martes, 27 de enero de 2015

#139 ENGAÑO



Aquel día supe que mi mujer me engañaba con otro. No me lo dijo nadie. Nadie me había insinuado nunca nada. Yo jamás había sospechado de ella. Y aquel día mis propios ojos fueron testigos de cómo mi mujer se besaba con aquel tío. Además, era evidente que no se trataba ni de sexo ocasional, ni de un desliz pasajero. No. Era amor. En los ojos de mi mujer y su compañero vi amor. No le desearía eso ni a mi peor enemigo. Se me cayó el alma a los pies y supe que aquello no tenía solución. ¿Qué sería de mi vida de ahí en adelante? ¿Cómo sería capaz de afrontar tal situación? En ese mismo instante me sumí en una profunda depresión de la que me costó salir. Durante los meses posteriores anduve por la vida como alma en pena, sin rumbo fijo. Sí, me levantaba casi todas las mañanas cuando lo ordenaba mi despertador, trabajaba en aquello que ordenaba mi jefe y comía lo que me ordenaba mi madre. Pero esa especie de vida normal que arrastré durante aquellos meses no me hacía estar más vivo que cualquiera de las farolas que alumbraron las tardes y noches de invierno de las frías calles que conducía de casa al trabajo, del trabajo a casa de mi madre y de casa de mi madre a mi piso. Y sé que se me debía notar en la cara cuando mis propios amigos me decían lo bien que me veían, cuando antes –estando realmente bien– nunca me lo habían dicho.

Un día recibí una llamada al móvil. En la pantalla se anunciaba el nombre de “CARLA”, una de las mejores amigas de mi mujer.

―¿Dígame?

―Hola, Eduardo ―dijo Carla al otro lado―. No te entretendré demasiado. Sé que no quieres saber nada de Juana y su entorno.

―Entonces dime lo que sea rápido y adiós ―dije groseramente a Carla.

―Juana ya te ponía los cuernos antes de que te enteraras ―dijo ella.

―No soy ningún Einstein, pero eso ya me lo había imaginado yo solito.

―Escúchame. Me refiero a que fueron varias veces y… con varios tíos…

Carla se calló unos segundos y prosiguió.

―Y después igual. Ahora, bueno, hace un par de semanas supe que Antonio me la pegaba con ella. Pero lo más seguro es que ya se haya cansado también de él y esté con otro. Eduardo, desde lo vuestro ha estado con media docena, eso me lo contó ella antes de lo de Antonio ―y rompió a llorar―. Sólo quería que lo supieras. Adiós.

Y colgó.

Aquellas palabras fueron, al contrario de lo que pensé, catárticas. Me abrieron ciertamente los ojos y la mente. Yo había querido a Juana durante muchos años. Pero era evidente que ella a mí no. De hecho, nunca trató de ponerse en contacto conmigo tras aquello. Todo lo solucionamos mediante nuestros padres. Me dije que aquel descubrimiento no había sido sino para bien, para darme la ocasión de rehacer mi vida y olvidarme de mi mujer, y que odiarla ayudaría mucho.


El día que descubrí a Juana con otro fue el mejor día de mi vida. Ese día me deshice de lo peor que tenía, que era ella. Sentado en una mesa de restaurante de cinco tenedores, junto con mis padres y los suyos, rodeados por muchas otras mesas de invitados, con flores, música en vivo y excelente decoración, Juana desapareció. La busqué por todas partes hasta que entré en una estancia del restaurante que no conocía. Y allí, sobre una mesa de billar, Juana y otro se entregaban. Por supuesto que me vieron, pero no les dio tiempo a adecentarse antes de que yo saliera y pusiera en conocimiento de todos los invitados de que mi recién estrenada mujer saldría enseguida a explicar por qué se liaba con otro el día de nuestra boda. Ese fue el mejor día de mi vida. Me deshice de lo que más quería y más odio ahora.

martes, 20 de enero de 2015

#138 POR LA ERA



A las cinco de la mañana aún no había amanecido. Raúl salió de la ducha, se secó y se vistió con la ropa limpia que Amelia le había dejado preparada la noche anterior. Entró en la cocina, se sirvió un vaso de leche fría de la nevera, se lo bebió en un par de tragos, agarró la botella de agua, el trozo de queso, el de salchichón, el mendrugo de pan duro y salió de casa por la puerta del corral, donde tenía el tractor. El día anterior había sido muy caluroso, y no esperaba menos de aquél. Arrancó el tractor y salió lentamente conduciendo del pueblo con el traca-traca del motor y brum-brúm del remolque vacío. Por el camino saludó a Matías, que se dirigía pedaleando en su bici destartalada a ordeñar a las vacas. Pedro también había madrugado y levantaba el cierre del horno cuando pasó por delante. Pocos más coincidieron con Raúl aquella mañana. Ni la anterior. Ni seguramente la siguiente. Y cada vez seremos menos, pensaba para sí mismo. Y con aquello se entretuvo la media hora que tardó en llegar a la era. No debían ser aún las seis cuando empezaba a clarear el horizonte. Raúl colocó el tractor justo detrás de la cosechadora. Paró el motor y bajó. Fue encadenando con cuidado la cosechadora y anclando los amarres. Comprobó que se encontraba en buen estado, pero antes de empezar la jornada quiso asegurarse. Subió de nuevo al tractor y arrancó el motor. Accionó la palanca que elevaba la cosechadora y la hizo girar. Bajó y comprobó de nuevo. Engrasó los tornillos del eje de la cortadora. La grasa es la vida de las máquinas, se dijo. Miró el reloj que casi le anunció las siete. Era una hora fabulosa para comenzar. Podría estar toda la mañana sin parar y aún no había comenzado a apretar el calor. Finales de agosto no solía ser tan caluroso, pero había años que sí, y ése era uno. Sabía que a media mañana el calor sería casi insoportable, así que aún conservó el agua de la botella, pese a que ahora estaba fría. Luego le haría más falta. Subió de nuevo al tractor. Y miró hacia delante. Una extensa llanura de cebada ya seca y lista para recoger se presentaba hasta donde le alcanzaba la vista. Este será buen año, se dijo, claro que sí. Metió la velocidad corta, soltó el embrague y el tractor volvió a ponerse en movimiento con decisión. Accionó la palanca para regular la altura de la cosechadora y la colocó a la altura correcta. Cuando la segadora alcanzó las primeras espigas de cebada Raúl prestó especial atención a los movimientos del eje y a los primeros granos disparados hacia el remolque. Al cabo de una hora sentado al volante, aún no había llegado al final de la primera línea. Pero no había prisa. Sabía que no terminaría hoy, claro. Eso sí, toda la era debía estar cosechada para final de la quincena de septiembre. Si no, el grano se habría  quemado demasiado y no serviría. Era un trabajo de paciencia, pero de perseverancia. Eran muchas horas las que habría de echar al volante del tractor y la cosechadora, pero merecían la pena. Mentalmente trató de calcular las horas que necesitaría para todo el trabajo, teniendo en cuenta, eso sí, que no se planteara ninguna contrariedad. Algo como que se estropeara la cosechadora, o que hubiera un incendio, algo. Empezó a hacer números mentalmente, y enseguida se distrajo diciéndose que él no había ido nunca a la escuela, que si hubiera ido de pequeño las matemáticas le saldrían solas. Sabía lo que era una hectárea por lo que tardaba en recorrerla a pie. También sabía lo que era una arroba por lo que plantaba y cosechaba cada año. Pero las distancias y el tiempo mezclados en la misma operación no terminaban de encajar. Desde chico había estado ayudando a su padre y a su abuelo en las faenas del campo. Jamás se planteó el estudiar. No tenía tiempo. Al fin y al cabo, los chicos de su edad que estudiaban, acabaron marchándose del pueblo a buscarse la vida en la ciudad. Como si aquella aldea perdida de la mano de Dios se les hiciera demasiado grande y se perdieran. Apretaba ya algo el sol a las diez de la mañana y Raúl se caló el sombrero de paja y dio un trago de agua. Soltó la botella – aún fresca – a sus pies, donde todavía había sombra, levantó la cabeza y pisó el pedal de freno a fondo, sujetando el volante con ambas manos. Miró fijamente delante de la cosechadora y paró el motor. Se bajó y se echó para atrás el sombrero mientras corría a la parte delantera de la máquina. Justo delante de ésta, a punto de ser devorada por las aspas y las cuchillas había un nido de perdiz. Un nido de perdiz con dos perdigones recién salidos del cascarón. Raúl se frotó la frente para quitarse el sudor. Miró alrededor por si aparecía por allí la madre con el resto de la familia. Pero no. Sin duda se trataba de unos huevos abandonados por la madre in extremis. Tal vez perdigones tardíos que se tomaron su tiempo en salir. Estaban destinados a perecer, sin duda. Pero Raúl se agachó, cogió el nido con las dos manos mientras los neonatos piaban con fuerza. Sabía que su madre no volvería a por ellos aunque los dejara en el mismo sitio. Así que abrió la botella de agua, mojó un poco del pan duro, lo deshizo en diminutas fracciones y probó a dárselos de comer a los recién nacidos. Ante su sorpresa, éstos respondieron bien y tragaron y piaron con más fuerza. Raúl sonrió. Pensó que aquel era un buen momento como otro cualquiera para sentarse a la sombra del remolque y morder el queso, y ya de paso, dar algo de pan a los perdigoncillos. Mientras los alimentaba, pensó que, pasara lo que pasara con aquellos pájaros, el día había merecido la pena por lo distinto. Terminó su queso, levantó a los recién llegados, los puso a sus pies dentro del tractor, miró al frente, a la inmensidad de cebada por cosechar y continuó trabajando.


miércoles, 14 de enero de 2015

#137 CASO RESUELTO



Ha sido asesinado. Está claro dijo el brigada Ruipol.

Lo entiendo respondió su ayudante. Pero, ¿cómo? No hay signos de violencia.

A Ruipol le chirriaba esa pregunta. Sabía que no sólo estaba hecha con retintín, sino que en el fondo era una especie de prueba que al rato habría sido la comidilla de la comisaría. Llevaba ya casi un año sin resolver uno solo de los casos que le habían asignado. Todos homicidios, y en todos los casos los responsables de los mismos campaban impunes. Y como no podía ser de otra forma se había convertido en el chiste de la oficina. Lo grave no era que se rieran de él los veteranos, los que como él llevaban años pateando la ciudad, sino que los más imberbes e inexpertos, como en el caso de su ayudante, se unían a la chanza y participaban de ella. En el caso de su ayudante era doblemente grave, ya que era él y no otro el que facilitaba los detalles de su errática investigación al resto de compañeros.

Yo diría que se trata de asfixia volvió a elucubrar Ruipol.

Eran las dos de la mañana y aún quedaba un rato para que llegaran los compañeros de la científica para examinar el piso. Ruipol llamó desde su casa a su joven delfín, Arauco, para que le acompañara a un aviso recibido en la central.

Crimen pasional insistió el brigada.

Aham musitó con una ligera sonrisa Arauco, regocijándose en la idea del desayuno del día siguiente entre las risas de sus compañeros.

Ruipol empezó a deambular por el pequeño piso ante la atenta mirada de su ayudante.

―¿Y qué cree usted que pasó exactamente, mi brigada?

Ruipol avanzó hasta el dormitorio, comentando en voz alta su hipotética reconstrucción de los hechos.

Probablemente la pareja se reunió con la víctima aquí, en su casa, discutieron y la bronca fue a más. Entonces el asesino asfixió a su chico con este cojín . Ruipol lanzó el arma del crimen a su ayudante el cual la cogió al vuelo.

―¿Asesino? ¿Su chico? ¿Insinúa mi brigada que eran dos chicos? interpeló Arauco mientras se arrodillaba al lado de la víctima con el cojín entre las manos.

Aham ahora era a Ruipol al que se le escapaba una sonrisa

―¡Joder! ¡Mi brigada! ¡Es Antúnez! El muerto es Antúnez, pero qué coño... Cómo puede ser...

Antúnez. Menudo imbécil. Veinte años llevaba Ruipol trabajando con él y veinte años llevaba sufriendo sus críticas. El último año había sido especialmente duro, ya que por el ansia de protagonismo de Antúnez había éste liderado el acoso al brigada. Cuando no había material para burlarse de él, Antúnez siempre se inventaba alguna anécdota inexistente que hacía correr por la oficina.

Habrá que llamar a la central para informar mi brigada... Arauco nervioso seguía arrodillado al lado de su compañero con el cojín en la mano.

Aham volvía a musitar Ruipol.

―¡Mi brigada haga algo! Hay que...

Arauco no terminó la frase. Los trozos de un horrible jarrón azul volaron por la habitación a la vez que el joven ayudante se desplomaba encima de Antúnez.

Lo dicho , Ruipol disertaba Crimen pasional. Dos hombres algo más que compañeros discutieron por motivos de celos, uno de ellos perdió la calma y rompió un jarrón en la cabeza del otro sin consecuencias mayores . Mientras decía esto colocó la boca del jarrón en la mano de Antúnez. El agredido enfurecido cogió un cojín y asfixió a su amante sin compasión. Cuando se dió cuenta de lo que había hecho, arrepentido, se quitó la vida. Sencillo dicho esto sacó el arma de Arauco, se la colocó en la mano a su ayudante, y después de enroscar un silenciador le descerrajó un tiro en la sien, evitando salpicarse. Arauco quedó tendido sobre su compañero, la pistola en una mano, el cojín en la otra.

Ruipol se quitó los guantes de látex justo cuando llamaban a la puerta. Eran los compañeros de la científica. Ruipol les dejó pasar y salió a la calle. Se encendió un cigarro mientras iniciaba su paseo a casa. Un año después lo había conseguido. Caso resuelto.



miércoles, 7 de enero de 2015

#136 AY, LOLA



La mañana de marzo en que murió la abuela el sol se colaba por todas las ventanas de la casa. Al principio todos pensamos en bajar las persianas. Pero el abuelo se negó. Eso no, dijo. En esta casa siempre ha habido mucha luz dentro y fuera, y quiero que siga siendo así. Y hoy más que nunca. Así que abrimos las ventanas y dejamos entrar la corriente para que se llevara la concentración de olores y calor que habían reinado durante la noche y llenanra las estancias de aire fresco y saludable. Mi hermano Martín y yo nunca habíamos visto un muerto, así que nuestro padre nos llevó hasta el dormitorio de los abuelos donde estaba el ataúd. Habían retirado la cama y las mesillas para que la abuela ocupara el espacio central. Alrededor habían colocado varias sillas para que las visitas que se iban a producir en cualquier momento pudieran sentarse y llorar cómodas por lo menos. No recuerdo haber hablado con Martín de la impresión que me causó ver el cuerpo estirado de la abuela yaciendo en la caja. La abuela, desde que yo la recordaba, siempre había sido bajita y encorvada. Así que me pareció mucho más alta desde donde yo la vi. Tenía las manos cruzadas sobre su tripa, sujetas con un rosario. Recuerdo que mi abuelo no quería que se lo pusieran, pero mi madre insistió. Paco, déjame que se lo ponga, que para una vez que lo va a rezar entero… Y el abuelo accedió de mala gana. Tenía la cara algo pálida, pero no demasiado. La tía Pilar había insistido en darle un poco de maquillaje para que pareciera más dormida que muerta. Y lo había conseguido, ciertamente. Martín y yo nos acercamos, le dimos un beso en la frente y salimos al recibidor. La puerta de la entrada daba directamente a un patio que la abuela cuidaba mimosamente regando las plantas todos los días. Y era un gustazo ver cómo su diario esfuerzo tenía una recompensa cargada de color y aroma. Me senté en una butaca pensando en la última vez que hablé con la abuela. Había sido un par de días antes. Estuvimos jugando una partida de parchís y, como siempre, la abuela había vuelto a ganar con el consiguiente y consabido enfado por mi parte. ¡Jo, abu, nunca te dejas ganar! Así aprendes a valorar más los éxitos, contestó ella mientras reía. Por la noche, me dio un beso de buenas noches y a la mañana siguiente ya no pudo levantarse de la cama. Un ictus, me habían dicho. Por la puerta entró un señor mayor. Se paró, me miró y sonrió. ¿Dónde está tu abuelo, hijo? Creo que comiendo algo en la cocina. Este Paco no perdona el desayuno así se muera su mujer. Y caminó riendo bajito en esa dirección. Al poco entró una señora muy alta vestida completamente de negro, pañuelo en la cabeza incluido. Esto no parece un velatorio, comentó sin dirigirse a nadie, pero para que alguien la oyera. ¿Qué es esa música? Efectivamente, pude distinguir la voz de mi abuelo cantando desde la cocina en compañía del señor mayor que había entrado antes. Me asomé y vi cómo ambos cantaban sujetando sendos vasos de vino en la mano. Me dio por reír. ¿Qué si no iba a hacer?

A lo largo de la mañana, y hasta que llegó el cura, la gente iba entrando con cara seria en la casa, pero mudaban ese gesto en cuanto oían el coro de voces y carcajadas al que se sumaban. De vez en cuando alguno se acercaba a ver a mi abuela. ¡Ay, Lola, la fiesta que te estás perdiendo! Y volvían a la cocina donde mi madre preparaba almuerzo para todos los que estaban y los que iban llegando. El cura puso algo de orden después de tomar un trago y guió a la gente camino del cementerio. Recuerdo que, al día siguiente, le pregunté a mi abuelo: Abu, ¿te alegras de que se haya muerto la abuela? Se rió, me sacudió el pelo con su mano de herrero y me dijo: No, hijo, no. Sólo lo celebro como ella quería que fuera.


jueves, 1 de enero de 2015

#135 AÑO



"Acababa de empezar. Y terminaba. Acababa de terminar tal y como empezó. Estas cosas que se van y no vuelven. Nunca. Los había parecidos, se podían hacer más largos o más cortos. Se podían disfrutar o sufrir y en ambos casos dejaban marcas. Esas marcas eran recuerdos, y los recuerdos acordes que tintineaban la melodía que acompañaba días, semanas, meses...pero el dibujo que pintaban, ya fuera en blanco y negro o en color sólo se podía mirar en la distancia, girando el cuello y echando la vista atrás. Porque nunca más estaría. Y así debía ser. Las cosas pasan, en su tiempo y en su forma. Y te dejas cosas por ver para el siguiente viaje, que será en otro momento, se parecerá pero no será igual. Vienen encadenados, uno detrás de otro, como si de una nueva oportunidad se tratara, o de una condena más larga, cada cual según sus vivencias, sus experiencias.

En fin. Que se acabó el año, y con él pasaron penas, glorias, lágrimas y risas. Y cincuenta y dos semanas, cincuenta y dos historias. Y ahí estaba dos mil quince."


Iván se levantó de la silla y se quedó parado junto a la mesa con la mirada perdida al frente. "Feliz año" musitó. Los petardos de la calle habían callado ya. Acababa de empezar.