miércoles, 31 de octubre de 2012

#23 PERSPECTIVAS


- Joder, qué suerte tienes tronco…

- Tú y los tuyos siempre andáis con lo mismo, que si qué suerte la mía, que si no como nosotros… os veo pasar por aquí y siempre la misma cantinela.

- Ya, macho, pero es que no me compares, tú con esas vistas, con ese cometido…

- Sus pegas tiene también, ¿eh?

-Pues francamente no le veo ninguna, porque tú también ves cosas que a ninguno nos gustaría, pero sabes que es un rato, y después te recompones.

- Eso es verdad.

- Ya… nosotros sin embargo cuando lo vemos todo muy negro, pasamos inmediatamente a mejor vida, o peor, o lo que sea, y encima poco a poco, como esperando a episodios el final de un destino cruel. Eso cuando no compartimos viaje, que suele ser la mayoría de las veces.

- Vaya, sí que te pones poético. Sus cosas buenas tendrá.

- Hasta la fecha no se me ha ocurrido nada, eso sí, yo sólo llevo aquí desde ayer. No creo que dure mucho más.

- Bueno, a tiempo estás de descubrir tu lado bueno.

- Si ya… Pero bueno, cuéntame, cuéntame cómo es lo tuyo…

- No es para tanto, en serio…

- Por favor, cuéntamelo…

- Venga, vale. Es verdad que cada mañana se me pone delante, me retira la cortina que me impide observar todo su cuerpo aún adormecido y despeinado, y poco a poco empieza a desnudarse. Primero la parte de arriba. Suele hacer una pausa, se mira en el espejo y en un gesto mecánico acerca la cara para mirarse alguna imperfección en su rostro, pero nunca la encuentra, porque ella es perfecta. Luego la parte de abajo del  pijama, hasta quedar sus curvas perfectamente visibles, eso dura un instante y enseguida se encierra conmigo, volviendo a correr la cortina, evitando miradas indiscretas.

Entonces me coge y empieza el baile, me empieza a frotar por todo su cuerpo en una simbiosis perfecta entre nosotros, conmigo recorriendo cada parte de su piel mojada, cada hueco en el que sentir la belleza de la mujer que me ha elegido. Siempre empieza y termina igual, siempre el recorrido empieza en el cuello, un cuello suave y tentador, jugoso en aquel instante, para bajar por las axilas, el pecho voluptuoso en toda su perfección, ni grande ni pequeño, sencillamente hermoso. Continúo por una tripa lisa pero carnosa, coronada por un hermoso pendiente que colgaba de su ombligo, siempre me había fascinado esa pequeña piedra verde cuyo contacto intentaba evitar, pero cuya observación me excitaba. Del pubis pasaba al largo recorrido por las piernas, doblando su cuerpo hasta llegar a la punta de los pies, por una pierna bajaba y por la contraria hacia el recorrido ascendente para hacerme terminar entre las dos…

- Y luego dices que no tienes suerte…

- Siempre termina por la trasera. Recorro toda su espalda hasta llegar a las nalgas, y del resto que te voy a contar que tú no sepas…

- Ya, pero no es lo mismo ¿tú qué ves de malo en todo eso? Porque yo no le encuentro ninguna pega…

- Luego me quedo ahí sin más, esperando la próxima vez, húmedo, nido de hongos y parásitos…

- Hongos y parásitos, no me jodas- contestó contundente el papel higiénico a la esponja- me vas a decir tú lo que son hongos y parásitos…

miércoles, 24 de octubre de 2012

# 22 CLARO QUE TE QUIERO, TONTA




-¿Me quieres?
-Claro que te quiero, tonta. ¿A qué viene esa pregunta ahora? –dijo él sin despegar los ojos del periódico.
-Nunca me lo dices.
-Pero te lo demuestro, ¿no?
-Sí, pero ya sabes que me gusta que me lo digas.
-Te quiero.
-No, pero así no. Me gusta que me lo digas porque salga de ti, no porque te lo pida.
El bajó el periódico y la miró a los ojos por encima de las gafas.
-Te digo que te quiero –y volvió a abrir el periódico para retomar la lectura- pero ya sabes que yo soy más de hechos que de palabras.
-Sí, eso es lo que dices siempre.
-¿No te demuestro que te quiero cada día?
-Hombre, muy detallista no eres, la verdad.
Ahora fue ella la que dejó de mirarle sabiendo su reacción. El volvió a girarse hacia ella.
-¡Ah! O sea que no soy detallista. No te regalo flores, no te digo lo guapa que estás hoy y no te felicito el día de nuestro aniversario, ¿verdad? –indicó él con un tono ya algo malhumorado.
-Sí. Pero… sigo necesitando que, de vez en cuando, me digas que me quieres, que me des abrazos, que me beses. Me das pocos besos.
-¡Aquí está! Lo que te pasa es que hoy estás melosilla, ¿eh? –dijo él con ironía. Soltó el periódico e hizo el gesto de acariciarle la cara, pero ella le retiró la mano.
-¡Déjame ahora bobo!
-Si no me dices las cosas yo no puedo adivinarlas.
-Pues ya son muchos años como para que me conozcas, ¿no te parece? –dijo ella con simulado enfado.
-Seamos serios, cielo. Te quiero. Y lo sabes. Te quiero más que a nada en este mundo. Sé que a veces soy un poco seco…
-¿Un poco? –aprovechó ella la ocasión para cargarse de razón.
-… puede que no sea el hombre más cariñoso. Pero confiesa: ¿no me prefieres con estos defectillos y que a la vez sea un hombre trabajador, educado, buen esposo y buen padre?
Ella se rindió pronto.
-Si ya lo sé. Sé que eres el mejor hombre con el que me pude haber casado. Sé que tus hijos te adoran. Y tus nietos también. Pero ya sabes que tengo días en los que necesito más mimos –declaró ella con voz de niña pequeña, imitando unos pucheros.- Y hoy es uno de ellos.
-¡Anda, vieja tonta! Ven aquí.
Y se abrazaron durante un largo par de minutos finalizando con un lento beso en los labios.
-Venga, apaga la luz, que luego dices que te desvelas –dijo el viejo.
-Si ya sabes que apenas duermo en toda la noche con tus ronquidos. ¿Te has quitado la dentadura? –le recordó.
-Ahora mismo.
Apagaron la luz a la vez dejando la estancia en una oscuridad sólo interrumpida por la luz de las farolas que entraba por una pequeña rendija que quedó abierta en la persiana. Por debajo de la sábana se cogieron furtivamente la mano unos segundos y luego cada uno rezó a Morfeo para que les mantuviera arrullados más que la noche anterior. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

#21 BOSKO Y ADMIRA



Boško despertó aquella mañana con la extraña sensación de haberse liberado de una condena que afrontaban todos los jóvenes de su edad, la del servicio militar y la posterior integración en las milicias de la reserva, tropas desde hace meses movilizadas para hacer frente a un enemigo, que en ningún caso Boško sentía como suyo.

Hacía nueve años que besó por primera vez a Admira, ya en aquel momento la sabía musulmana, pero ni le importó entonces ni le importaba ahora. Aquel amor le había hecho renunciar al presupuesto patriotismo que imperaba desde hacía ya más de un año por las calles de Sarajevo.

Se encendió un cigarro, y descolgó el teléfono de casa de su madre.

- ¿Admira?

- Hola Boško, pensaba salir a la calle a hacer unas compras, mi abuela necesita insulina.

- Sabes que no debes salir hasta la noche, ahora no es seguro- dijo severo Boško.

- Lo sé, no lo haría si no fuera urgente, debo salir a por la insulina de la abuela…

- Nos tenemos que marchar de aquí Admira.

- Lo sé, nos iremos en primavera, de veras. Ahora te dejo.

Boško apuró el cigarro y se dispuso a pasar la mañana como lo hacía desde hacía meses. Sentado en torno a la mesa de la cocina y contar los disparos que los francotiradores serbios hacían silbar desde la azotea del Holiday Inn. Cada día a alguien le tocaba la macabra lotería. Todos conocían a alguien, sobretodo musulmanes, croatas, pero la mira telescópica de aquellos desalmados distinguían las partes vitales del cuerpo pero no siempre lo que lleva el alma, y algún serbio caía abatido por la furia de sus compatriotas.

Por las noches quedaba con Admira, recordaban sus años juntos, pronosticaban las consecuencias de aquellos años oscuros que les había tocado vivir. Se conjuraban para sobrevivir a aquella atrocidad, sobreponerse a las dificultades de pasear su amor entre un ortodoxo serbio y una musulmana por los barrios de Sarajevo. Ni siquiera la familia se lo había puesto fácil, la guerra había estallado hacía poco más de un año, pero el rencor en los corazones de los pueblos que integraban Yugoslavia nunca había dejado de latir. Hervía un odio que terminó por desbordarse. La familia de Boško nunca puso ningún inconveniente, procedían de una estirpe de trabajadores ambulantes, viajantes, que habían conocido suficiente mundo como para estar seguros de que el lugar de nacimiento ni condiciona, ni los hacía diferentes en esencia, y mucho menos se conviertía en motivo de odio. La madre de Admira no pensaba lo mismo, arrastraba un odio generacional que se había transmitido a través de las generaciones, y si bien nunca prohibió aquel noviazgo, tampoco facilitaba mucho las cosas entre ellos. Cuando apuraban el último refresco, apagan el último cigarrillo que gustaban compartir en una suerte de comunión entre los dos, cuando sus ojos se miraban antes de despedirse lo sabían, sabían que nada podría separarles nunca, sabían que aquello nada tenía que ver con etnias, creencias, familias ni fronteras. Sabían, y siempre lo habían sabido, que el destino, la casualidad, o cualquiera de los dioses que podían venerar, independientemente de cuál de los dos fuera, les habían situado en un cruce a los dos, a los dieciséis años, y pudiendo haber tomado rutas diferentes decidieron que el resto del camino lo harían juntos. Y allí estaban, convencidos de que sus días en Sarajevo habían terminado para siempre, convencidos de que su amor no podía seguir enrejado entre silbidos de balas, cortes de luz y escasez de víveres.

El invierno en Sarajevo era duro, un frío insoportable al que añadir el gélido ambiente que había provocado la guerra. Por eso Admira había querido esperar a la primavera para marcharse. No quería dejar a su madre y a su abuela solas en invierno, las dos viudas, las dos frágiles, las dos pendientes de lo que Admira les traía por las noches. Admira ya tenía todo previsto, su prima, que vivía en el extrarradio de Sarajevo, en un barrio de musulmanes que había quedado devastado por los obuses del ejército serbio, acordó mudarse cuando llegara el buen tiempo a casa de Admira, y entonces se haría cargo de sus tías.

Pasaron los meses y la calidez del sol no había llegado al espíritu de los soldados, ni siquiera de la población que empezaba a preguntarse si serían verdad aquellas proclamas de ocio que vomitaban las ondas. Boško había preparado la marcha, poca cosa, lo justo para llegar a las afueras de Sarajevo, después cogerían el coche que su primo había dejado estacionado en una zona segura e intentarían llegar hasta Italia por el norte. Era la tarde del 18 de mayo de 1993, como hacía cada tarde descolgó el teléfono y llamó Admira.

- Mañana nos vamos Admira.

- Ya tengo todo preparado, he metido algo de ropa en una mochila y esta noche preparé algo de comer.

- Vale, no te preocupes demasiado, algo encontraremos por el camino. Esta noche no saldremos de casa, y mañana por la mañana iré a tu casa, después cuando las cosas se tranquilicen nos iremos.

Boško sabía que por la mañana no era buena idea salir, los francotiradores aprovechaban los trayectos de los trabajadores para acudir al tajo para hacer diana y cada día faltaba gente en su puesto, personas que salieron de casa para ir al trabajo y que nunca más volverían. Después de comer sería un buen momento, podrían cruzar el río Miljacka y de ahí seguir hasta el coche. Era peligroso, el puente era una zona expuesta, al claro, desde donde se convertirían en un blanco fácil. Caminarían deprisa, en zigzag, sin parar ni mirar atrás, apenas unos metros les separaban del parque del otro lado donde se podrían cobijar unos instantes antes de proseguir camino.

La noche se hizo larga, demasiados recuerdos para conciliar el sueño tras un rosario de despedidas, explicaciones y deseos. La familia de Boško comprendía aquella huída, pero les entristeció pensar que por primera vez alguien de la familia marchaba por motivos distintos a los que ya estaban acostumbrados. Por la mañana Admira esperó inquieta hasta que oyó el timbre de la puerta, que le produjo un sobresalto pese a ser lo que llevaba esperando durante horas. Permanecieron en la cocina de la casa hasta la hora de comer. Un almuerzo sobrio y más despedidas. La madre de Admira no salió de la habitación, no quería ver a Boško, le culpaba de la marcha de su única hija. La abuela susurró algo al oído del joven, él agarró su brazo con ternura, la miró y la besó en la mejilla arrugada en un gesto tranquilizador.

- Es la hora.

El tono preocupado de Boško no mitigó las ganas de Admira de salir de aquella casa, de aquella ciudad que se había convertido en una catarsis desoladora en la que no había sitio para su amor.

- Vamos- contestó ella tranquila.

Recorrieron la calle bajo unos soportales mirando al cielo. Edificios altos con ventanas rotas y nada que hiciera sospechar movimiento. Daba igual, ellos ya sabían que un francotirador nunca deja asomar su rifle, nunca se deja ver, de ahí su mortífera eficacia. Se detuvieron frente al puente Vrbanja. Sabían que ahí estaba la clave de su éxito, de su huída. Se besaron mirándose a los ojos, sujetos por las manos, y entonces se abrazaron.

- Te quiero Admira, siempre lo haré.

- Y yo Boško, te quiero.

Salieron de los soportales andando en zigzag, paso ligero, mirando al frente, Boško unos pasos por delante. Enfilaron el puente sin reparar en el silencio que reinaba en Sarajevo en esos momentos, ni un ruido de obús, ni un silbido de bala, ni un motor que rompiera la armonía del río que bajaba ajeno a la barbarie.

Casi lo habían conseguido, en frente estaban los árboles del parque les darían cobijo unos instantes. Fue llegando a mitad del puente cuando se escuchó, rápido, mortal, como el sonido de un látigo antes de impactar con el suelo. Entonces Boško cayó al suelo desplomado ante los ojos de Admira que no pudo recuperarse del horror antes de que un segundo impacto le acertara en la espalda. Entonces cayó ella.

Boško no se podía mover, aún respiraba cuando fue consciente de su fracaso, de su truncada vida junto a Admira, de su error en el recorrido, de su imprudencia por exponerse sobre el puente. No había visto caer a Admira pero no hizo falta, él escuchó el segundo disparo, y el golpe seco de ella al caer al suelo. Lloraba. De pronto sintió como le asían del pie, Admira reptaba mal herida hasta ponerse a su lado. Les dio tiempo de mirarse, se abrazaron. Y fue en ese momento en el que los ojos de Admira le convencieron de que nunca fracasaron, de que aún en aquella situación habían burlado a las balas, a la muerte, a la indecencia de un guerra cruenta. Hacía mucho que ellos habían escapado de todo aquello.




NOTA: Este relato está inspirado en la historia de Boško y Admira, dos jóvenes de mismo nombre que el 19 de mayo de 1993 murieron en Sarajevo intentando escapar de la guerra. El relato es libre y no pretende ser una crónica de los hechos.

martes, 9 de octubre de 2012

# 20 MARCOS EN EL PARQUE.



Cuando Diana y yo por fin nos separamos, para mí las cosas fueron primero mal, luego bastante mejor que cuando estábamos juntos y, desde hace un par de días, cayendo en picado otra vez. Diana y yo éramos, como se dice de forma ridícula en ciertos sitios, una pareja felizmente casada. Tuvimos un noviazgo convencional de una duración convencionalmente larga, tuvimos nuestra convencional pedida de mano en un convencional restaurante de cinco tenedores, y una convencionalísima boda de cuatrocientos invitados, tras la cual hicimos nuestro convencional viaje al Caribe. Al año y medio vino Marcos. Si ya éramos felices entonces, nuestra felicidad creció exponencialmente llegando tan alto que, cuando a los tres años Marcos murió, nuestra felicidad se desplomó desde tal altura que fue inevitable que hubiese daños colaterales. Entre ellos, la ruptura entre Diana y yo. Sin infidelidades, sin insultos, sin una palabra más alta que la otra. El amor entre nosotros ya no tenía sentido. Si no estaba Marcos, no. Ayer mismo, cuando volvía de trabajar dando un paseo, me desvié más de lo habitual aprovechando que hacía muy buena tarde. El sol llegaba incluso a dar calor si te quedabas bajo sus rayos demasiado rato. Pero, si pasabas – como pasé yo – por delante de alguna bocacalle, entonces el viento volvía a refrescarte para permitir soportar el sol durante por lo menos un rato más. Fue en una de esas bocacalles donde, sin darme cuenta, miré hacia el final y vi árboles y un parque. No recordaba haber estado nunca en aquel parque, así que, sabiendo que tenía toda la tarde por delante si era preciso, caminé hasta allí. Al llegar, me fijé en que se trataba de un parquecillo bastante pequeño sumergido en el centro de una plaza totalmente peatonal en forma de hexágono. Los edificios que rodeaban la plaza eran antiguos, muy europeos, muy bien conservados, viviendas y tal vez oficinas probablemente caras que envidié en el momento. Todas las fachadas que daban al parque apenas tenían ventanas, pero sí balcones, lo que le daba al conjunto plaza-edificios un aspecto, bajo mi punto de vista, fabuloso y muy atractivo. El parque en cuestión estaba amurallado por una circunferencia de chopos altos, ya mayores pero fuertes, que movían sus hojas verdes al compás del ligero viento que silbaba a lo largo de las seis calles que desembocaban en la plaza, y agitaban sus ramas dibujando en el suelo luz o sombra mientras jugaban con el sol.

Justo en el mismo centro del parque un hexágono mucho menor alojaba un espacio de arena vallado con troncos de madera dejando varias puertas para permitir el acceso. Había un grupo de unos veinte niños desperdigados en el interior. Algunos corrían de lado a lado perseguidos por otros, otros permanecían sentados solos o en grupos de dos, tres o cuatro haciendo interactuar a sus juguetes con la arena, las hojas y las ramas que había por el suelo, otros estaban junto a sus madres que fumaban y parloteaban en los bancos exteriores del vallado merendando. Y otros jugaban en los columpios. Desde hace ya algunos años, los columpios de la ciudad han cambiado bastante. Ya no son los típico tubos de hierro en forma de tobogán, puente o columpio propiamente dicho que han perdido casi toda la pintura, no. Ahora incluyen madera y mucho plástico para que los niños no se hagan pupa si se golpean con ellos. Y además tienen forma de casita, de barco o de autobús. Pues en aquel parque había un barco con tobogán y una casita con puente. Un grupo de dos niños y una niña discutía a cada minuto si deberían subir en el autobús o en el barco, y argumentaban sus planteamientos sobre los beneficios y los inconvenientes de cada uno de ellos. Oyéndoles hablar, no pude evitar pensar en Marcos. El nunca había estado en ese parque, pero sin duda habría preferido el barco. Al menos así nos lo decía a Diana y a mí. Antes de saber andar ya hablaba, y justificaba su postura claramente: el barco flota en el agua y una casa no. Era de una lógica aplastante. Me acodé en la valla del recinto de los columpios e imaginé a Marcos tratando de convencer a los otros niños de su postura. Los dos niños preferían el barco. Con el barco te puedes ir de un lugar a otro y tener aventuras. Pero la niña, de unos cinco años, sabía lo que quería; es mejor la casa, porque tienes una habitación para los muñecos y vosotros podéis ser mis criados. Y aunque ellos se negaban, el resultado acabó con la niña peinando a las muñecas en el torreón de la casita mientras los niños obedecían las órdenes de su dueña intentando simular que se divertían. Marcos, lo sé, habría preferido jugar solo antes de doblegarse a la tiranía de una abusona de cinco años. Me divertí
pensando que eso habría pasado. En ese momento alguien me tocó el hombro y me arrancó de mi ensimismamiento. ¿Está usted bien? Una de las madres se me había acercado. Sí, sí, claro, contesté. Está usted llorando. ¿Es usted el padre de Lorena? Hoy ha bajado conmigo porque su madre se encontraba mal, y como no conocemos al padre… Me repuse: no, no, qué va. Me gusta venir de vez en cuando a pasear por aquí. Me sequé las lágrimas que ignoraba que habían salido de mis ojos, y me arrepentí inmediatamente del haber hecho el último comentario. Adiós, dije mientras me alejaba. Sólo faltaba que un grupo de madres pensara que un pervertido merodeaba la zona. Marcos me habría cogido de la mano, me habría acercado a él y me habría dado un beso: no llores, papi.

miércoles, 3 de octubre de 2012

# 19 PESCADOR.



- Joder, abuelo que susto nos has dado.

Luis estaba sentado en la terraza del Amuñiz en el puerto viejo que le llamaban los chicos de ahora, bebía lento una copa de coñac y fumaba uno de esos ducados negros que tanto daño le hacían. O eso decía la gente.

- Pues de aquí no me he movido chico…

La respuesta fue tan distante como apuntaba su mirada hacia la salida de la ría, aunque se tratara de su nieto homónimo y su ojito derecho desde pequeño, ahora estaba en otro lugar. Se atusó la barba blanca que lucía teñida bajo la nariz, muchos años surcada por el humo.

- Tenemos que irnos abuelo, papá y mamá esperan con las maletas hechas.- Luis  nieto, hacía ademán de ayudar a su abuelo a levantarse.

- ¡Josiño!- grito el anciano- ponme otra de estas por favor, y al chico ponle lo que se le antoje.

- Abuelo…

- Calla y siéntate, si me lleváis a Madrid a vivir con vosotros bien puedo despedirme de María…

- La abuela ya no está, ¿recuerdas?

- Soy viejo, no imbécil. ¿Ves esta mesa, este lugar? Aquí la conocí, aquí “la pesqué”…

Josiño trajo el coñac y una caña para el nieto, momento que aprovechó Luis para encenderse otro de esos Ducados que seguro le racionarían de ahí en adelante. Empezó su relato tras una profunda calada al cigarrillo, mientras retorcía la boquilla entre sus dedos y volvía a dirigir su mirada lejos, muy lejos. Asía el cigarro y la copa con la misma mano, mientras descansaba la otra, puño cerrado sobre la mesa de madera.

Luis tenía la piel cuarteada, con gruesos surcos a modo de muescas en la culata del revolver, a modo de cosecha en el campo de su vida, pura experiencia a lomos del “Cosiña II”, su chalupa y herramienta de trabajo, con la que había salido a faenar desde los diecinueve. Pero fue mucho antes, cuando siendo un crío que no llegaba a los catorce y cuando aún se podía correr descalzo por el muelle, sin riesgo de toparse con un coche o con un turista despistado fotografiando el faro, el momento en el que se cruzó con María. Fue en el julio del 31, lo recordaba bien porqué aquel verano, con la República recién instaurada, algunas familias acomodadas de la capital se habían desplazado a los pueblos para evitar problemas. Y a diferencia de otros años, se quedaron cuando empezó el curso. María era hija de un comerciante de telas, no destacaba especialmente entre la alta sociedad, pero vivían cómodamente y solían veranear en el pueblo, junto con unas cuantas familias más de la capital. 

Una tarde, mientras corría Luís por el muelle con una nasa en una mano y un palo en la otra, detrás de Xoan, enganchó el vestido de María por accidente con la cuerda de la nasa y le desgarró un pequeño triángulo de tela.

- ¡Niño! ¡Mira lo que le has hecho a mi vestido!- La cara de María estaba roja y su expresión auguraba un final al menos tan malo como el principio de la conversación.

- Perdona “Niña”- Luis resaltó “niña” dando a entender que no eran formas de dirigirse a él- Me llamo Luis, y ha sido un accidente, te pido disculpas.

María cambió de actitud de repente y se volvió a sentar pizpireta ella en su silla de madera, en la terraza del Almuñiz. Empezó a tocarse el pelo y a intercambiar sonrisas con Pilar, la amiga que le hacía compañía mientras tomaban un granizado de limón.

- ¡Luis, coño vamos!- Xoan se impacientaba mientras Luis se acercaba a la mesa de las niñas.

- Hola, me llamo Luis- dijo tímido.

- Ya me lo has dicho- le respondió María con una media sonrisa.

- Ella es María y yo Pilar- La amiga de María vislumbró el punto débil de Luis y quiso empezar el juego.

- Bueno…me tengo que ir…nos vemos otro día…

- Seguro- Concluyó María.

Luis pasó el resto de la tarde, observando embobado el triángulo de tela que había quedado enganchado al la cuerda de la nasa. Esa noche apenas cenó y no pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente se marchó al muelle y paseó durante horas delante del Almuñiz, pero no consiguió ver a María. Por la tarde, cuando fue al puerto a recoger a su padre que venía de faenar, echó otro vistazo. Nada. Cargó las bolsas azules de nécoras, y cuando se giró para volver a casa la volvió a ver, con otro vestido y con la misma amiga en la misma mesa. Dejó caer una de las bolsas.

- ¡Luis presta atención! Que se te cae todo…¡Luis!

Luis no escuchaba a su padre, se agachó a por la bolsa sin quitar la mirada de la mesa en la que las dos niñas empezaban a tomarse su granizado. Pasó junto a la mesa.

- Hola…- balbuceó

- Hola Luis- contestó María- ¿Vienes de pescar?

- Qué va, es mi padre que ha vuelto de recoger las nasas…yo algún día  también seré pescador.

- Recoger nasas no es ser pescador- respondió retadora María.

- Depende de lo que apreses, si te casas conmigo te pesco lo que quieras, entonces verás si soy pescador.

Fue decir esta frase y sentir Luis cómo se le iba tintando la cara de rojo, no entendía cómo podía haber espetado semejante bravuconada, mira que había estado toda la noche dando vueltas a cómo abordar a María, que le diría, cómo empezaría. Pues como era costumbre en él, derrapó en la entrada. Estaba a punto de darse la vuelta, salir corriendo encajar la cabeza en una nasa y tirarse al fondo del mar para no resurgir jamás cuando maría divertida le dijo:

- Tráeme un pez espada, entonces me casaré contigo.

- Sabes que no hay pez espada en la Ría…

- Tu tráemelo y me casaré contigo- sentenció María mirándole fijamente a los ojos.

Luis no articuló palabra el resto de la tarde, su madre le preguntó que por qué no cenaba, que por qué estaba tan callado, qué le había ocurrido para estar tan disgustado. Él ni siquiera la miraba, movía el puño frotando con el pulgar el triángulo de tela que había rasgado del vestido de María, como si se lamiera una herida, como si lo que intentara remendar fuese su estado de ánimo.

Aún no apuntaba el alba cuando se marchó de casa, con un burdo aparejo hecho con una rama gruesa y un anzuelo para atunes cogido con el sedal más grueso que encontró entre el material de su padre, unas caballas a modo de cebo metidas en una bolsa de plástico, botella de agua y un bocadillo. En el muelle se acercó a la chalupa de su padre, el “Cosiña I”, vigilante para que el guarda de noche no reparara en su presencia. Soltó amarras y se alejó hacia las afueras de la ría.

Tres días llevaba desaparecido Luis. Todo el pueblo había colaborado en las barridas por tierra y mar. Los pescadores de la cofradía habían surcado la Ría, la guardia civil había rastreado los montes, pero todo había sido en vano. Los padres de Luis se pasaban las horas en el Almuñiz, mirando al mar, esperando ver llegar la silueta del “Cosiña I” que a fuerza de amargas esperas, Lucía, la madre de Luis, sabía distinguir a varias millas. María esperaba también, angustiada, en el interior del bar, sintiéndose responsable de aquel disparate que había empezado como un juego y tenía visos de terminar en tragedia. Tuvo que contar la verdad, tuvo que dar a conocer el reto que había planteado a Luis, y se le vino todo el pueblo encima. La niña rica de la capital había mandado a un vecino, a un crío, a esa mar que tantos pescadores curtidos se había tragado.

Cuatro días ya. El Almuñiz estaba desierto, sólo María y Pilar sentadas en la mesa de la terraza cubrían la espera con un silencio prolongado. Xoan seguía sentado en el espigón mirando al horizonte como había hecho desde la desaparición de Luis.
Un golpe seco sacó a María de sus pensamientos, un choque brusco en la mesa de madera que a punto estuvo de hacerla caer.

- Aquí tienes tu pez espada. Ahora quiero que te cases conmigo.- Un Luis mugriento, con las marcas del insomnio  en los ojos, con las manos cuarteadas que nunca volverían a su ser, los labios secos y agrietados, la miraba fijamente a su lado. El trozo de tela del vestido de María colgaba de un cordel anudado al cuello de Luis.

María no dijo nada, se levantó y le besó. Sólo cuatro años más tarde se dieron el “sí, quiero” sobre la chalupa que ya no pertenecía al padre de Luís, sino que ya llevaba marcado su condición de “Cosiña II”, entre los vecinos del pueblo que hacían sonar las bocinas de sus embarcaciones.

- Lo demás ya lo conoces hijo- le dijo Luis a su nieto que le observaba incrédulo, no por la historia en sí, sino por no haberla escuchado antes. La cerveza estaba sin tocar.

No volvieron a hablar, el abuelo apagó el último Ducados, relajó el puño que había mantenido cerrado y se levantaron camino de casa para partir rumbo a Madrid. Atrás quedó la historia, la terraza del Almuñiz, y sobre su mesa un grueso anzuelo oxidado al final del cual había un trozo de tela anudado.