martes, 5 de mayo de 2015

#153 Y OTRA



Cerró los ojos para oír su voz y le pareció que aquella vez había sido la buena. El esfuerzo le había merecido la pena. Después de tres años de ensayos casi diarios, por fin podía decir que lo había conseguido, que había dado con su registro. El ritmo, la entonación, la vocalización. La interpretación. Todo había sido perfecto. Estaba satisfecho y su orgullo había engordado de golpe quince quilazos. Sonreía para sí y se daba palmadas en la espalda. Enhorabuena. Lo has logrado. Ha valido la pena tanto trabajo. Ya puedes considerarte un profesional. Mira todo el espectro de posibilidades que se abre ahora ante ti. Has dado el salto, se decía.

Javier se mantuvo en silencio hasta el final, como siempre hacía. Aquella vez no tomó ni una sola nota, lo que para Pedro no era sino un buen síntoma.

―Quiero oirlo otra vez ―dijo Javier.

Pedro comenzó a encogerse cuando vio a Javier sujetar el bolígrafo y empezar a garabatear después de cada una de las sentencias. No dio cuartel a ninguna. Incluso alguna la repitió dos y hasta tres veces. El orgullo de Pedro que había engordado tanto en la primera vuelta, se sintió amenazado en la segunda. Y llegó el juicio:

―La vocalización casi perfecta. Te has saltado tres sinalefas. “Me has vencido” es “me HAS vencido” y no “más vencido”. Y doscientos es “doSCientos”, y no “doCientos”. Y lo mismo con “treSCientos” y demás. Aquí, aquí y aquí se te pierde la voz al final. No has respirado bien, y eso es porque no te has marcado bien las pausas. Te has quedado sin aire. Hay un par de ruidos con la lengua, pero bueno, en cierto momento se podrían quitar. Te has ido fuera de tiempo. Es un spot de veinte segundos, tú te has pasado dos. Lo cual me lleva a tu interpretación. Para mi abuela estaría bien, pero como ves esto va dirigido a quinceañeros, así que más ritmo y sobre todo más alegría. Te ha faltado sonreír sólo todo el tiempo, Lo quiero más sonreído ―. Hizo una pausa―. Pero bien. Mejor que nunca. Te tendrías que oír cuando llegaste el primer día, la primera semana, el primer mes. Así que al micro otra vez y, ya sabes, ¡pásatelo muy bien!

Pedro se colocó delante del atril y con ganas de llorar plantó una sonrisa de oreja a oreja en su cara y ordenó:


―¡Lánzalo otra vez!

jueves, 30 de abril de 2015

#152 DESPEDIDA



“No quiero que esta carta suene a despedida, pero en el fondo un poco sí que lo es. Siento un ahogo insoportable, que me dura desde hace tiempo. Una losa cada día sobre mi cuerpo que me impide respirar. No he compartido mucho porque en mi constante búsqueda del equilibrio he sentido que era tarea mía. Y no lo he conseguido. Hace ya semanas que siento que el barco terminó de naufragar, y me hundí.  Intenté salir a flote pero no podía, cada día era un lastre que arrastrar por una vida hueca. Seguro que pensaréis que podía haber pedido ayuda. Sí. Pero ya os he dicho que era un asunto personal, que quería conocer mis capacidades para enderezar el rumbo. Por eso he optado por el camino fácil, porque el esfuerzo ya lo he hecho, ya he luchado, he batallado y he perdido. Y no me queda sino abandonarme, volar libre en ese espacio en el que nada importa, nada duele. Por eso quiero despedirme de todos, quiero agradeceros el esfuerzo de vuestra presencia y a su vez pediros disculpas. Sé que podréis pensar que no son formas, que seguro que había otra salida, que los problemas hay que afrontarlos. Que actué de manera egoísta. Lo sé, pero asumo este final de una rutina infame, asumo mi separación de vosotros como algo temporal, porque allá donde voy todos somos bienvenidos y algún día nos encontraremos en las alturas. No quiero extenderme más por no hacerlo más doloroso. Papá, mamá, gracias por todo. Y sí, lo sé, una llamadita al móvil habría estado mejor pero no tenía saldo. Me gasté todo el dinero en el billete de avión, me lo compré de un día para otro. Pues eso, que me voy al Tíbet, que paso del curro, que mi jefe es imbécil. Estaré en la ciudad de Nagqu, que está a 4.400 metros sobre el nivel del mar, así que si decidís venir a verme, como es mucha altitud traed una rebequita o algo. Os quiero. Jaime.”

Entre la estupefacción y el susto, y aun reponiéndose del disgusto que presagiaron con la lectura de las primeras líneas,  Paco miró a su mujer que se enjugaba las lágrimas.


―Que hemos hecho mal para tener un hijo tan gilipollas.

martes, 21 de abril de 2015

#151 BLOODY MARY



María se acercó a la puerta. Miró hacia a la parte alta y se hizo sólo una pequeña idea de cómo sería cuando entrara. Un hombre vestido con un traje caro y que hasta el momento había permanecido como una estatua sujetándose las manos por delante, le franqueó el paso. El hall de entada era enorme. Cuánto más lo sería el resto del sitio. Oía música actual, moderna. Se sentía algo nerviosa. Al atravesar las gruesas cortinas forradas de terciopelo, el volumen de la música aumentó considerablemente. Enseguida se hizo una composición del salón principal. Una barra que comenzaba casi enseguida se extendía hasta más o menos la mitad de la longitud del lateral derecho. En el lado contrario cortinas abiertas o cerradas daban paso a reservados. En el centro, a continuación de la mesa de recepción, mesas pequeñas esparcidas hasta casi el fondo, donde unas puertas se abrían y cerraban constantemente dando paso a camareros. María optó por la barra directamente.

―Buenas noches. Tienes cara de… un Mint Julep ―dijo el camarero.

―Vamos a esperar. Primero ponme un tequila.

―¿Matando nervios a martillazos? ¡Mala idea! Pero marchando…

En la barra había unas cinco o seis personas más. Seis, sin duda. Inmediatamente a continuación de ella un tipo alto y aparentemente fuerte daba coba a un whiskey. Después una pareja se magreaba sin complejos. Por último y casi al final de la barra, tres amigas reían con energía sosteniendo con dificultad quién sabe si el cuarto Dry Martini.

―Otro, por favor ―pidió María.

―Claro. Pero no te embales, no vaya a ser que no termines de disfrutar del todo tu primer cita.

―¿Cómo sabes que es la primera cita?

―Nervios, examen a todo el personal de la barra, mirada furtiva al reloj… muchos años de experiencia, cielo ―le sonrió el camarero―. Pero no te preocupes. Aparecerá.

―Sí, bueno. No estoy tan segura.

―Confía en mí ―y esta vez le guiñó un ojo.

―Otro, por favor.

Él entró por la puerta y miró la barra. Enseguida la identificó y se dirigió hacia ella. Se presentó: Sergio. Se disculpó por el retraso: accidente en la M-30. Pidió lo mismo que ella: tequila, para empezar. El camarero les ofreció la carta, pidieron y cenaron en la barra. Hablaron. Hablaron alrededor de una hora cuando Sergio sugirió llevarla a su hotel. Ella aceptó. Él pagó todo. El aparcacoches le entregó las llaves. En el primer semáforo el tipo grande del whiskey abrió la puerta del conductor y le sacó a la fuerza. Le metió en un coche patrulla y se lo llevó hacia comisaría. María por fin se relajó. Otra de las agentes de incógnito que estaba en la sala se le acercó y la abrazó. Por fin le habían cogido. Habían atrapado al tío que se había llevado por delante a quince chicas en los últimos tres años. María había dedicado mucho esfuerzo y muchas noches sin dormir para poder cogerle. Todas las pistas les habían llevado hasta él en aquel sitio, así que ella quiso ser el cebo. Encajaba perfectamente en los gustos del asesino. Realizó el informe correspondiente con la ayuda de su compañera. Paró un taxi y se dirigió hacia su casa. Pagó y comenzó a caminar por el parque hacia la puerta de la urbanización.

―Buenas noches, inspectora ―. La voz que escuchó le sonó tan familiar que no tuvo siquiera que girarse―. Siento darte una mala noticia: no habéis detenido al malo aún.

Aunque quiso correr, María no pudo. Los zapatos de tacón y los cuatro Manhatan además de los tequilas se lo pusieron muy difícil. Buscó rápidamente el spray de pimienta pero no lo encontró. Unos brazos fuertes la inmovilizaron y le taparon la boca.


―Se lo advertí, inspectora. No debía usted matar los nervios a martillazos. Si me hubiese pedido una tila, las cosas se habrían puesto más interesantes.

miércoles, 15 de abril de 2015

#150 GLOBOS



El anciano miraba alejarse el globo. A su lado el niño, de unos cinco años, con el llanto contenido apretaba los dientes lamentándose de la pérdida. Su madre andaba de charla con otras madres de otros niños, entre anécdotas infantiles y preocupaciones diarias. Preocupaciones de adultos. Jorge, el pequeño que añoraba ya ese globo rojo que ascendía sin remedio, no era capaz de entender cómo el nudo que le había hecho su madre, un nudo que retenía la cuerda del globo a su muñeca se había podido deshacer. ¡Se lo había atado su madre! Y su madre todo lo hacía bien. A ella no se le perdía el móvil, ni el bolso, ni las llaves del coche… ¿Por qué entonces se había deshecho su nudo?

El viejo con una media sonrisa en la boca le miraba con atención. Sabía que hay duelos en los que sobran las palabras, en los que la experiencia puede ser una línea más en aquella tabla infante y rasa. Se levantó del banco y fue al kiosco del parque. Al poco regresó con un globo amarillo, atado a un cordel. Se sentó al lado del niño que lo miraba entre la envidia y la duda.

Ahora sí, la sonrisa del viejo se pronunció.

―Trae la muñeca hijo.

El pequeño se acercó al viejo y le tendió el brazo.

―¿Cómo te llamas?

―Jorge ―dijo muy bajito el pequeño.

―Hola Jorge, yo me llamo Luis, y te voy a contar una cosa ―le dijo el viejo mientras anudaba el globo a la muñeca del pequeño Jorge―. Los globos son como las cosas que te van a ir ocurriendo en la vida. Las que te gusten mucho tienes que atarlas bien fuerte, y si alguien te ayuda a atarlas tú tienes que asegurarte de que no se escapan. No sólo vale confiar en un nudo, hay que fijarse a cada rato que el nudo sigue igual de fuerte que cuando decidimos que ese globo se quedaría con nosotros. Además tienes que saber que habrá globos que aunque te gusten mucho terminarán por escaparse, y los echarás de menos. Y vendrán globos nuevos que te gustarán, unos más y otros menos, pero que serán diferentes a los que volaron al cielo o los que seguirás teniendo en tu muñeca atados. Así que cuídalos y acuérdate de todos, de los más bonitos claro, pero de los otros también.

Jorge se levantó, mordió un extremo del cordel y con la mano libre tiró del otro, apretando más fuerte el nudo, sonrió al viejo y le dio un beso en la mejilla. No dijo más. Después se giró y corrió hacia el tobogán.


miércoles, 8 de abril de 2015

#149 VISITA AL MÉDICO



Cáncer. Con lo joven que era. Apenas acababa de empezar la vida como quien dice. Veinticinco. Pues sí, cierto era que algunas cosas había vivido ya, pero lo que le quedaba era mucho más. Lo cierto era que no era tanto lo acumulado, pero sí reciente. Hacía bastante poco había dejado la adolescencia atrás. Y de hecho aún le quedaban ramalazos de ella. Pero lo que le habría quedado por vivir si no fuera por aquellos golpes del destino… ¡Mierda de vida! ¿Qué le dirían? ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Cómo se lo diría a sus recién estrenados compañeros de trabajo? ¿Cómo lo encajarían sus padres? No era ley de vida que él se marchase antes que ellos. Ya imaginaba las lágrimas de su madre. ¡Ay, hijo mío! Y la entereza de su padre. Sé fuerte, hijo. ¿Y sus amigos? Pedro haría como si nada. O eso le haría creer, pero en realidad le cuidaría como el que más. No le dejaría caer en depresiones ni bajones de ánimo. A Alberto sí se le escaparía alguna lágrima delante de él. Era irremediable. Era más sentimental. Ya imaginaba las eternas horas de hospital leyendo y viendo la tele. Escuchando música y jugando con el móvil. Y otra gran parte del tiempo en que debería estar durmiendo la pasaría pensando y maldiciendo. Tal vez Lucía, que acababa de romper con él, se sintiera mal por todas las cosas que le había dicho. Verdades como puños, por otra parte. Pero tal vez cuando se enterara se sentiría con el deber de volver con él y estar de nuevo juntos los últimos días. Le encantaría poder enterarse de quiénes asistían a su entierro. Se imaginaba las caras de unos y otros, las palabras que le dedicarían. No quería ni pensar en que se fuera al hoyo delante de cuatro. No, qué va. Todos sus antiguos compañeros de colegio y universidad se enterarían. Sería un funeral multitudinario. No cabría la gente ni de pie en la parroquia del barrio. Tal vez no querrían ir todos al entierro. Lo entendía, aquello era un poco más triste. Agujero, caja dentro, paladas de tierra y un triste responso. Pero al funeral. No habría perdón para el que no asistiera y les diera el pésame a sus padres junto con unas breves palabras de elogio. Por suerte o por desgracia, sus hijos no estarían. No quería ni pensar en que hubiera tenido hijos que estuvieran presentes, pero por otro lado se lamentaba el que tuviera que irse sin haberlos conocido siquiera. ¿Serían dos? ¿Tres? ¿Uno? Lucía había comentado alguna vez dos, pero quién sabe. Total, acababa de dejarle. Sus compañeros de trabajo no darían crédito cuando se enteraran. Para que fuera más chocante no se lo diría a ninguno. Se enterarían cuando ya hubiera cerrado los ojos. Imaginaba la cara de su jefe y de los más cercanos. No es que disfrutara con la tristeza de los demás, pero era como si la cantidad de tristeza fuera directamente proporcional al aprecio que por él sentían.  

―Gases ―dijo el doctor.  

―¿Cómo dice?  

―Más fibra, zumitos de naranja y ejercicio. Por si lo necesitara ―. Y le extendió una receta―. Buenos días. ¡Siguiente!

miércoles, 1 de abril de 2015

#148 CALLE MELANCOLÍA



―Pues mira, chico, tienes que tirar por la calle de enfrente. La calle Descubrimiento, todo recto, es larga, no supone esfuerzo, llana. Una vez llegas al final entrarás en una rotonda de la plaza de la Compañía,  coge la calle Amor de Dos, y subiendo una pequeña cuesta enseguida te encontrarás con a la derecha con la travesía de los Sentimientos, adoquinada. Puedes ir por la acera izquierda que es más lisa y se hace más fácil. Pero tú eliges. Esta travesía hace esquina con la cuesta de la Complicidad, colorida y agradable que te llevará a las rondas Cotidianas, un paseo amable entre jardines, que puede parecer aburrido, chico, pero fíjate en los detalles y querrás volver a pasar por ahí. Al final de las rondas llegas a un callejón, Lances se llama la estrecha callejuela. Está llena de subidas y bajadas, así que lo mejor es que no te pares porque se acaba haciendo duro su tránsito. Ya te quedará poco. Desemboca en un cruce, la calle Olvido y la calle Tesón, yo cogería Tesón pero si tu destino es el que me has preguntado, coge la calle Olvido, sus edificios viejos y altos la hacen oscura y fría. Desemboca en la plaza de los Recuerdos que a su vez abre paso a un descampado lleno de escombros. Tendrás que fijarte en una valla oxidada y ahí reza el cartel de la calle Melancolía. Habrás llegado a tu destino.

El joven estaba con la mirada perdida y los ojos le brillaban cristalinos.

―Joven. Oye muchacho. ¿Me has escuchado? Me preguntaste cómo llegar a la calle Melancolía ¿no?

―¿Eh? Sí, sí, muchas gracias.

―Piénsatelo, hijo, es mucho más fácil llegar que luego intentar volver. Y por el camino encontrarás sitios donde te apetecerá parar, y quedarte. Te lo dice un viejo nacido en la calle Experiencia.

miércoles, 25 de marzo de 2015

#147 GUARDIANAS



La puerta de la galería privada se abrió despacio. Aún no eran las nueve de la mañana, pero ya era de día y entraba luz tenue por los ventanales. Verdes y frondosas plantas de interior recorrían ambos lados del pasillo. Al fondo una doble puerta de madera tallada con un cartel que titulaba lo que todo el mundo ya sabía: “Capilla”.

―Mi hermana mayor me lo dijo. Ella no lo vio, pero se lo contaron. Yo voy hasta el final.

Lola tenía claro su cometido. Junto con otra voluntaria recorrería la galería hasta la puerta. No más de dos, harían demasiado ruido. La historia que contó a sus amigas se parecía bastante a la que su hermana le había contado a ella, pero algo aderezada con su particular toque de inventiva para que fuera más atractiva.

―Voy contigo.

María no dudó en apuntarse a hacer todo el recorrido. Desde hacía ya tres años, Lola y ella lideraban el grupo. Tal vez por ser las más atrevidas, o por ser las más traviesas. O por ser las mayores, aunque fueran sólo unos meses de diferencia.

―Vale, nosotras vigilamos la puerta. Si viene alguien distraemos para que os dé tiempo a esconderos.

Aunque menos osada, Alicia era más racional. Tal vez ésa era la causa. Sin embargo, ella había planeado toda la operación. Las cinco entrarían en el hall principal antes que empezaran las clases aprovechando el habitual movimiento de cada mañana. Aguardarían ocultas a que se despejara la zona y procederían a la incursión.

―Las cinco estamos de acuerdo: algo hay, pero no sabemos el qué. Todas hemos oído historias parecidas. El problema es que no siempre acaban igual. El final es confuso y las protagonistas reales nunca están para contarlas de primera mano ―. Lola se puso seria―. Creo que es el momento de que seamos nosotras las que podamos contar esa historia, las que hagamos historia. Que cuando vengan después otras generaciones sepan que nosotras, unas niñas de cuarto de primaria lo hicimos.

Lola y María se agacharon y caminaron deprisa por la galería, una pegada a cada lado. Cien metros las separaba de su siguiente objetivo: la puerta de la capilla. Cincuenta. María se puso nerviosa, se tropezó y cayó. El golpe se les hizo como si hubiera sido un elefante el que se cayera en lugar de una niña. Lola retrocedió para ayudar a su compañera a levantarse. Las otras tres observaban desde la puerta y miraban atrás con miedo. Finalmente alcanzaron la puerta y se pararon a respirar una a cada lado. Lola dio la señal y María accionó el picaporte para confirmar que estaba abierto. Ágilmente se colaron dentro de la capilla y cerraron sin ruido.

―¿Qué hacéis aquí, niñas? ―preguntaría una monjita.

―Verá, hermana. Es que una niña mayor, creemos que de ESO, nos quitó una pelota y luego nos dijo que la había tirado por aquí dentro ―habían planeado decir las tres vigilantes.

―¿Pero qué decís? ¡Aquí no puede entrar nadie!

―Lo sabemos, hermana ―. El plan B se pondría en marcha―. No es verdad lo de la pelota. Lo cierto es que hemos bajado a la capilla a rezar. Pero ya volvíamos a clase. ¡Qué tarde se nos ha hecho, chicas!

En el interior de la capilla, Lola y María hicieron un reconocimiento visual para comprobar que estaban solas. A pesar de la poca iluminación, no había ningún hábito inclinado en ningún banco. María y Lola se miraron y entendieron que había llegado el momento. La imagen de mármol de la Virgen María a la derecha del pequeño altar esperaba. Rodearon la capilla pegadas a la pared hasta dar con el confesionario. María sacó la cámara de fotos. Se acercó lentamente hasta encontrarse delante de la imagen. Antes de poder alzar la cámara su cuerpo se quedó paralizado cuando un foco iluminó el rostro de la Virgen cuyos ojos miraban justamente hacia donde se encontraba María. De éstos sendas lágrimas brotaron para deslizarse por el frío rostro. Los altavoces que habitualmente dejaban sonar música suave y relajada que propiciaba la mirada interior y la oración, sonaron esta vez alto con clara y pausada voz:

―¡María! ¡Lola! No lloro de tristeza, sino de alegría por veros aquí conmigo. Si no marcháis a vuestros quehaceres diarios, entenderé que queréis servirme de compañía eterna junto con el Padre Dios. Que se haga pues su voluntad.

La parálisis de María dejó de ser tal cuando Lola gritando la agarró del brazo y la arrastró hasta la puerta desde donde deshicieron el camino a todo correr para unirse a sus amigas y salir escopetadas a su clase.

―Hermana Alba, ¿no ha sido exagerado?

―¿Acaso no recuerdas lo que hiciste tú conmigo cuando yo tenía sólo un par de años más que estas bichillas, Angustias? Por lo menos no he puesto colorante rojo en las lágrimas, como hiciste tú.


―¡Ja, ja, ja! Sí, ya recuerdo, ya… Volvamos a la cocina, hermana.

miércoles, 18 de marzo de 2015

#146 OYE




―Oye

―¿Qué?

―No, nada.

―Nada no, algo será…

―No, de verdad, nada.

―A ver, nadie dice “oye” si no es para algo.

―Bueno pues esta vez no era para algo.

―Era para nada entonces.

―Exacto.

―Aham.

―¿Por qué dices “aham”?

―No, por nada.

―Es que no se dice “Aham” por nada.

―Bueno pues se ve que a veces si se dice “aham” por nada.

―Tiene que ser por algo.

―Ay, mira…

―¡Ay, mira qué!


―Nada.

―No venga, en serio dime lo que me tengas que decir…

―No tengo nada que decir.

―Siempre hay algo que decir.

―Llevamos 27 años juntos, hemos parido tres hijos y tenemos cinco nietos. No, a estas alturas no tengo nada que decir.

―¿Así que ya no tienes nada que decirme?

―No.

―¿Nada? Qué triste lo nuestro entonces.

―Pues sí.

―¿Cómo que “pues sí”?

―Pues eso. ¿No dices que es triste?

―Sí.

―Pues te doy la razón.

―Como a las tontas.

―Como a lo que sea. Déjalo ya.

―Siempre quieres dejar las conversaciones cuando estamos hablando.

―¡Pero si no estamos hablando!

―Tú no, yo sí.

―Pues dime tú entonces.

―¿Que te diga el qué?

―Lo que quieras decirme.

―No sé qué decir.

―Pues no digas nada.

―Pues no digo nada.

―Pues eso.


―Oye…


miércoles, 11 de marzo de 2015

#145 LO QUE PASA EN, SE QUEDA EN



La noche acababa de comenzar y ya tenía el estómago revuelto. Lo achacó al calor de la calle seguido del fuerte aire acondicionado del local. En ningún caso tendría que ver con la mezcla de brebajes a lo largo del día. El caso es que no dudó en dirigirse al excusado. Totalmente vacío, bajo la luz intermitente de un fluorescente al borde de la muerte, tres cabinas se alineaban frente a tres lavabos. Sin saber muy bien por qué escogió el del centro. Tal vez por sentir más ventilación y evitar el olor de la lejía perfumada. Eso en el mejor de los casos.

En el momento en que estaba dispuesto a bajarse los pantalones, la puerta de su cubículo se abrió violentamente pegándole un fuerte golpe en el centro de la frente. Recuerda caer sentado en la taza del váter con los pantalones aún subidos y negro. Todo negro.

Un constante traqueteo lo iba despertando poco a poco hasta que un movimiento agresivo y sonoro lo sacó totalmente de su estado de inconsciencia, aunque no de atontamiento, porque se vio a oscuras y tumbado de lado con las piernas encogidas. Se acordó de la puerta golpeando su frente y su pérdida de conocimiento y dedujo que una ambulancia lo llevaba al hospital. No era más que una contusión, seguro. Pero alguien consideraría que por si acaso, nunca se sabía. Trató de estirarse, pero sus pies habían llegado hasta el final. Notó un bache y quiso echarse una mano a la contusión de la cabeza, pero esta se encontraba atada a su compañera. Cuando dedujo que aquello no era una camilla ni una ambulancia sino posiblemente el maletero de un coche, el transporte se detuvo. Ruidos de puertas abriéndose y cerrándose. Pasos. Su espacio se abrió y cuatro manos lo sacaron sin delicadeza. Sus piernas no aguantaron cuando lo soltaron, sus rodillas estaban entumecidas y calló al suelo. Era tierra y piedras sueltas.

―Antes de que te pongas a suplicar por tu vida ―dijo una de las voces, aguda e incisiva― ya te informo de que no te vamos a matar a menos que hagas tonterías.

Pensó entonces que aquellas pistolas y aquellos rostros descubiertos no iban al son de las palabras que acababa de escuchar.

―Esto ha sido sólo una advertencia: no vuelvas a jugar con ninguna de las novias del Señor Pantone ―dijo la otra voz, considerablemente más grave que la otra.

―No sé qué… ―pero no le dio tiempo a terminar. Un disparo se superpuso y la arena le saltó a la cara.

Los dos matones o guardaespaldas o mensajeros o transportistas o un poco de todo se dieron la vuelta, se metieron en el coche, aceleraron dejando volar el polvo por camino que sólo iluminaban los faros del vehículo y la luz de la luna, y se fueron. ¿De qué novia le habían hablado aquellos dos? ¿Quién era el Señor Pantone? ¿Dónde se encontraba? ¿Cómo iba a volver? ¿Cómo había llegado hasta allí, si él sólo quería ir a cagar? Por supuesto, las ganas se le habían pasado ya.

Se sentó en el suelo para desatarse la cuerda que le mantenía los tobillos unidos y caminar hacia algún sitio. Cuando se puso de nuevo de pie, a pesar del dolor de cabeza que tenía, no vio la ciudad, pero sí su luminosidad. Tardaría unas cuantas horas en volver. Aquel camino no tenía aspecto de ser de lo más transitado de la zona.

Apenas se había decidido a caminar los faros de un coche comenzaron a iluminar débilmente el camino. A ver si aquél sí iba a ser un camino transitado. Era noche cerrada pero había que arriesgarse, no podía esconderse y dejar pasar su única oportunidad de encontrar un transporte de vuelta. La camioneta que se detuvo a su altura cuando le vio iba a manos de una mujer de unos veinticinco o treinta años como mucho.

―Parece que necesitas un taxi ―. Él sonrió su ironía―. No eres de por aquí, ¿verdad?

―¿Eres una de las novias del tal Pantone?

­―¿Qué? ¡Nooo! ¿Problemas?

Jackie era camarera en uno de los hoteles de la ciudad. Casualmente él, junto a todo su grupo de amigos, se hospedaba en el mismo hotel.

Ya había amanecido cuando llegaron. Se dirigió a su habitación y se tumbó vestido en la cama. Durmió unas cuantas horas y se despertó hambriento. Salió a la calle sin saber muy bien hacia dónde dirigirse. Paró en un puesto de perritos calientes y pidió uno completo. Le atendió un hombre negro de avanzada edad.

―Son tres pavos, amigo.

Instintivamente buscó su cartera y recordó que la había dejado en la chaqueta la noche anterior.

―Disculpe señor, pero creo que he perdido la cartera.

―Disculpe usted, señor, pero creo que no es mi problema. ¡Brandon! ¡Lewis! Aquí nuestro amigo quiere comer gratis.

Dos fornidos hombres aparecieron de la nada levantándole por las axilas. Lo arrastraron sin mediar palabra dentro de un local con las luces apagadas hasta los aseos, donde le propinaron una paliza antes de quitarle el reloj y arrojarlo dentro de uno de los cubículos, ya inconsciente.

Cuando abrió los ojos se vio sentado en la taza un váter con los pantalones por las rodillas y un insoportable dolor de cuerpo. Se recompuso, abrió la portezuela y reconoció el baño donde la noche anterior quiso aliviar su malestar. Se lavó la cara y las manos y salió.


―¡Caramba, Johnny! Parece que no te fue mal ayer con la chica de Pantone, ¿eh? Cuenta, cuéntanoslo todo.


miércoles, 4 de marzo de 2015

#144 MIRAR HACIA ADELANTE



Podía tocar los límites. Estaba en un espacio pequeño. A la vista nada. Todo estaba oscuro. ¿Cómo había llegado hasta allí? No recordaba. Quería echar la vista atrás, pero la oscuridad no sólo era la presente. Era más oscuro aún el hueco en su memoria. Permaneció inmóvil, intentado recordar. Respiraba fuerte. No sabía cuánto tiempo. Mucho, poco, no sabía. Lo reducido del espacio no le permitía mirar su muñeca, donde antes de aquello tenía un reloj. Daba igual. Tampoco hubiera podido ver la hora, y de igual manera le faltaba un referente anterior.  Su respiración se aceleraba, el pecho apenas cabía en aquella caja una vez hinchado con el aire que entraba. No sabía cómo funcionaba aquello, ni donde se encontraba, pero pudo recordar lo que alguna vez había escuchado. Si se quedaba alguien atrapado en un espacio reducido, respirar agitadamente reducía el oxígeno y en definitiva las posibilidades  de supervivencia. Todo estaba oscuro.  No iba a saberlo, no iba a saber cómo había llegado ahí. Recordaba dolor, quizás una caída, un golpe. Sufrimiento, y después, nada. La oscuridad. Empezó a respirar más pausadamente. Quería ordenar las ideas. De nada servía tratar de recordar por qué se encontraba en aquella caja, cómo había llegado hasta allí. Vislumbró una minúscula rendija por la que entraba un pequeñísimo haz de luz. Estaba en el exterior, de haber sido enterrado nunca entraría aquella luz. No era luz artificial, era luz de sol. Entonces sintió por primera vez el calor. Escuchó. No oía nada. Su cabeza empezó a acompañar a la respiración y pudo pensar con mayor precisión. Tenía que salir de allí, y además se convenció de que así haría. Seguía todo oscuro, seguía atrapado en aquel nicho, seguía faltando el aire, pero entonces dejó aquello atrás y dio una patada a la tabla que le franqueaba más allá de los pies. No cedió. Su pulso se aceleró. Repitió el movimiento. Nada. Apenas se agitó la caja. Varios golpes más le cercenaron el ánimo. Era posible que no saliera jamás. Estaba bajo presión y en un momento dado dejó de ver la rendija a través de la que se colaba la luz. La respiración se volvió a acelerar. ¿Por qué estaba allí metido? Se quedó quieto un instante, no hizo nada, se habría dado por vencido, se habría abandonado si no hubiera sido porque supo en ese preciso instante lo que le importaba salir fuera, ver y entonces probablemente entender, sentir. Quería vivir, y sin ser muy consciente de cómo, su pierna percutió de una forma que no había hecho antes. Entonces la tabla cedió. Cuando la ola de luz inundó el pequeño cubículo en el que se encontraba lo supo. Había mirado hacia delante. Había merecido la pena.

miércoles, 25 de febrero de 2015

#143 BICHO



Tenía un bicho en el zapato. Cuando andaba, su aletear -sí, los bichos aletean cuando se quieren hacer notar- le recordaba que se puede ser pequeño y sin embargo ocupar su lugar, en forma de recordatorio, como una nota en el calendario, como una alarma con repetición. Ahí hay algo, hay un bicho en el caminar. Hay un ciempiés que camina a otro andar, o al mismo en otro lugar. Y sin embargo está ahí, recordando a cada paso el cosquilleo -sí, los ciempiés hacen un cosquilleo con el batir de sus pies, que sin ser cien, son pequeñas púas lastimeras- de lo que fue. No. De lo que es. Un bicho.

Tenía un bicho en la córnea. Y a modo de proyector refleja una película en bucle, sin parar. Se mueve por el ojo y distrae la atención. El bicho es selectivo, es preciso en su punción. Sus alas baten el aire de la cavidad haciendo un ruido como de viento -sí, los bichos generan fuerza con sus alas y hacen ruido con las aristas de los huecos en los que se mecen- y ese ruido lanza con precisión, o sin ella, un tráiler de la misma función.

Tenía un bicho por el cuerpo que lo recorría sin parar. Como una hormiga con acordeón, o una cigarra sin partitura, sin obligación. Sin control. Pasaba por manos, piernas, por la barriga y por aquellos sitios por lo que no debía pasar, con su ligero y a la vez marcado caminar. Y a cada paso una coz en el recuerdo, en una parada, en una estación. En aquella en la que esperó sentado un tren que voló, y sin embargo se llevó adosado aquel bicho que se coló.


Y entonces a ratos se olvidaba del bicho, como ese dolor que a fuerza de persistir, ni vence ni se achica, pero se mantiene, y sólo a ratos, entre analgésico y analgésico, en un descuido, un recuerdo, una voz, vuelve a sentir su presencia, sus tropiezos en el pie, la película en bucle, y la hormiga que persiste en su constante caminar.

miércoles, 18 de febrero de 2015

#142 QUEMANDO LAS HUELLAS



El Miércoles de Ceniza, Pilar se levantó pronto. Tras el primer desayuno, se aseó y comenzó las labores de la casa. Preparó algo de comida. No mucha, no era de comer demasiado ni muy elaborado. Pero sí lo suficiente para que le sobrara para la cena. Mientras daba vueltas al guiso, su cabeza daba vueltas sobre los niños. Repasó mentalmente cada uno de ellos. ¿Carmen? Sí. ¿Raquel? Sí. ¿Irene? Sí. ¿Álvaro? Listo. ¿Alonso? Preparado. ¿Rodrigo? Rodrigo se le estaba complicando. Había crecido bastante el último año. Ya el año anterior estuvo al límite, pero aquél era imposible disponer sin hacer un arreglo importante. El chaleco. El chaleco le traía por la calle de la amargura.

―¡No comas pan en estas dos semanas! ―le había dicho.

Veríamos a ver. En la última prueba los botones casi no llegaban. Por si acaso le sacaría el doblez un poco más de lo que ya lo había hecho. No quería desilusionarle cuando llegaran el sábado. Este chico, pensó, se está haciendo muy mayor. Andrés ya ha perdido interés. Y Gonzalo y Miguel no lo harían aunque estuvieran allí. Estaba segura de que Rodrigo seguiría queriendo vestirse de tamborilero cada año que tuviera ocasión.

El pescado estaba ya casi preparado. Hervido con una patata cocida. Tal vez huevo duro a la noche. Los tambores ya llevaban sonando desde hacía bastante. Iban y venían. La soldadesca se preparaba para ir a misa. Aún le quedaba una hora para ponerse con el chaleco. El chaleco que vestiría Rodrigo el Domingo de Piñata. Mientras descosía y volvía a coser, recordaba cómo el Miércoles de Ceniza los quintos tomaban a los forasteros y les llevaban a las tabernas para que se pagaran una ronda. Bien es cierto que también éstos eran a su vez agasajados por sus captores el resto de los festejos. Los vínculos se creaban en torno a unos chatos, unos aguardientes o lo que se terciara. Y así se despedían al final quemando las huellas de los que partían. Ya no se hacía de aquella manera. Ya no tenía sentido y la mayoría había olvidado tal tradición. Sin embargo Pilar lo recordaba siempre que cada año los niños marchaban. Cierto era que volverían. Volverían antes del siguiente carnaval, pero aquella despedida era especial y marcaba el corazón de los que se iban y de Pilar, que de nuevo se enfrentaba a la rutina diaria. Así que, a su modo, de forma interior, Pilar quemaba las huellas de sus sobrinos-nietos, al igual que había hecho antes con sus sobrinos. Al igual que su madre hiciera con ella cuando vivió en la ciudad. En su corazón le gustaba pensar que tal vez Rodrigo algún día fuera el que quemara las huellas de los forasteros que partirían de vuelta a casa.

Dio la última puntada. Se puso el abrigo y caminó hasta la iglesia.


martes, 10 de febrero de 2015

#141 NOCHE EJEMPLAR



Cuando su madre entró a despertarlo aquel domingo, se encontró con Manuel ataviado con un traje de latex negro y una bola roja metida en la boca. Sus ojos no se podían ver ya que la única apertura de la capucha ajustada que llevaba puesta en la cabeza era una cremallera a la altura de la boca. Ahí estaba la bola. Eran las doce del mediodía.

Diecisiete horas antes, su ejemplar y modélico hijo se había despedido de ellos camino de una velada nocturna en el museo de ciencias naturales. Manolito era muy de consumir conocimiento, es que era un no parar. A su madre le encantaba contárselo a las vecinas, amigas y todo ser que quisiera escucharla. Los días laborables los pasaba en la universidad, donde además de estudiar Microbiología, trabajaba como becario en el departamento de investigación. Así Manolito se pagaba parte de la carrera, porque era muy responsable. Por las tardes, tres días por semana, colaboraba en una protectora de animales, y cuando tenía tiempo repartía alimentos en el despacho de Cáritas de su barrio. Era el hijo perfecto. Educado, buen estudiante y muy familiar.

Cuando se marchó dijo que había quedado con Luis en la parada de metro cercana a casa. Después no supo más hasta las seis de la mañana que escuchó la puerta de la calle. Supuso que era su hijo, que aunque a horas impropias de su actividad habitual, llegaba del museo.

Y Manolito había, en efecto, ido a una velada al museo de ciencias naturales. Allí, rodeado de lo más prolífico de la universidad, esos seres que no tienen más amigo que el conocimiento, había alternado con lo más erudito del ambiente científico. Tras unas amenas conversaciones y nuevos conocimientos adquiridos salió del museo con su amigo Luis rumbo a casa. Decidieron dar un paseo y al poco de caminar se paró una limusina rosa a su lado. El vehículo en cuestión estaba lleno de mujeres festejando el divorcio de una de ellas y por el techo solar les gritaron para que se tomaran una copa con ellas. Opusieron una moderada resistencia y terminaron dentro de la limusina con una copa de cava en la mano. Después vino otra, y después de varias más eran ya los chupitos de tequila lo que corría por el interior del habitáculo. Cuando salió, junto con las doce mujeres que le acompañaban y su amigo Luis de la limusina en la puerta del casino, se limpió la nariz, no fuera que los restos blancos de las fosas nasales fueran a ser un impedimento para entrar en el local. De mesa en mesa y tirando de la tarjeta de crédito que sus padres le dejaban para gastos ocasionales, fue haciendo apuestas en la ruleta, el black Jack, y hasta en las carreras de caballos que salían por unas pantallas de televisión.

Debía de ser cerca de la una de la mañana cuando del brazo de una mujer, que a esas alturas le parecía exuberante, se dirigió de nuevo a la caja del casino. Pasó la tarjeta y en esta ocasión el empleado le dijo que no tenía más fondos. La mujer le susurró algo al oído mientras deslizaba bajo el cristal del cajero una Visa Oro. Siguieron gastando dinero durante un rato en compañía de su particular mecenas y una pareja amigos de ésta. Pronto dejó de saber dónde estaba su amigo ni las mujeres que le habían traído hasta allí. En la puerta del casino se subió a un deportivo descapotable y en un camino regado con una botella de ron que iba y venía entre boca y boca, terminaron aparcando en un garaje privado.

Era la casa de la mujer exuberante, o eso recordaba Manolito, porque a esas horas apenas conseguía fijar ya la vista. Después todo vino rodado. Demasiada ropa puesta, calores, cuerpos desnudos, cuerpos envueltos en cuerdas y cuero. Latigazos con fustas, y Manolito con el cuerpo embutido en un mono de latex negro. Quiso protestar tras el primer impacto de una especie de látigo rígido, y entonces le colocaron la capucha y la bola roja en la boca. Una vez más escuchó a la mujer susurrarle al oído. “Me dijiste en el Casino que te dejarías ¿recuerdas?”.

Unas horas después el mismo deportivo descapotable le dejaba tirado en la acera frente a su casa. A duras penas consiguió entrar en el portal, y mucho más titánico fue el esfuerzo de entrar en casa y acostarse. Todo ello con un cansancio lo suficientemente intenso como para desplomarse encima de la cama y quedarse dormido.

La madre de manolito le miró, escudriñó la habitación, se quedó pensativa un rato y se marchó hacia la cocina donde su marido leía la prensa económica. Se puso a recoger cacharros de la cocina y sin mirar al padre de su ejemplar hijo Manuel le dijo:

―Alberto.

―Dime cariño ―dijo éste sin levantar la vista del periódico.

―No somos conscientes de los experimentos tan peligrosos que debe de hacer Manolito en la universidad. Llevan trajes protectores y todo. Este chico llegará lejos. Que orgullosa estoy de él.


―Que sí, María, que sí. Pero, ¿se va a levantar para ir a misa o no?

martes, 3 de febrero de 2015

#140 INSPIRANDO




"La mañana amaneció con un sol radiante". Nada, no valía, redundante y lugar común. Volvería a empezar. "Amaneció un día más". Obvio. Pobre. Así no podía empezar. Tanto se había escrito ya que los lugares comunes eran más que los espacios literarios por escribir. Pero él quería escribir y ser original. No quería escribir un best seller. Si fuera así no habría problema en errar en la redacción, en la estructura, en la morfología del texto. Una buena trama, aderezada con guiños a los potenciales lectores y muchísimas páginas era suficiente para vender. Que tampoco era tarea fácil, pero no era su objetivo.

Él buscaba algo más íntimo. Quería escribir esa obra que, lejos de los grandes almacenes, se vendiera en pequeñas librerías de barrio. Así que tenía que intentarlo con más ahínco. No, ahínco no era lo que requería semejante tarea. Era destreza, ingenio, originalidad, pasión... Perfecto. Carecía de todo ello. Era cuestión de tesón. Tesón es lo mismo que ahínco. Joder. No, palabras mal sonantes no. Necesitaba descansar. Lo mismo si retrasaba el inicio de la novela al alba entonces le saldrían las palabras adecuadas para describir el momento. Dicen que a quien madruga Dios le ayuda. Se acostó.

Seis de la mañana. "El sol se abría pasó entre los huecos de la persiana". "Huecos de la persiana", no le gustaba. Quedaba burdo. No era necesariamente un lugar común, pero quedaba poco elaborado. De hecho a esas horas sólo entraba por dicho espacio la oscuridad más absoluta. Sería eso. Había que esperar. Un café. No, mejor esperaría en el sofá sentado. Diez de la mañana. Mierda. No, palabras gruesas no. No es que entraran rayos de luz. Es que era bien de día ya. ¿Dónde estaba Dios ahora?

Se vistió y salió a la calle. Encendió un cigarro y echó a andar por las calles vacías de un domingo por la mañana cualquiera. En una mano el cigarro y en la otra un lápiz de carpintero. El lápiz. Era una especie de musa al que se agarraba cuando no le venía la inspiración. Y en la cabeza su gran novela, o al menos la intención. Siempre había sido de relato breve y siempre había querido escribir una obra larga. Una aspiración que le perseguía desde que escribió su primer relato. Anduvo sin rumbo concreto durante dos horas hasta que en una plaza del centro se encontró con un vagabundo. En un cartel a sus pies ofrecía poesías a cambio de la voluntad. Le echó un par de monedas y éste, aún desperezándose cogió una libreta y un bolígrafo. Un fugaz vistazo del hombre de la calle a aquel joven con su lápiz de carpintero bastó para que se pusiera a escribir.

"La inspiración no radica en el ahínco y el tesón,
Sino en la búsqueda de la emoción.

No traces caminos largos que no vas a recorrer,
Fortalece los que has de mantener.

Y al encuentro de ese nuevo lugar,
 Llegarás en tu propio caminar".


El chico se marchó con el pequeño manuscrito. Entro en una cafetería y pidió un café. En la mesa sentado cogió una servilleta y posó sobre ella el extremo rojo del lápiz. Era ahora, era él, era su historia. Tenía de sobra en aquel pedazo de papel. Sabía lo que quería contar. Lo sentía. Y escribió

martes, 27 de enero de 2015

#139 ENGAÑO



Aquel día supe que mi mujer me engañaba con otro. No me lo dijo nadie. Nadie me había insinuado nunca nada. Yo jamás había sospechado de ella. Y aquel día mis propios ojos fueron testigos de cómo mi mujer se besaba con aquel tío. Además, era evidente que no se trataba ni de sexo ocasional, ni de un desliz pasajero. No. Era amor. En los ojos de mi mujer y su compañero vi amor. No le desearía eso ni a mi peor enemigo. Se me cayó el alma a los pies y supe que aquello no tenía solución. ¿Qué sería de mi vida de ahí en adelante? ¿Cómo sería capaz de afrontar tal situación? En ese mismo instante me sumí en una profunda depresión de la que me costó salir. Durante los meses posteriores anduve por la vida como alma en pena, sin rumbo fijo. Sí, me levantaba casi todas las mañanas cuando lo ordenaba mi despertador, trabajaba en aquello que ordenaba mi jefe y comía lo que me ordenaba mi madre. Pero esa especie de vida normal que arrastré durante aquellos meses no me hacía estar más vivo que cualquiera de las farolas que alumbraron las tardes y noches de invierno de las frías calles que conducía de casa al trabajo, del trabajo a casa de mi madre y de casa de mi madre a mi piso. Y sé que se me debía notar en la cara cuando mis propios amigos me decían lo bien que me veían, cuando antes –estando realmente bien– nunca me lo habían dicho.

Un día recibí una llamada al móvil. En la pantalla se anunciaba el nombre de “CARLA”, una de las mejores amigas de mi mujer.

―¿Dígame?

―Hola, Eduardo ―dijo Carla al otro lado―. No te entretendré demasiado. Sé que no quieres saber nada de Juana y su entorno.

―Entonces dime lo que sea rápido y adiós ―dije groseramente a Carla.

―Juana ya te ponía los cuernos antes de que te enteraras ―dijo ella.

―No soy ningún Einstein, pero eso ya me lo había imaginado yo solito.

―Escúchame. Me refiero a que fueron varias veces y… con varios tíos…

Carla se calló unos segundos y prosiguió.

―Y después igual. Ahora, bueno, hace un par de semanas supe que Antonio me la pegaba con ella. Pero lo más seguro es que ya se haya cansado también de él y esté con otro. Eduardo, desde lo vuestro ha estado con media docena, eso me lo contó ella antes de lo de Antonio ―y rompió a llorar―. Sólo quería que lo supieras. Adiós.

Y colgó.

Aquellas palabras fueron, al contrario de lo que pensé, catárticas. Me abrieron ciertamente los ojos y la mente. Yo había querido a Juana durante muchos años. Pero era evidente que ella a mí no. De hecho, nunca trató de ponerse en contacto conmigo tras aquello. Todo lo solucionamos mediante nuestros padres. Me dije que aquel descubrimiento no había sido sino para bien, para darme la ocasión de rehacer mi vida y olvidarme de mi mujer, y que odiarla ayudaría mucho.


El día que descubrí a Juana con otro fue el mejor día de mi vida. Ese día me deshice de lo peor que tenía, que era ella. Sentado en una mesa de restaurante de cinco tenedores, junto con mis padres y los suyos, rodeados por muchas otras mesas de invitados, con flores, música en vivo y excelente decoración, Juana desapareció. La busqué por todas partes hasta que entré en una estancia del restaurante que no conocía. Y allí, sobre una mesa de billar, Juana y otro se entregaban. Por supuesto que me vieron, pero no les dio tiempo a adecentarse antes de que yo saliera y pusiera en conocimiento de todos los invitados de que mi recién estrenada mujer saldría enseguida a explicar por qué se liaba con otro el día de nuestra boda. Ese fue el mejor día de mi vida. Me deshice de lo que más quería y más odio ahora.

martes, 20 de enero de 2015

#138 POR LA ERA



A las cinco de la mañana aún no había amanecido. Raúl salió de la ducha, se secó y se vistió con la ropa limpia que Amelia le había dejado preparada la noche anterior. Entró en la cocina, se sirvió un vaso de leche fría de la nevera, se lo bebió en un par de tragos, agarró la botella de agua, el trozo de queso, el de salchichón, el mendrugo de pan duro y salió de casa por la puerta del corral, donde tenía el tractor. El día anterior había sido muy caluroso, y no esperaba menos de aquél. Arrancó el tractor y salió lentamente conduciendo del pueblo con el traca-traca del motor y brum-brúm del remolque vacío. Por el camino saludó a Matías, que se dirigía pedaleando en su bici destartalada a ordeñar a las vacas. Pedro también había madrugado y levantaba el cierre del horno cuando pasó por delante. Pocos más coincidieron con Raúl aquella mañana. Ni la anterior. Ni seguramente la siguiente. Y cada vez seremos menos, pensaba para sí mismo. Y con aquello se entretuvo la media hora que tardó en llegar a la era. No debían ser aún las seis cuando empezaba a clarear el horizonte. Raúl colocó el tractor justo detrás de la cosechadora. Paró el motor y bajó. Fue encadenando con cuidado la cosechadora y anclando los amarres. Comprobó que se encontraba en buen estado, pero antes de empezar la jornada quiso asegurarse. Subió de nuevo al tractor y arrancó el motor. Accionó la palanca que elevaba la cosechadora y la hizo girar. Bajó y comprobó de nuevo. Engrasó los tornillos del eje de la cortadora. La grasa es la vida de las máquinas, se dijo. Miró el reloj que casi le anunció las siete. Era una hora fabulosa para comenzar. Podría estar toda la mañana sin parar y aún no había comenzado a apretar el calor. Finales de agosto no solía ser tan caluroso, pero había años que sí, y ése era uno. Sabía que a media mañana el calor sería casi insoportable, así que aún conservó el agua de la botella, pese a que ahora estaba fría. Luego le haría más falta. Subió de nuevo al tractor. Y miró hacia delante. Una extensa llanura de cebada ya seca y lista para recoger se presentaba hasta donde le alcanzaba la vista. Este será buen año, se dijo, claro que sí. Metió la velocidad corta, soltó el embrague y el tractor volvió a ponerse en movimiento con decisión. Accionó la palanca para regular la altura de la cosechadora y la colocó a la altura correcta. Cuando la segadora alcanzó las primeras espigas de cebada Raúl prestó especial atención a los movimientos del eje y a los primeros granos disparados hacia el remolque. Al cabo de una hora sentado al volante, aún no había llegado al final de la primera línea. Pero no había prisa. Sabía que no terminaría hoy, claro. Eso sí, toda la era debía estar cosechada para final de la quincena de septiembre. Si no, el grano se habría  quemado demasiado y no serviría. Era un trabajo de paciencia, pero de perseverancia. Eran muchas horas las que habría de echar al volante del tractor y la cosechadora, pero merecían la pena. Mentalmente trató de calcular las horas que necesitaría para todo el trabajo, teniendo en cuenta, eso sí, que no se planteara ninguna contrariedad. Algo como que se estropeara la cosechadora, o que hubiera un incendio, algo. Empezó a hacer números mentalmente, y enseguida se distrajo diciéndose que él no había ido nunca a la escuela, que si hubiera ido de pequeño las matemáticas le saldrían solas. Sabía lo que era una hectárea por lo que tardaba en recorrerla a pie. También sabía lo que era una arroba por lo que plantaba y cosechaba cada año. Pero las distancias y el tiempo mezclados en la misma operación no terminaban de encajar. Desde chico había estado ayudando a su padre y a su abuelo en las faenas del campo. Jamás se planteó el estudiar. No tenía tiempo. Al fin y al cabo, los chicos de su edad que estudiaban, acabaron marchándose del pueblo a buscarse la vida en la ciudad. Como si aquella aldea perdida de la mano de Dios se les hiciera demasiado grande y se perdieran. Apretaba ya algo el sol a las diez de la mañana y Raúl se caló el sombrero de paja y dio un trago de agua. Soltó la botella – aún fresca – a sus pies, donde todavía había sombra, levantó la cabeza y pisó el pedal de freno a fondo, sujetando el volante con ambas manos. Miró fijamente delante de la cosechadora y paró el motor. Se bajó y se echó para atrás el sombrero mientras corría a la parte delantera de la máquina. Justo delante de ésta, a punto de ser devorada por las aspas y las cuchillas había un nido de perdiz. Un nido de perdiz con dos perdigones recién salidos del cascarón. Raúl se frotó la frente para quitarse el sudor. Miró alrededor por si aparecía por allí la madre con el resto de la familia. Pero no. Sin duda se trataba de unos huevos abandonados por la madre in extremis. Tal vez perdigones tardíos que se tomaron su tiempo en salir. Estaban destinados a perecer, sin duda. Pero Raúl se agachó, cogió el nido con las dos manos mientras los neonatos piaban con fuerza. Sabía que su madre no volvería a por ellos aunque los dejara en el mismo sitio. Así que abrió la botella de agua, mojó un poco del pan duro, lo deshizo en diminutas fracciones y probó a dárselos de comer a los recién nacidos. Ante su sorpresa, éstos respondieron bien y tragaron y piaron con más fuerza. Raúl sonrió. Pensó que aquel era un buen momento como otro cualquiera para sentarse a la sombra del remolque y morder el queso, y ya de paso, dar algo de pan a los perdigoncillos. Mientras los alimentaba, pensó que, pasara lo que pasara con aquellos pájaros, el día había merecido la pena por lo distinto. Terminó su queso, levantó a los recién llegados, los puso a sus pies dentro del tractor, miró al frente, a la inmensidad de cebada por cosechar y continuó trabajando.