estaban llevando crudo. Robando con total impunidad el dinero de sus acreedores y de sus empleados a los que luego pondrían de patitas en la calle por falta de liquidez en las empresas. Esposas que bajo la pancarta “yo no sé nada de lo que hace mi marido” lucían vestidos, coches, joyas y viviendas impagables.


José Miguel Álvarez Chapín se dijo que no sería jamás uno de aquellos. Firme en su decisión, hizo pedazos la barra de pan que había comprado y la arrojó al suelo con la intención de que las palomas que daban nombre al parque, junto con el resto de pájaros y demás seres vivos se alimentaran. Y sabiendo que eso no expiaría su pecado, se encaminó a la panadería de la calle Las Cruzadas a devolver a la panadera los cinco céntimos de más que le había dado de cambio.

miércoles, 1 de octubre de 2014

#122 FUGA



No la cogerían fácilmente. Consiguió escurrirse entre los dedos de ese ser amenazante que hasta babeaba pensando en su presa. Qué poco disimulo, qué forma de abusar de las que eran más pequeñas. Al zafarse de su perseguidor cayó en la mesa por donde rodó hasta detenerse. Era sólo un lance, la batalla continuaba. Esas enormes manos volvían a cernirse sobre ella y ésta, aturdida, no sabía hacia donde escapar. Todo eran obstáculos y por otro lado le sabía mal irse sin las demás.

Parecía mentira. Una vez alcanzaba una edad, siempre vivían amenazadas con ser devoradas por aquellos seres. Las valoraban. Cierto. ¿Pero de qué servía esa valoración si el final era inevitablemente tan cruel? Y en el caso de la fugitiva que nos ocupa, aquel horrible olor a pescado. Ella que nació tan lejos del mar, en los campos de Andalucía, ahora se veía condenada a vivir impregnada en olor a lonja.

Una leve inclinación en la mesa la permitió posicionarse bajo un techado que la ocultaba de su perseguidor. Y esperó. Triste espera mientras observaba cómo sus compañeras caían una tras otra en ese festín improvisado en el que aquellos seres inmundos, ajenos a sus sentimientos, festejaban, celebraban y se saciaban a su costa.


Y pasó. Fue de manera imprevista, pero unos dedos la cogieron, apretando su costado, haciendo casi rebosar su relleno maloliente. Para terminar como terminaban sus vidas, esas vidas pausadas y tranquilas de pequeñas, respirando airé puro. Vareadas al llegar a la madurez. Unas exprimidas hasta morir y otras haciendo las veces de aperitivo. Qué dura era la vida de una aceituna.