miércoles, 25 de marzo de 2015

#147 GUARDIANAS



La puerta de la galería privada se abrió despacio. Aún no eran las nueve de la mañana, pero ya era de día y entraba luz tenue por los ventanales. Verdes y frondosas plantas de interior recorrían ambos lados del pasillo. Al fondo una doble puerta de madera tallada con un cartel que titulaba lo que todo el mundo ya sabía: “Capilla”.

―Mi hermana mayor me lo dijo. Ella no lo vio, pero se lo contaron. Yo voy hasta el final.

Lola tenía claro su cometido. Junto con otra voluntaria recorrería la galería hasta la puerta. No más de dos, harían demasiado ruido. La historia que contó a sus amigas se parecía bastante a la que su hermana le había contado a ella, pero algo aderezada con su particular toque de inventiva para que fuera más atractiva.

―Voy contigo.

María no dudó en apuntarse a hacer todo el recorrido. Desde hacía ya tres años, Lola y ella lideraban el grupo. Tal vez por ser las más atrevidas, o por ser las más traviesas. O por ser las mayores, aunque fueran sólo unos meses de diferencia.

―Vale, nosotras vigilamos la puerta. Si viene alguien distraemos para que os dé tiempo a esconderos.

Aunque menos osada, Alicia era más racional. Tal vez ésa era la causa. Sin embargo, ella había planeado toda la operación. Las cinco entrarían en el hall principal antes que empezaran las clases aprovechando el habitual movimiento de cada mañana. Aguardarían ocultas a que se despejara la zona y procederían a la incursión.

―Las cinco estamos de acuerdo: algo hay, pero no sabemos el qué. Todas hemos oído historias parecidas. El problema es que no siempre acaban igual. El final es confuso y las protagonistas reales nunca están para contarlas de primera mano ―. Lola se puso seria―. Creo que es el momento de que seamos nosotras las que podamos contar esa historia, las que hagamos historia. Que cuando vengan después otras generaciones sepan que nosotras, unas niñas de cuarto de primaria lo hicimos.

Lola y María se agacharon y caminaron deprisa por la galería, una pegada a cada lado. Cien metros las separaba de su siguiente objetivo: la puerta de la capilla. Cincuenta. María se puso nerviosa, se tropezó y cayó. El golpe se les hizo como si hubiera sido un elefante el que se cayera en lugar de una niña. Lola retrocedió para ayudar a su compañera a levantarse. Las otras tres observaban desde la puerta y miraban atrás con miedo. Finalmente alcanzaron la puerta y se pararon a respirar una a cada lado. Lola dio la señal y María accionó el picaporte para confirmar que estaba abierto. Ágilmente se colaron dentro de la capilla y cerraron sin ruido.

―¿Qué hacéis aquí, niñas? ―preguntaría una monjita.

―Verá, hermana. Es que una niña mayor, creemos que de ESO, nos quitó una pelota y luego nos dijo que la había tirado por aquí dentro ―habían planeado decir las tres vigilantes.

―¿Pero qué decís? ¡Aquí no puede entrar nadie!

―Lo sabemos, hermana ―. El plan B se pondría en marcha―. No es verdad lo de la pelota. Lo cierto es que hemos bajado a la capilla a rezar. Pero ya volvíamos a clase. ¡Qué tarde se nos ha hecho, chicas!

En el interior de la capilla, Lola y María hicieron un reconocimiento visual para comprobar que estaban solas. A pesar de la poca iluminación, no había ningún hábito inclinado en ningún banco. María y Lola se miraron y entendieron que había llegado el momento. La imagen de mármol de la Virgen María a la derecha del pequeño altar esperaba. Rodearon la capilla pegadas a la pared hasta dar con el confesionario. María sacó la cámara de fotos. Se acercó lentamente hasta encontrarse delante de la imagen. Antes de poder alzar la cámara su cuerpo se quedó paralizado cuando un foco iluminó el rostro de la Virgen cuyos ojos miraban justamente hacia donde se encontraba María. De éstos sendas lágrimas brotaron para deslizarse por el frío rostro. Los altavoces que habitualmente dejaban sonar música suave y relajada que propiciaba la mirada interior y la oración, sonaron esta vez alto con clara y pausada voz:

―¡María! ¡Lola! No lloro de tristeza, sino de alegría por veros aquí conmigo. Si no marcháis a vuestros quehaceres diarios, entenderé que queréis servirme de compañía eterna junto con el Padre Dios. Que se haga pues su voluntad.

La parálisis de María dejó de ser tal cuando Lola gritando la agarró del brazo y la arrastró hasta la puerta desde donde deshicieron el camino a todo correr para unirse a sus amigas y salir escopetadas a su clase.

―Hermana Alba, ¿no ha sido exagerado?

―¿Acaso no recuerdas lo que hiciste tú conmigo cuando yo tenía sólo un par de años más que estas bichillas, Angustias? Por lo menos no he puesto colorante rojo en las lágrimas, como hiciste tú.


―¡Ja, ja, ja! Sí, ya recuerdo, ya… Volvamos a la cocina, hermana.

miércoles, 18 de marzo de 2015

#146 OYE




―Oye

―¿Qué?

―No, nada.

―Nada no, algo será…

―No, de verdad, nada.

―A ver, nadie dice “oye” si no es para algo.

―Bueno pues esta vez no era para algo.

―Era para nada entonces.

―Exacto.

―Aham.

―¿Por qué dices “aham”?

―No, por nada.

―Es que no se dice “Aham” por nada.

―Bueno pues se ve que a veces si se dice “aham” por nada.

―Tiene que ser por algo.

―Ay, mira…

―¡Ay, mira qué!


―Nada.

―No venga, en serio dime lo que me tengas que decir…

―No tengo nada que decir.

―Siempre hay algo que decir.

―Llevamos 27 años juntos, hemos parido tres hijos y tenemos cinco nietos. No, a estas alturas no tengo nada que decir.

―¿Así que ya no tienes nada que decirme?

―No.

―¿Nada? Qué triste lo nuestro entonces.

―Pues sí.

―¿Cómo que “pues sí”?

―Pues eso. ¿No dices que es triste?

―Sí.

―Pues te doy la razón.

―Como a las tontas.

―Como a lo que sea. Déjalo ya.

―Siempre quieres dejar las conversaciones cuando estamos hablando.

―¡Pero si no estamos hablando!

―Tú no, yo sí.

―Pues dime tú entonces.

―¿Que te diga el qué?

―Lo que quieras decirme.

―No sé qué decir.

―Pues no digas nada.

―Pues no digo nada.

―Pues eso.


―Oye…


miércoles, 11 de marzo de 2015

#145 LO QUE PASA EN, SE QUEDA EN



La noche acababa de comenzar y ya tenía el estómago revuelto. Lo achacó al calor de la calle seguido del fuerte aire acondicionado del local. En ningún caso tendría que ver con la mezcla de brebajes a lo largo del día. El caso es que no dudó en dirigirse al excusado. Totalmente vacío, bajo la luz intermitente de un fluorescente al borde de la muerte, tres cabinas se alineaban frente a tres lavabos. Sin saber muy bien por qué escogió el del centro. Tal vez por sentir más ventilación y evitar el olor de la lejía perfumada. Eso en el mejor de los casos.

En el momento en que estaba dispuesto a bajarse los pantalones, la puerta de su cubículo se abrió violentamente pegándole un fuerte golpe en el centro de la frente. Recuerda caer sentado en la taza del váter con los pantalones aún subidos y negro. Todo negro.

Un constante traqueteo lo iba despertando poco a poco hasta que un movimiento agresivo y sonoro lo sacó totalmente de su estado de inconsciencia, aunque no de atontamiento, porque se vio a oscuras y tumbado de lado con las piernas encogidas. Se acordó de la puerta golpeando su frente y su pérdida de conocimiento y dedujo que una ambulancia lo llevaba al hospital. No era más que una contusión, seguro. Pero alguien consideraría que por si acaso, nunca se sabía. Trató de estirarse, pero sus pies habían llegado hasta el final. Notó un bache y quiso echarse una mano a la contusión de la cabeza, pero esta se encontraba atada a su compañera. Cuando dedujo que aquello no era una camilla ni una ambulancia sino posiblemente el maletero de un coche, el transporte se detuvo. Ruidos de puertas abriéndose y cerrándose. Pasos. Su espacio se abrió y cuatro manos lo sacaron sin delicadeza. Sus piernas no aguantaron cuando lo soltaron, sus rodillas estaban entumecidas y calló al suelo. Era tierra y piedras sueltas.

―Antes de que te pongas a suplicar por tu vida ―dijo una de las voces, aguda e incisiva― ya te informo de que no te vamos a matar a menos que hagas tonterías.

Pensó entonces que aquellas pistolas y aquellos rostros descubiertos no iban al son de las palabras que acababa de escuchar.

―Esto ha sido sólo una advertencia: no vuelvas a jugar con ninguna de las novias del Señor Pantone ―dijo la otra voz, considerablemente más grave que la otra.

―No sé qué… ―pero no le dio tiempo a terminar. Un disparo se superpuso y la arena le saltó a la cara.

Los dos matones o guardaespaldas o mensajeros o transportistas o un poco de todo se dieron la vuelta, se metieron en el coche, aceleraron dejando volar el polvo por camino que sólo iluminaban los faros del vehículo y la luz de la luna, y se fueron. ¿De qué novia le habían hablado aquellos dos? ¿Quién era el Señor Pantone? ¿Dónde se encontraba? ¿Cómo iba a volver? ¿Cómo había llegado hasta allí, si él sólo quería ir a cagar? Por supuesto, las ganas se le habían pasado ya.

Se sentó en el suelo para desatarse la cuerda que le mantenía los tobillos unidos y caminar hacia algún sitio. Cuando se puso de nuevo de pie, a pesar del dolor de cabeza que tenía, no vio la ciudad, pero sí su luminosidad. Tardaría unas cuantas horas en volver. Aquel camino no tenía aspecto de ser de lo más transitado de la zona.

Apenas se había decidido a caminar los faros de un coche comenzaron a iluminar débilmente el camino. A ver si aquél sí iba a ser un camino transitado. Era noche cerrada pero había que arriesgarse, no podía esconderse y dejar pasar su única oportunidad de encontrar un transporte de vuelta. La camioneta que se detuvo a su altura cuando le vio iba a manos de una mujer de unos veinticinco o treinta años como mucho.

―Parece que necesitas un taxi ―. Él sonrió su ironía―. No eres de por aquí, ¿verdad?

―¿Eres una de las novias del tal Pantone?

­―¿Qué? ¡Nooo! ¿Problemas?

Jackie era camarera en uno de los hoteles de la ciudad. Casualmente él, junto a todo su grupo de amigos, se hospedaba en el mismo hotel.

Ya había amanecido cuando llegaron. Se dirigió a su habitación y se tumbó vestido en la cama. Durmió unas cuantas horas y se despertó hambriento. Salió a la calle sin saber muy bien hacia dónde dirigirse. Paró en un puesto de perritos calientes y pidió uno completo. Le atendió un hombre negro de avanzada edad.

―Son tres pavos, amigo.

Instintivamente buscó su cartera y recordó que la había dejado en la chaqueta la noche anterior.

―Disculpe señor, pero creo que he perdido la cartera.

―Disculpe usted, señor, pero creo que no es mi problema. ¡Brandon! ¡Lewis! Aquí nuestro amigo quiere comer gratis.

Dos fornidos hombres aparecieron de la nada levantándole por las axilas. Lo arrastraron sin mediar palabra dentro de un local con las luces apagadas hasta los aseos, donde le propinaron una paliza antes de quitarle el reloj y arrojarlo dentro de uno de los cubículos, ya inconsciente.

Cuando abrió los ojos se vio sentado en la taza un váter con los pantalones por las rodillas y un insoportable dolor de cuerpo. Se recompuso, abrió la portezuela y reconoció el baño donde la noche anterior quiso aliviar su malestar. Se lavó la cara y las manos y salió.


―¡Caramba, Johnny! Parece que no te fue mal ayer con la chica de Pantone, ¿eh? Cuenta, cuéntanoslo todo.


miércoles, 4 de marzo de 2015

#144 MIRAR HACIA ADELANTE



Podía tocar los límites. Estaba en un espacio pequeño. A la vista nada. Todo estaba oscuro. ¿Cómo había llegado hasta allí? No recordaba. Quería echar la vista atrás, pero la oscuridad no sólo era la presente. Era más oscuro aún el hueco en su memoria. Permaneció inmóvil, intentado recordar. Respiraba fuerte. No sabía cuánto tiempo. Mucho, poco, no sabía. Lo reducido del espacio no le permitía mirar su muñeca, donde antes de aquello tenía un reloj. Daba igual. Tampoco hubiera podido ver la hora, y de igual manera le faltaba un referente anterior.  Su respiración se aceleraba, el pecho apenas cabía en aquella caja una vez hinchado con el aire que entraba. No sabía cómo funcionaba aquello, ni donde se encontraba, pero pudo recordar lo que alguna vez había escuchado. Si se quedaba alguien atrapado en un espacio reducido, respirar agitadamente reducía el oxígeno y en definitiva las posibilidades  de supervivencia. Todo estaba oscuro.  No iba a saberlo, no iba a saber cómo había llegado ahí. Recordaba dolor, quizás una caída, un golpe. Sufrimiento, y después, nada. La oscuridad. Empezó a respirar más pausadamente. Quería ordenar las ideas. De nada servía tratar de recordar por qué se encontraba en aquella caja, cómo había llegado hasta allí. Vislumbró una minúscula rendija por la que entraba un pequeñísimo haz de luz. Estaba en el exterior, de haber sido enterrado nunca entraría aquella luz. No era luz artificial, era luz de sol. Entonces sintió por primera vez el calor. Escuchó. No oía nada. Su cabeza empezó a acompañar a la respiración y pudo pensar con mayor precisión. Tenía que salir de allí, y además se convenció de que así haría. Seguía todo oscuro, seguía atrapado en aquel nicho, seguía faltando el aire, pero entonces dejó aquello atrás y dio una patada a la tabla que le franqueaba más allá de los pies. No cedió. Su pulso se aceleró. Repitió el movimiento. Nada. Apenas se agitó la caja. Varios golpes más le cercenaron el ánimo. Era posible que no saliera jamás. Estaba bajo presión y en un momento dado dejó de ver la rendija a través de la que se colaba la luz. La respiración se volvió a acelerar. ¿Por qué estaba allí metido? Se quedó quieto un instante, no hizo nada, se habría dado por vencido, se habría abandonado si no hubiera sido porque supo en ese preciso instante lo que le importaba salir fuera, ver y entonces probablemente entender, sentir. Quería vivir, y sin ser muy consciente de cómo, su pierna percutió de una forma que no había hecho antes. Entonces la tabla cedió. Cuando la ola de luz inundó el pequeño cubículo en el que se encontraba lo supo. Había mirado hacia delante. Había merecido la pena.