miércoles, 12 de diciembre de 2012

#29 IRIS


No recordaba el momento en el que intenté impresionarla. Ya podía haber faltado ese día a la plaza, ya podía haberme quedado en casa con las maquetas, la cola y el silencio sepulcral de mi habitación. Pero no, toda la vida con el san benito de pringado colgando y tuve que elegir ese día para hacerme el gallito. Si yo no quería salir. Ya le dije a Rubén que no llevaría las nuevas creaciones de la semana al mercadillo de la plaza. Esa semana no. No sé si era porque ya presagiaba la tragedia o por un instinto que nos ha dado la vida a los que no destacamos por nada que esté relacionado con el éxito social, pero yo me olía que algo no iba a ir bien.

Mi madre me decía que saliera con chicas, que fuera a jugar a la calle, que viera un poco la televisión, que me estaba volviendo un poco raro todo el día con mis maquetas de barcos y la colección de insectos que decoraban mi habitación, preciosos, pinchados con finas agujas en tablones de corcho. Y dale con la matraca de hacer lo que hacían todos los niños de mi edad, que si me tenía que dar el aire, conocer mundo, gente… La verdad que para mis escasos treinta y siete años mi madre exageraba un poco. Yo hacía lo normal, desayunar cereales en mi tazón favorito, decorado con un Espinete algo descolorido a fuerza de lavavajillas, después, claro, de tomarme un zumo de naranja recién exprimido y colado por mi madre, una tostada de mantequilla con azúcar y ya estaba cargado de energía para toda la jornada. ¿La jornada de qué? Pues hacía muchas cosas, generalmente siete u ocho maquetas al día, tenía un don con las manos y los dedos, manejaba la cola (la blanca de pegar) con una destreza propia de los mejores ebanistas, y era capaz de encontrar un punto de anclaje en la pieza más diminuta de toda la caja. Eso me llevaba más o  menos hasta la hora de comer, momento en el que me calzaba un babero con mangas, con un estampado muy bonito que me trajeron de Gandía mis tíos los de Melilla allá por el ochenta y cinco. Con él mantenía a salvo mi camisa de cuando fui boy scout, la cual lavaba cada noche para poder estar presentable en el momento de montar las maquetas. Me habían llegado a decir que era obsesivo por mi costumbre de ponerme siempre la misma camisa, yo creo que me lo dijeron por pura envidia. No tener que pensar en lo que uno se va a poner de ropa al día siguiente aumenta la esperanza de vida. Lo leí en un foro de Internet que hace poco cerraron por orden judicial por no sé qué asunto sin aclarar.

Pues eso, que comía y después de una reponedora siesta me entregaba a la ciencia noble de la entomología, y con ésas salía de casa con un cazamariposas, un lupa, mis botas de los scouts (como no podía ser de otra manera) y una manzana para la merienda. Era muy sano comer una pieza de fruta a media tarde, lo leí en una revista para mujeres de esas que tienen muchos test para ver si aún estás en condiciones de excitar a tu marido después de quince años de matrimonio. Me iba de paseo por la dehesa que había a las afueras de mi pueblo, siempre con cuidado de no cruzarme con ningún conocido, no por vergüenza, yo ya me había acostumbrado a los improperios proferidos por los ignorantes y holgazanes con los que había crecido en la escuela, sino por no retrasar mi organizada cronología de cada jornada vespertina, para la cual me establecía yo mismo una meta de siete nuevos insectos a enriquecer mi colección, que ya contaba con cuatrocientos cincuenta y seis ejemplares. Todos marcados y clavados en el corcho. Todos menos uno. La Mantis Religiosa que conservaba en formol en un tarro de mermelada. Ella era mi favorita, capaz de comerse al padre de sus pequeños vástagos, y aunque lo cierto es que en raras ocasiones lo hacía, me fascinaba la crueldad que podía albergar un bicho tan pequeño. Yo acostumbraba a darle los buenos días cuando me despertaba ya que el tarro presidía mi mesilla de noche, ella por obvias razones no respondía, pero sabía que me protegería de todas las eventualidades que se me pudieran presentar.

Y así transcurrían mis días, una cena ligera después de tanta dedicación y a la cama temprano, después de lavar a mano mi camisa de los boy scouts. La tenía que lavar yo, ya que mi madre, a los veintipocos años me dijo que no me la volvía a lavar, que a ver si aprendía a vestir como una persona normal, que saliera de tiendas con ella. Qué manía con que saliera más a la calle, si yo ya me paseaba por la dehesa todas las tardes.

Aquella mañana de sábado Rubén me llamó para preguntarme qué piezas llevaría al mercadillo a lo cual le contesté que en nuestra anterior conversación el martes a las dieciocho punto veintiséis ya le informé de que esta semana no iba a ir, que tenía un mal pálpito y que había escuchado en el programa de radio de madrugada que los malos pálpitos se deben a conjunciones etéreas de ondas negativas que inevitablemente a través de una ecuación de profecía auto cumplida suelen acabar en drama. Y yo no estaba en edad de dramas, con mi pubertad a flor de piel y los miedos atormentándome por las noches. Así que le dije que no, que no iba.

- Viene Marina, la hija de Amparo, la de la tienda de juguetes de Villarubios.

Diantre. Marina. No sólo era una mujer sin parangón vecina del pueblo de al lado, sino que siempre lucía una medalla de la diosa Iris. Y si la diosa Iris, la que anuncia el fin de la tormenta y llega con su paleta de colores, iba a estar en la plaza nada malo podía ocurrir. Cedí. Quedé con él a las ocho y media en los soportales del ayuntamiento para montar la mesa.

A las diez la plaza estaba llena de gente, de vecinos curiosos ávidos de tocar mucho y comprar poco, de turistas despistados que entre foto y foto se dejaban caer por las mesas, y como era de esperar la pandilla del Toño tomando sus cervezas de desayuno en el bar de la plaza. No sé muy bien cómo ocurrió pero todo vino rodado, como un alud que se desata por un imperceptible ruido en lo alto de la montaña y que cuando nos alcanza se ha convertido en una tonelada de nieve y piedras. Marina estaba en la mesa pero no llevaba el colgante con la medalla de Iris. Yo tragaba saliva en una especia de operatividad inversa a los perros de Paulov, segregada a raudales ante la presencia de Ella. Después vino Toño, empezó a manosear las maquetas, ella intercedió por mí, yo quise articular algún sonido pero me resultaba imposible, se generó una peculiar conversación de la que yo era el involuntario protagonista, y en la que se me llamó, para variar, pringado, el tonto del pueblo, el raro y así un sinfín de calificativos que no estaban cargados de amor y cariño precisamente. En un momento dado conseguí hablar, y quién me mandaría a mí. Justo después de que Toño le dijera a Marina que yo era un… un subnormal creo que fue concretamente, y que no era capaz de tomar ni una miserable bebida que no fuera el trinaranjus de piña, yo solté un “pues si”. En qué estaría yo pensando, supongo que procesando los primeros compases de la discusión, porque cuando Marina me miró con esos ojos azules y la media sonrisa de satisfacción, yo aún no era consciente del envite que había aceptado.

Me encontré en el bar de la plaza, rodeado de todos mis antiguos compañeros de escuela, con Toño enfrente y dos vasos pequeños, poco más grandes que un dedal (de chupito, creo que se llaman) repletos de una bebida marrón oscuro. Y llegó el alud, y con el alud mi aplastamiento y la definitiva ruina social, si es que aún gozaba de algún crédito. No sé si llegué a mojarme los labios con el segundo vaso, porque acompañado de las risotadas de la pandilla del Toño me desvanecí.

Cuando me desperté en mi cama eran las cuatro y cincuenta y cinco y pese al dolor de cabeza que tenía escuchaba a mi madre reír y hablar en la cocina. Su interlocutora era una mujer y ambas mantenían una animosa charla. Sus voces se fueron acercando a la puerta de mi habitación y cuando se abrió la puerta, tras mi madre penetró un reguero de luces de colores que decoraron como nunca la estancia en la que había trabajado tanto, en la que tantas horas había pasado, y en la que estaba a punto de llevarse a cabo el pacto entre humanos y dioses que anunciaba la llegada de la diosa, de mi particular diosa griega.

1 comentario:

  1. Imagino que cuando no acostumbramos al alma a jugar con las emociones y los sentimientos las primeras experiencias nos tumban! - a cualquier edad.....

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