martes, 24 de julio de 2012

#09 BATALLA DE HIERRO



La tenía delante como una atalaya garante de las obligaciones ajenas. Cual torre de autoridad, dispuesta a cualquier acción en su contra en caso de rebelión. Infundía miedo. Qué digo miedo, pavor, con ese cruce de brazos y el permanente ir y venir de su dedo índice sobre el bíceps. Sólo reparaba en sus abultados brazos cuando se veía en situaciones como ésa, que sin ser frecuentes sí que se producían mucho más de lo que a él le gustaría. Analizó posibles escapatorias laterales, o un enfrentamiento frontal. De un salto podía llegar a la altura de sus ojos y hacerle frente con un grito seco. Correr sin mirar atrás. Liberarse de las ataduras a las que en ese momento estaba sujeto, como una tortura, un destino cruel que le perseguía cíclicamente y al que no conseguía acostumbrarse. Uno nunca se acostumbraba a esas cosas.

Henchido de frustración y rabia descartó la huida, no en vano el espacio estaba cuidadosamente estudiado para evitar el tipo de rebeliones que rondaba por su cabeza. Si por un momento pudiera distraer al ser opresor que le miraba fijamente, podría aprovechar el descuido para en un ejercicio de escapismo digno de los mejores ilusionistas, desaparecer y resguardarse en su trinchera. Qué va. Aquello no tenía visos de arreglarse por medio de la fuga. Aún consciente de su ruin destino, aun asumiendo la proximidad de su derrota, no cejaba en el empeño de liberarse de una vez por todas. Un ser humano nunca debiera ser sometido a tanta presión.

Negociar. Ahí estaba la solución. Alguna vez lo había intentado, pero su interlocutora, lejos de las posturas amables y cercanas de otras situaciones, rara vez se dejaba embaucar a través del diálogo cuando se encontraban en estos lances. Porque la idea que en ese momento él barruntaba como negociación no era sino librarse de aquella aterradora situación mediante un ejercicio de demagogia. Incluso aunque fuera un poco indigno y mancillara su amor propio se podía recurrir a la pena. Todo valía. Al fin y al cabo no había testigos, y aunque eso reforzaba la posición opresora de la que se erigía como su carcelera en ese momento, ofrecía la ventaja de que cualquier bajeza que pudiera afectar a su imagen pública estaba bien protegida por la privacidad de la situación.

No podía ser tan complicado. Ya lo había probado otras veces, si bien es verdad que con dispar resultado. El agobio empezaba a ser demasiado intolerable para su joven corazón que palpitaba sin descanso a una cadencia más rápida de la que recomendaría cualquier matasanos, el cual por cierto se alienaría en esta circunstancia con el poder, es decir, con ella. Empezó a mirar nervioso de un lado a otro, ya no sabía qué hacer. ¿Diálogo?, ¿fuga? No sabía cuánto había transcurrido en esa situación, había perdido la noción del tiempo, sus pensamientos se agolpaban unos sobre otros e intentaban escapar con el mismo ansia con el que deseaba hacerlo él. Se acabó. Había que actuar, ya estaba harto de aquella represión, imposición y maltrato. No aguantaba más. Agarró con fuerza el mango. Sus puntas, hasta ahora limpias, le parecieron brillar a modo de señal. Aunque le sudaban las manos y tenía la garganta seca se armó de valor, alzó la mirada, fijó la vista en la de su guardiana particular, y se dispuso para la lucha final.

-     No pienso…

Pero no pudo terminar la frase. A modo de sentencia lapidaria y presagiando lo que irremediablemente iba a ocurrir en los siguientes minutos su madre le espetó:

-     Que te comas las espinacas ¡ya!

miércoles, 18 de julio de 2012

#08 ENTREVISTA CON UN ESPÍA



Nota: Debido a las vacaciones de nuestro ilustrador habitual nos hemos visto en la obligación de plagiar malamente lo que él suele hacer fastuosamente. Disculpad nuestra torpeza, pero nosotros somos más de darle a la tecla. Sirvan estas disculpas para la semana que viene también :-)


No recuerdo que nadie me dijera nunca que ser espía era sencillo. Si acaso al contrario. Empezaré diciendo que mi nombre es Juan Pérez. Como es de suponer, no es mi nombre real, pero tampoco se aleja demasiado, en cuanto a sencillez y vulgaridad. Cómo me gano la vida es una pregunta difícil de contestar, podría decir simplemente soy espía, pero ni es tan simple, ni realmente me considero un espía. O mejor dicho, no me considero el espía de la tele o el cine, ése que tiene una doble vida al estilo Arnaldo en Mentiras arriesgadas. ¡Ojalá! ¡Qué más me gustaría a mí que tener una mujer e hijos a los que tener engañados un tiempo haciéndome pasar por vendedor de seguros con frecuentes viajes de "negocios" al extranjero! Pero mi realidad dista algo de ese innuendo para adolescentes. Sí, estoy soltero, no puede ser de otra manera. En mis desvelos me pregunto si se debe a mi profesión o puramente a mí mismo y mi forma de ser. Vivo solo en un pisito reducido del centro. ¡Pero eso tiene mucho encanto! dirán algunos. Les daría la razón si no fuera porque mi apartamento es el semisótano del inmueble, y no él ático de tres dormitorios en el que vive esa feliz pareja con hijos, perro, terraza y vistas a la sierra. Las vistas de "mi casa", que ni siquiera es mía, se ciñen a la ropa tendida de los vecinos por el patio interior y los zapatos y calcetines de los viandantes por la fachada principal. He de reconecer que cuando pasa un perro, es posible que lo vea en su totalidad, lo cual a veces es un desahogo. En las pocas ocasiones en que he logrado meter a una mujer en mi cubículo infernal -por lo de la cercanía con el submundo- la mayor parte ha sido billetera repleta mediante, y el resto no pasaron de lo que yo llamo el hall de entrada. Las entiendo, a mí me dan ganas de llorar a veces cuando regreso a casa y quien me recibe son las crecientes humedades y sus abrazos de moho. ¿Que por qué sigo ahí? ¡Qué curiosa pregunta que me he hecho un millón de veces sin hallar más respueta que mis hombros alzándose! No tengo muchas opciones. He barajado la opción de compartir piso con estudiantes, pero no soporto mis propias manías como para soportar las de unos adolescentes que funcionan a base de ataques hormonales. Podría volver a casa de mis padres, pero por fortuna para todas las partes, ellos están criando ya malvas. Salí de allí hace cinco años con el equipaje cargado de broncas interminables y heridas abiertas. Nuestra convivencia fue insoportable desde el día en que nací. Ni ellos estaban dispuestos a ceder, ni yo a  que no lo hicieran, así que a la más pequeña oportunidad me fui. ¿O me echaron? Tanto da. Fue una buena decisión en cualquier caso.

Creo que, a lo que preguntas, ignoro de cabo a rabo lo que implica en términos generales ser espía. Yo sé lo que implica para mí: recibo instrucciones, las sigo como el que sigue el manual de instalación de una lavadora, cobro por ello -una miseria, dicho sea de paso- y me vuelvo a mi agujero. Ya ni recuerdo cómo entré en este asunto. Sólo recuerdo que una noche infame de borrachera se me acercó el tipo al que sólo he visto una vez y con el que hablo cuando él llama, y me convenció. Es harto probable que cualquiera me habría convencido de ir hasta el mismo averno esa noche por muy poquito. De hecho ahora creo que habría preferido esta segunda opción. Y lo habría hecho gratis. Algo me hace pensar que el averno es mucho mejor que esta historia de película, pero de terror, no de acción, en la que vivo.

Seré franco: la mitad de la culpa de verme donde me veo reconozco que es mía. Es muy agradable que te endulcen los oídos cuando llevas a cabo un trabajo, aunque esto suceda de tarde en tarde. Al principoio te sientes importante porque crees que lo que haces te llena y ayuda al bien común. Eres consciente de que no hay tal bien común y que tienes algo agarrándote por los huevos al tiempo. En resumidas cuentas, no hay salida. En noches de luna llena, crees que el horizonte es muy amplio y que las opciones son muchas y variadas, pero cuando amanece el espejo te sigue gritando que eres el mismo perdedor de la noche anterior. Tú mismo escaparías si no fuera porque sabes que ya formas parte de ese algo que conoces a trocitos y que no te gusta. Sé cosas que habría preferido no saber en la vida. Conozco historias y a personas muy íntegras a las que he podido advertir, pero que no me habrían creído. Estoy metido en el fango lo suficiente para no poder salir. Y me tengo que conformar, porque mi espejo me dice la verdad. Ni gusto, ni me gusto. Así es mi vida. Soy Juan Pérez, el espía. El que te cuente otra historia miente.

martes, 10 de julio de 2012

#07 NOVENTA DÍAS



Noventa días. Con sus noches. Con sus horas. La había estado viendo cada mañana escondido tras la ventana del altillo, ocultando más su ansia por decirle algo que su cuerpo tras aquel parapeto.

Salía del portón de su casa, siempre vestida de manera sobria, como lo hacen los que no piensan en la estética sino en la comodidad. Pero para él cada uno de esos vestidos, cubiertos por finas chaquetas de hilo los primeros días y descubiertos según pasaban las semanas, le parecían dignos de un ajuar real.

Sujetaba ella  la enorme puerta para que su padre sacara el carro en el que habían depositado los helados para vender en la plaza, siempre con el mismo gesto, con una alegría que él consideraba inalcanzable a esas horas de la mañana. Y se fijaba en su piel, teñida por el sol y brillante hasta acusar los destellos en su mirada furtiva.

Noventa días que esperaba cada año desde hacía mucho, siempre con el temor de no volver a verla. Siempre pensando que quizás algún día dejara de salir, fiel a su cita con la mañana, con su mirada escondida, con los helados de su padre. Pero ella siempre aparecía, y una vez doblaba la esquina y ya no podía observarla desde su atalaya, dejaba pasar las horas. Dos. No cambiaba sus rutinas antes de salir a la calle y simular un paseo despreocupado por las calles aledañas a la plaza. Se apostaba en los soportales para ver cuándo quedaba el carro al descubierto, y entonces, como cada uno de los noventa días que duraba el cortejo unidireccional que había puesto en práctica cuando eran sólo unos niños, se acercaba, daba los buenos días y pedía un helado de sandía, de los del fondo, de los que ya alcanzaba mejor que cuando adivinó la posibilidad de observar todo su cuerpo doblado sobre el carrito, estirándose para alcanzar lo que para él no era sino la excusa de un amor incondicional.

Entonces hacía lo posible por mantener la compostura entre la sonrisa educada de ella y el roce de sus manos que intentaba prorrogar hasta lo que le parecía un tiempo infinito, regalándose una prórroga en el pago, nunca el precio exacto, siempre esperando las vueltas para sentir su mano e imaginar un paseo cogiéndola con suavidad.

Y ya. Sabía que tras aquel hasta luego había consumido un día más de aquellos noventa, a modo de una cuenta atrás invivible pero insustituible, en el que lidiaba con una pasión escondida de la que nunca había sentido el valor de escapar para arriesgar y probar suerte. La amargura de su interior contrastaba con el dulzor de aquel helado que antes de salir de la plaza por los soportales le recordaba los gestos de ella, el roce de su mano, el tacto de su piel.

Ella levantó la vista del carro, lejos de la mirada de los clientes observó como él se marchaba con el helado de sandía que le pedía cada día y que ella colocaba al fondo para marcarle un camino que sin saber por qué él nunca se decidió a tomar. Y supo que había pasado estéril un día más de otro verano.


martes, 3 de julio de 2012

#06 AZUMI


Azumi estaba de pie sobre el tatami. Una única luz proyectaba un círculo titilante a su alrededor que la envolvía como un halo. Imaginó que estaba sola, así la concentración sería más profunda. La audiencia no era grande, pero muy especial esa noche en aquella casa de té. Tres fuertes empresarios y dos políticos. Además del resto de acompañantes. Azumi respiraba profundamente sin que se percibiera cómo el pecho se le hinchaba para luego dejar marchar el aire de nuevo por su nariz. Se concentró en todos los días que había dedicado a ensayar aquel número, en todas las horas del día que había dedicado a maquillarse, peinarse y vestirse. Aquel día estrenaba. Estrenaba kimono y espectáculo. El kimono se lo habían regalado esta vez. Era en tonos grises y con una nube bordada en la espalda. La actuación era completamente propia y sería un estrepitoso fracaso o un auténtico éxito. No iba a haber lugar para medias tintas. Se agachó todo lo despacio y grácil que el kimono le permitía hasta apoyar las rodillas sobre el tapiz, la mirada clavada en sus propias manos. Alargó la izquierda para coger con delicadeza y firmeza a la vez el shamisen  y colocarlo sobre sus piernas y la derecha para sujetar el plectro. Abrió completamente los ojos y los dirigió a su exquisita audiencia, posando en cada uno de ellos suavemente la mirada para luego colocarla finalmente en la pared del fondo de la estancia a media altura. Torció imperceptiblemente la cabeza y esbozó su mejor sonrisa mientras su mano derecha comenzaba a dar vida a las tres cuerdas del shamisen, y la derecha, como una autómata, deslizaba y pulsaba los dedos en el sitio oportuno del mástil. Un pausado ritmo de deliciosas notas fue invadiendo la estancia. El cuello de Azumi apenas se movía acorde a la cadencia de la música, pero seguía sin duda el ritmo, y su sonrisa daba credibilidad a la dulzura de los sonidos que al llegar a las paredes rebotaban o se perdían. Una melodía acolchada inundó los oídos de los presentes embarcándolos en el mismo bello paseo por el bosque que Azumi daba, haciéndolos mecer los párpados hasta casi cerrarlos, pero no del todo para no perderse la figura que les evocaba tales sensaciones de placidez. Un murmullo nasal salió de Azumi acompañando y elevando los pies de los paseantes hasta que todos tuvieron sensación de ingravidez. Aquello duró apenas dos minutos, pero su intensidad y continuidad lo hizo considerablemente más largo a la sensación del espectador. Una última nota quedó mantenida en el aire y Azumi recitó:

Vida en todos los vientos
que hace se mezan
las ramas en los árboles.

La siguiente pulsación sobre las cuerdas aumentó en intensidad y agilidad. Y a medida que la melodía se aceleraba, se aceleraba igual el balanceo del cuerpo de Azumi sobre sus rodillas. Lo que los presentes pudieron comprobar era que en aquel momento la persona que tenían frente a ellos y que les había transportado a un amable bosque, ya no sonreía, y su balanceo se incrementaba acorde al compás de la música que el  shamisen repartía por doquier. Aquel haiku, que había resultado tan hermoso, parecía haber sido la orden de que se desatara un vendaval y una estrepitosa tormenta. Los árboles de aquel bosque comenzaron a moverse al ritmo de Azumi, y los rayos y relámpagos caían cuando la intérprete golpeaba con fuerza las tres cuerdas. Apenas los espectadores comenzaron a sentirse inquietos, un último golpe de plectro cayó sobre la caja del instrumento y Azumi se arrojó inconsciente de espaldas al suelo. La audiencia casi pudo notar cómo ellos también caían y al golpearse con el tatami recuperaban la conciencia de dónde se hallaban en realidad. La estancia quedó entonces en silencio. Treinta segundos. Azumi en el suelo. Los invitados en sus sitios con los ojos muy abiertos y las manos fuertemente apoyadas en el suelo. Un minuto. Uno de los políticos comenzó a aplaudir sin mudar la expresión de su rostro, primero lenta y suavemente. Luego más rápido y fuerte. Azumi abrió entonces los ojos y se incorporó despacio hasta ponerse de pie. Y sonrió y saludó. Entonces todos los demás imitaron a aquel que fue el primero en entender lo que había pasado, o que simplemente había disfrutado. Los ojos de Azumi brillaron entonces de emoción.

Al abrirlos del todo, Azumi vio su reflejo en el espejo de la pared de su dormitorio. Su pelo estaba completamente despeinado y el pequeño roto de la rodilla de sus vaqueros se había convertido en una raja que iba de lado a lado. La geisha se había ido. Su madre golpeó la puerta y entró.

-¿Estás bien, Laura? He oído un ruido.
-Sí, mamá – contestó ella. –Estaba ensayando.
-¡Ah! Hija, qué cosas más raras haces últimamente.
-No te preocupes, mamá. Cuando me inyecte droga en los ojos te lo haré saber.
-¡Qué tonterías dices! Anda, que vamos a cenar ya.
-Voy.