miércoles, 26 de marzo de 2014

#95 DEBÍA DE SER ALGUIEN



Estaba sentado delante de la mesa. Su mirada clavada en el teléfono. Era uno de éstos antiguo, negro, con un dial para marcar los números y que dejaban escuchar un traqueteo mientras volvía a su sitio. Miraba el teléfono fijamente. Un cigarro entre los dedos y un cenicero lleno de colillas delataban el tiempo que llevaba en guardia. La otra mano sujetaba una cara en la que más que preocupación se apreciaba expectación. Sonará. Querría que sonara. Quizás suene. El reloj de pared que había enfrente de él se movía con una cadencia inusualmente lenta.

Encendió otro cigarro. Sonará. Querría que sonara. Quizás suene. Esfuerzos había hecho para poder descolgarlo y escuchar lo que estaba esperando. El periódico del día anterior estaba abierto por la noticia del número de parados en el país. Cifra récord decía. No prestaba atención al periódico. La vida no era estadística, y las personas no eran números. Había que estar en el momento adecuado en el sitio correcto. Mirar al frente y lanzarse. No dejaba de mirar el teléfono.

Sonará. Querría que sonara. Quizás suene. Pero seguía sin sonar. El paquete de tabaco estaba casi vacío, como lo estaban sus esperanzas. Se miró al espejo del salón. No le gustó lo que vio. No estaba hecho para tensas esperas. O quizás sí. Había que estar en el momento indicado, si no te podías convertir en un frío dato de periódico.

Apagó el último cigarro. Las sombras que entraban por la ventana le hacían sentir un escalofrío que nada tenía que ver con la temperatura. Sonará. Querría que sonara. Quizás suene. Se levantó a por un vaso de agua. Lo primero que bebía en toda la tarde. En el camino a la cocina no dejó de mirar de reojo el teléfono. Volvió al salón y verificó la clavija del teléfono. Estaba bien. Descolgó con mucha rapidez para volver a colgar, justo el tiempo necesario para comprobar que daba tono.

Echó mano del paquete de tabaco. Nada. Vacío. Miró la hora por primera vez y decidió que ya podía salir de casa, al menos el tiempo justo para comprar tabaco en el bar de abajo. Cerró la puerta sin llave y bajó por las escaleras de dos en dos. Justo cuando salía por la puerta del portal el teléfono negro sonó.


Debía de ser alguien.

miércoles, 19 de marzo de 2014

#94 OTRA TORMENTA




A pesar de que la tarde había sido soleada, el fuerte viento trajo a las nubes que rápidamente cubrieron el cielo. Enseguida cayó la noche y la tormenta tampoco tardó en llegar. Primero unas pesadas gotas de agua golpearon suelos, tejados y paredes. Y a continuación los primeros truenos. Al principio lejanos. Cercanos después. Las gotas de lluvia no tardaron en difuminarse y unirse unas a otras para crear una cortina espesa. Relámpagos iluminaron cielo y tierra a intervalos cortos. Sus broncos espasmos hacían  temblar los cristales de las casas. Los niños lloraban y las mujeres miraban con celo hacia arriba. Los hombres agachaban sus cabezas y trataban de pensar en otras cosas. Los primeros rayos crepitaron en el cielo dibujando rectas torcidas. Lejos. Y cerca. Golpearon los primeros en los solitarios árboles de las praderas y los pararrayos temblaban por el viento y el temor. Algunos hicieron su trabajo cuando las fuertes sacudidas de luz y electricidad les alcanzaron. Otros murieron en acto de servicio. Inevitable ante enemigo tan decidido. Los charcos de las calles al crecer se unieron unos con otros y se dirigieron al mar en creciente velocidad, llevándose consigo todo lo que pudieron agarrar. Tiraban de los troncos  de los árboles, de los postes de teléfono, de los carteles de las paredes de los cines. Los arañaban a todos ellos con sus húmedas y duras garras.


Dos horas duró el Apocalipsis para algunos, para otros fue eterno. Para los menos, apenas fue una de tantas tormentas que ya habían vivido y vivirían más veces. Las nubes se retiraron tras la lluvia y el viento amainó. Los niños abandonaron el llanto y durmieron en paz. Las mujeres dejaron de mirar al cielo y los hombres alzaron los ojos entonces para ver el estrellado firmamento y asegurarse de que aún permanecía allá. Allá. Allá.

miércoles, 12 de marzo de 2014

#93 MARIE




Marie consiguió una beca para estudiar en la Université de Genève. Dedicó todo su bachillerato y primeros cursos de Ciencias a profundizar en el campo de la genética. Antes de terminar segundo publicó un artículo en el Animal Genetic Resources, y un año después publicó su primer libró basándose en ese artículo. Su juventud, logros y evidente pasión por la genética la pusieron a la cabeza de la lista de solicitantes de esa beca en Suiza. Así que no había terminado el mes de agosto cuando se despidió de sus padres y hermano pequeño y, arrastrando su maleta, salió hacia el aeropuerto.  Durante el vuelo quiso imaginar su versión de Ginebra. No la de cientos, miles de personas que habían expuesto sus opiniones y fotografías a lo largo y sobre todo ancho de Internet, sino lo que ella creía que sería Ginebra para una chica de veintitrés años, sin la carrera terminada, saliendo sola de debajo de las alas de papá y mamá para investigar el mundo. Esto último casi tenía más importancia que la propia genética por la cual y a la cual, irónicamente, agradecía sus éxitos en la vida. Ginebra al final resultó ser bastante parecida a lo que ella imaginó. Por lo tanto, no resultó ser una sorpresa, ni para bien ni para mal. La ciudad, a pesar de su modernidad, estaba muy estéticamente anclada en La Ilustración. Distinto. Bonito. Antiguo. Europeo. Por sus calles había de todo tipo de gente, pero por destacar algo teniendo en cuenta su condición, Marie vio mayoría de estudiantes ausentes y concentrados en sus propios estudios durante el día, y despistados y muy ocurrentes  por las noches en determinados bares después de determinadas cervezas. Durante un año entero Marie formó parte de todo aquello hasta que la beca tuvo fin, lo cual le hizo retornar al lugar de donde había partido y ocupar su lugar familiar junto a su hermano y sus padres.

Marie se quedó embarazada en el último curso de instituto. Quiso abortar, pero no lo consiguió. Lo que sí había conseguido unos meses antes fue un trabajillo en el MacDonald’s limpiando suelos, baños y papeleras. Casi consiguió también que les diera un infarto a sus padres cuando se enteraron. En la peluquería, una señora le dijo: “Chica, no sé cómo puedes llevar así de bien lo de tu hija”. “No sé de qué me hablas”, contestó ella. “Pues qué va a ser”. Y se lo confirmó su propia hija cuando al llegar a casa se lo preguntó abiertamente. El padre, un chaval de la clase. Trabajaba por las noches en una gasolinera. No tenía más familia que un hermano mayor que hasta el siguiente año seguiría siendo su tutor legal. Marie, ante el estado de nervios y frustración de sus padres, antes de que acabara el mes de agosto, hizo una maleta con algunas de sus cosas y se fue a vivir a casa del padre de su futuro hijo. Su madre hizo limpieza en el dormitorio de su hija como si nunca hubiera existido ésta y enseguida le dio otro uso, que la casa no era muy grande y falta le hacía el espacio. Por lo que ella a respectaba, nunca tuvo una hija. Y así se lo hizo saber a cada persona que durante los siguientes meses le preguntaba por ella. Marie y su chico se cuidaron lo mejor que supieron. Ella trabajó hasta casi el final del embarazo. Los amigos les fueron consiguiendo ciertas cosas que pensaron necesitaría el bebé. El día del parto llegó. Hubo complicaciones en el quirófano y el bebé nació muerto. Los padres volvieron a casa a los dos días con los brazos y las almas vacíos. Durante unos pocos meses se echaron en cara la muerte del bebé, la inseguridad que sentían y la pobre vida que llevaban. Coincidieron al fin en que lo mejor sería separarse y cada uno siguiera por su lado. Sin el bebé ya nada les unía. El padre de Marie abrió la puerta cuando ésta tocó el timbre. La abrazó y la dejó entrar. No hablaron pero se lo dijeron todo. Marie volvió a ocupar su dormitorio y su lugar familiar junto a su hermano y sus padres.

Lo cierto era que ninguna de aquellas historias sucedió. La realidad fue que a mediados de agosto la chica se ausentó de su casa. En ella quedaron su hermano y sus padres. Tampoco se llamaba Marie. ¿Tal vez María? ¿Lucía? Una incógnita. Todo el otoño, invierno y primavera siguientes el dormitorio estuvo desocupado. Las cortinas que siempre habían permanecido cerradas ocultando el interior de la estancia ahora dejaban ver los muebles y el espacio vacío que la chica había dejado. De vez en cuando un tendedero portátil aparecía y desaparecía a los dos días. Algunos indicios de que allí estuvo la chica se veían desde mi ventana: un peluche, un póster de no sé qué famoso. Entonces se veía todo sin el telón opaco que impedía que se la viera a ella cuando permanecía despierta con la luz encendida hasta las cuatro o cinco de la mañana. Un día las cortinas volvieron a cerrarse y la luz volvió a encenderse hasta altas horas de la madrugada. Ella había vuelto a ocupar su lugar familiar junto a su hermano y sus padres. ¿Dónde estuvo todo ese tiempo? Nunca lo supe. Cada vez se me ocurrió algo distinto.



miércoles, 5 de marzo de 2014

#92 VIOLENCIA



Violencia. Pensaba en ello mientras en sus ojos se reflejaban las llamas detrás de aquel contenedor volcado. En su mano una botella con la mezcla precisa de gasolina y jabón. Y un trozo de trapo a modo de mecha. Detrás de la improvisada barricada un tropel de militares guardaba celosamente a su amo. Le protegían de una masa enfurecida que no acababa de entender cómo podía tener precisamente eso, una guardia pretoriana a su servicio, cuando no dejaban de ser parte del pueblo que él mismo estaba esquilmando.

Le temblaba la mano. Violencia lo llamaban. Violencia era despojar a un pueblo de su ser, violencia era arrojar a las familias a la miseria. Un contenedor ardiendo no era sino la consecuencia lógica de aquel desmán. Sus ojos brillaban en una película de lágrimas que no terminaban de desbordarse. Y ahí se podía contemplar la miseria, la indignación, las dudas. Pero también la firmeza, la resistencia, el ansia.
Hacía días que estaban acampados delante del palacio presidencial. La chispa prendió con las nuevas tasas universitarias. Una medida más de las que se venían tomando desde hacía meses y que habían arrojado a la cuneta a miles de ciudadanos de clase media y baja, generando una población mísera y sin esperanzas. Pero todo cambió cuando el cacique que se parapetaba detrás de los muros de aquel edificio metió mano a la población universitaria. En la práctica convertía los estudios universitarios en un privilegio, privando a gran parte de ellos de la posibilidad de finalizarlos.

Carla era una de ellas. Llevaba tres años compatibilizando la carrera de ciencias políticas con un trabajo de mierda en un bar de copas. Había aprendido a estirar las noches acortando el sueño para sacar adelante las asignaturas. Sabía que terminar la carrera sería el punto de inflexión en su familia, donde generación tras generación se habían visto abocados a empleos precarios y mal remunerados, por falta de titulación. Pero ahora, con la espalda pegada a aquel contenedor, el futuro era tan gris como ese humo que se alzaba de las barricadas. Un intenso compromiso social y de lucha habían precedido a aquel día, a ese momento en el que asía una botella explosiva. Antes manifestaciones, charlas, encuentros y asambleas. Pero nada había servido.


Violencia lo llamaban. Truncar los sueños es violencia. Empujar a la pesadilla es violencia, pensó. Y Carla quería seguir soñando. Se alzó sobre el contenedor con la cara tapada, y en un gesto casi ceremonioso prendió el trapo que hacía de mecha y, con todas sus ganas, arrojó la botella ardiendo contra el cordón militar. A Carla no la despertarían porque ella quería seguir soñando.