miércoles, 28 de mayo de 2014

#104 CASI ANOCHECIDO



Apoyado en una señal de tráfico, miraba al cielo y pensaba que aún era pronto para estar en aquellas condiciones. El sol no se había puesto del todo. Aunque se consoló diciéndose que en algún lugar no muy lejano sería noche cerrada. Y profundizó más aún cuando llegó a la conclusión de que en una parte de su corazón siempre era de noche. Anocheció hacía ya dos meses y no había vuelto a amanecer desde entonces. Detrás de sí oía el bullicio que se empezaba a formar en la puerta del bar del que acaba de salir o al que quería entrar. Ya no sabía bien. Pero tampoco le importaba demasiado. Rectificó: no, a ese bar no, que ya hay demasiada gente. Deambuló unos cientos de metros arriba y abajo de la calle sin decidirse. Cuando uno de los locales le pareció adecuado se dirigió a la puerta.

―No. Fiesta privada.

El tipo que le hablaba parecía no tener fin ni a lo alto ni a lo ancho. Se le abrió la boca para comenzar con una dialéctica igual de infinita que el propietario de la mano que le detuvo el paso, pero no salió una sola palabra. Frustrado siguió su andar hacia algún otro sitio.

―Parece que no estás muy fino hoy, ¿eh? ―. Esta vez la voz no resultó desconocida ni agresiva, y sin pensarlo, sus brazos sujetaron el cuello de su propietario. Propietaria, se dio cuenta casi enseguida.

―No, estoy perfectamente. Es sólo que no encuentro mi bar. He salido a tomar el aire y ahora no encuentro la puerta.

―Déjame que te lleve ―. La chica le puso un brazo alrededor del cuerpo y comenzaron a andar.

―Eres muy buena ―. Quiso decirle que se sentía tremendamente agradecido de que le llevase de vuelta a su lugar de reposo en la barra de cualquier tugurio vacío. Y además que era tremendamente hermosa. Y joven. Si tuviera unos años menos y un estado de ánimo más alegre, intentaría trabar amistad con ella. O algo más.

―¡Claro que sí! También soy tremendamente hermosa, joven y ligarías conmigo si fueras más joven. O estuvieras menos borracho.

¿Borracho? ¡De eso nada, monada! Casi se enfadó, pero no tenía fuerzas. Y menos aún ganas en ese momento. Además, la puerta a la que se acercaban le llamó tanto que prácticamente se soltó de su báculo y entró. Conocía tan bien aquel sitio. Lo primero que hizo fue coger una cerveza. Luego se dirigió dando tumbos al cuarto de baño donde orinó largamente. Al salir se dejó caer de bruces. Por suerte la cama lo estaba esperando con los brazos abiertos. Su acompañante entró en la cocina y cerró la nevera. Luego apagó la luz del cuarto de baño. Se acercó a la cama que arrullaba ya en su seno a su dueño. Le quitó los zapatos y le echó la manta por encima. Cerró con cuidado tras de sí la puerta de su propio dormitorio y buscó directamente en el corcho una foto que ella misma pinchó hacía poco más de un año. Ella, en el centro de la imagen, abrazaba a su padre y con el otro brazo rodeaba a su madre.

―¡Ay, mamá! Desde que te fuiste no levanta cabeza. Cualquier día de estos se me pierde de verdad ―. Y besó la foto―. Hasta mañana.



miércoles, 21 de mayo de 2014

#103 LA SONRISA DEL JABALÍ



África es un continente muy grande. En ese continente hay un país llamado Tanzania, cuyo nombre viene de un lago que se llama Tanganica y de una gran isla llamada Zanzíbar. En ese país hay un antiguo volcán que duerme tranquilo desde hace muchos, muchos años. Se llama el Ngorongoro. En su cráter viven innumerables especies animales. Jirafas, rinocerontes negros, búfalos, avestruces… y facóceros. A los facóreros también se les llama jabalís verrugosos por unas verrugas que tienen en la cara.
Hace mucho tiempo estos jabalís no sabían sonreír, y esto preocupaba al resto de los animales que les hacían compañía en el cráter del volcán. Cada noche, cuando el sol se ponía por el oeste, todas las especies se juntaban en una pequeña charca que había en el cráter. Allí se contaban lo que habían hecho durante el día, si habían salido en muchas fotos de turistas, si el sol había sido muy intenso, si habían tenido algún problema con los monos… Los monos se pasaban el día molestando a los demás animales, les quitaban comida, les tiraban del rabo… Y aunque durante un ratito hacían gracia, terminaban por cansar al resto de los animales.
Cuando terminaban de contarse la jornada, empezaba la parte animada de la noche. Hacían bromas y todos reían. Todos menos el jabalí. El jabalí no sabía reír, ni siquiera había esbozado nunca una sonrisa. Todos le preguntaban si estaba triste, y él siempre contestaba lo mismo. Que no, que no estaba triste, pero que su cara era así. Que no sabía cómo se hacía eso de sonreír. Su amigo el suricato hacía grandes muecas delante de él. Estaba seguro que en algún momento, sin darse cuenta se le escaparía una sonrisa. Pero no.
El jabalí empezó a pensar que nunca sabría lo que es sonreír, y aquella noche la tristeza le invadió de verdad. Dejó al grupo y se marchó solo, bordeando el cráter, hacia la zona de los monos, donde los pocos árboles que crecían en el fondo de aquel volcán dormido habían echado raíces. Las acacias apenas se veían con la poca claridad de la noche y fue junto a una de ellas que el jabalí se tendió en el suelo.
―¡Qué haces ahí tristón!
El jabalí se sobresaltó, no sabía de dónde venía la voz.
―Estoy aquí arriba. Tristón, que siempre arrastras esa cara triste.
Cuando el jabalí alzó la mirada vio al viejo babuino sentado en una rama, mirando de frente, como si nunca se hubiera dirigido a él.
―No estoy triste ―contestó el jabalí―. Aunque en realidad hoy un poco sí. Quiero poder sonreír, quiero que los demás animales dejen de pensar que estoy triste.

―Tienes que desearlo de verdad, pero sobre todo tienes que sentir la felicidad dentro de ti ―contestó con voz ronca el babuino.

―¿Y cómo sabré si estoy feliz? ―le preguntó el jabalí.

―La felicidad te acompaña siempre. Está dentro de cada uno de nosotros. Lo que pasa es que a veces la tapamos con ramas, ramas que vamos poniendo y nos impiden ver la felicidad que llevamos en el interior. Seguro que tu felicidad está deseando salir. Busca, pequeño jabalí, busca dentro y despeja las ramas que la ocultan, y verás cómo de pronto se te escapará una sonrisa y sentirás algo dentro, como un volcán. Pero no como éste en el que vivimos, dormido desde hace años. Sentirás una explosión, sentirás ganas de bailar y cantar, querrás sonreír allá donde vayas. No te preocupes, pequeño jabalí, que el día que despejes las ramas lo sabrás. Lo sentirás.
Cuando el jabalí miró hacia la rama el babuino ya no estaba. Se volvió a tumbar en el suelo mientras repasaba todo lo que acababa de escuchar. Era tarde, pero no tenía sueño y por alguna razón sentía que dentro de él algo estaba moviéndose. Pensó en sus amigos, los demás animales. Lo bien que lo pasaban en el cráter lejos de los depredadores que habitaban por otras partes de África. Hasta los monos le parecieron simpáticos. Pensó en el suricato, la compañía que le hacía, el esfuerzo que se tomaba por hacerle feliz. Andando llegó de nuevo a la charca de la que ya se habían marchado el resto de animales y se paró junto al agua. La luna se reflejaba el agua y proyectaba una claridad que gustó al jabalí. Se sentía bien. ¿Estaría quitando las ramas? Se miró en el agua y volvió a ver su cara tristona. Deseaba tanto sonreír…
El sol salió especialmente caliente a la mañana siguiente. El jabalí se había quedado dormido en la orilla de la charca y el calor le despertó muy temprano. Incómodo por el calor decidió buscar una acacia para seguir durmiendo. En el camino, el avestruz, que era muy madrugadora, se le quedó mirando con cara de sorpresa. Después el malhumorado rinoceronte negro dejó de dar vueltas sobre sí mismo cuando el jabalí pasó a su lado. No llegó a tumbarse debajo de la acacia cuando el suricato, con cara de sueño, llegó a su lado. Primero fue un grito. Después una carcajada.
―¿Qué pasa? ―preguntó extrañado el jabalí.
La risa no dejaba contestar al suricato y el caso es que al jabalí le entraron ganas de reír al ver a su amigo tan alegre.
―Ven conmigo ―le dijo el suricato mientras iba hacia la charca al tiempo que se secaba las lágrimas que le habían salido de tanto reír.
Cuando llegaron a la charca, el jabalí se asomó sobre el agua. Retrocedió asustado y se volvió a acercar. El reflejo que veía no era el mismo que la noche anterior. Dos colmillos a los lados de su boca dibujaban una enorme sonrisa en su cara. Entonces se dio cuenta que había despejado todas las ramas, que tenía ganas de cantar y bailar, que sentía ese fuego en el interior del que le había hablado el babuino.

Es por eso que desde entonces  los jabalís verrugosos tienen dos colmillos a los lados de su boca, porque un día decidieron ser felices, lo desearon con todas sus fuerzas y ya nunca más volvieron a parecer tristones.

martes, 13 de mayo de 2014

#102 Y COMIERON PERDICES



La noche que se conocieron, al abrigo de la oscuridad y empujados por el alcohol que aún seguían tomando, se besaron por primera vez. Y por segunda. Y por tercera. Habían salido con compañeros de trabajo. ¿O tal vez solos? ¿O no fue por la noche? Comenzaron una relación normal, convencional. Cada uno seguía viviendo en su casa y se veían algunas tardes. Los fines de semana los pasaban juntos en casa de él, porque ella aún vivía con sus padres. Procuraban coincidir en sus vacaciones o días libres y salir de la ciudad a conocer otros sitios o presentarse a amigos de otros lugares. Y eran felices así.

Con el tiempo se alquilaron un piso juntos y compraron un perro. ¿O fue un gato? ¿O un canario? Radiaban alegría porque tenían tantas cosas en común que ni ellos mismos lo creían. Así que el tiempo les llevó a comprometerse y se casaron a lo grande, en una iglesia preciosa con muchas flores, muchos invitados y mucha comida para agasajarlos. ¿O fue una boda civil? ¿O simplemente se hicieron pareja de hecho? Sus familias estaban también felices viendo felices a sus hijos. Familias normales, por otra parte.

En el trabajo les iba a ambos de maravilla en términos generales. Ella cambió de empresa para embarcarse en su propia aventura con éxito. Tuvieron un hijo. ¿O fueron dos? ¿O decidieron que no querían descendencia?

Un día él le contó a ella que tuvo un lío con una compañera. ¿Qué importaba quién había sido? ¿O fue tal vez ella la que se lió con su socio? ¿O simplemente hubo un ataque de celos por una de las partes o ambas?

La separación fue dolorosa, desastrosa, violenta, traicionera, con gritos, con insultos, con amenazas, con reproches. Todo normal y previsible.


Y siguieron con sus vidas, fueron otra vez felices y… ¿O…?

martes, 6 de mayo de 2014

#101 ÉRASE UNA VEZ



Ésta es la historia de un cuento que quería escribirse solo. Y se puso manos a la obra sin pensar en nada más que en el escenario y en los protagonistas. Sabía lo que quería contar. Pero fue empezar la primera frase y sentir que no sería capaz de terminarlo. Y se tiró a la papelera. Y volvió a empezar. Mismo escenario mismos protagonistas. Buscó un inicio ingenioso, rápido y contundente. De ésos que trata de enganchar al lector y retener su respiración. Pero no. El cuento no quería eso, quería ser una carrera de fondo. Puede que no a corto plazo. Pero tampoco quería rellenar folios y más folios. Y se volvió a lanzar al olvido en forma de bola de papel.

El cuento se paró a pensar. Quizás no lo había hecho antes con suficiente detenimiento. Fantaseó, divagó por los pasillos de los sueños, hiló y tejió, maniobró para darse forma. Continuó recorriendo ese camino llevado por la imaginación. Y con ansia empezó de nuevo su historia. Un párrafo. Tres líneas. ¿Cómo terminaría aquello? ¿Qué desenlace habría después de su punto y final? No lo sabía, y esa incertidumbre le bloqueaba para continuar escribiendo. Y se volvió a desechar. Sólo quería escribir su cuento, lo conocía, lo había pensado, soñado e incluso palpado. Pero no era capaz de desarrollarlo por miedo a lo que ocurriría después. Como si una suerte de epílogo, en el que no había pensado, por cierto, le impidiera construir su idea.


Sopesó abandonar. Al fin y al cabo no dejaba de ser un simple cuento al que cada día moldeaban a su gusto ésos que se llamaban autores, escritores, que lanzaban a través de sus líneas historias de otros, de nadie, de cosas, hechos, sucesos. Y el seguiría sirviendo para ello. Volvió a darse una vuelta. ¿Y si no importara el después? ¿Y si el epílogo es algo que podemos extender hasta convertirlo en la continuación de nuestro propio cuento? ¿Y si los cuentos no tuvieran fin? Pero entonces pensó que tendría que seguir escribiendo siempre, cada día, folio tras folio, a corto, medio y largo plazo. Dudó. ¿No trataba de eso el mayor cuento de todos? ¿No era lo que cada cual hacía con su propia historia? Pero no los autores, los escritores. No. Era lo que hacían todas y cada una de las personas que transitaban por su propio relato. Por su vida. Y sin percatarse el cuento empezó de nuevo a sentir, a soñar y esta vez a escribir. Empezó por el principio sin saber cual sería el final. "Érase una vez un..."