miércoles, 27 de marzo de 2013

#44 NOCHE DE ESTRENO


Sofía se miró en el espejo y se dijo que había dado en el blanco con la elección de esa falda. Una semana antes, cuando la compró no estaba tan convencida. De hecho, la prenda había permanecido colgada en el armario desde aquel día. Ella llegó a casa, la sacó de la bolsa y la colgó en una percha. Ni siquiera le había quitado las etiquetas, pensando en la posibilidad de devolverla cuando se sintiera con ánimo para hacerlo. Tampoco la había colgado junto a las demás, sino apartada y sola, como dándole la oportunidad de presentarse al resto de habitantes del ropero antes de intimar. Y sin embargo, una semana después, cuando volvió a fijarse en ella habiéndose hecho la loca el resto de las veces que abrió el armario para sacar o meter otras prendas (puede que un millar de veces), tuvo coraje suficiente para arrancarla de la percha en la que se hallaba aislada, cortarle las etiquetas, ponérsela con gracia y gustarse. Es más: Sofía estaba convencida de que a Ernesto le encantaría. O eso, o la odiaría. Con él nunca se sabía del todo. Pero creía que esta vez había acertado. Una falda escocesa, de tablas y sobre todo corta – muy corta – era algo a lo que él no podría resistirse. Le conocía muy bien y sabía cuándo se le iban los ojos detrás de otras, y tras muchos meses juntos, había sido capaz de distinguir cuándo se trataba de un culo solamente, un cuerpo entero, o simplemente una falda. Y Sofía sabía con certeza que la falda que llevaba puesta en ese instante no permitiría que los ojos de Ernesto pasearan demasiado por las piernas de ninguna otra esa noche. Se encontraba tan segura de sí misma que se apostó a que sería capaz de centrar el tema de conversación sobre su prenda, y desviarlo del coche de Ernesto, estrenado la tarde anterior.

Iba a ser sin duda un asunto complicado. Ernesto llevaba años ahorrando mucho y gastando lo justo para cambiar de coche. El vehículo anterior había sido “heredado” de su hermano, que a su vez lo había “heredado” de su padre cuado éste pudo comprar otro, y que a su vez había tenido un propietario anterior. El coche tenía ya veinte años y era más que evidente que llevaba al menos los últimos cinco pidiendo a gritos el descanso eterno. Pero no habiendo recursos, se le exprimió todo lo que dio de sí. Sin embargo, la nueva adquisición había sido durante algunas semanas prácticamente el único tema de conversación entre ellos. Por lo menos el de mayor peso. Y la tarde anterior, cuando lo recogieron en el concesionario, ambos estaban llenos de satisfacción. Las diferencias con el antiguo eran infinitas: por fin supieron de primera mano lo que era la dirección asistida, los elevalunas eléctricos, el aire acondicionado y un sinfín de cosas más. Sin duda las prestaciones sobrepasaban con creces las del viejo. Pasearon en él durante el resto de la tarde y parte de la noche, y acordaron en ir la siguiente noche a darse un homenaje y cenar en El Pardo, lugar recurrente para muchos conductores que estrenaban coche. No, no iba a ser fácil. Cuando Sofía ya estaba lista miró el reloj y en ese mismo instante escuchó el claxon del competidor. En un minuto comenzaría la batalla.

Apenas se subió en el asiento del copiloto, Sofía notó cómo sus oídos comenzaban a saturarse de las bondades del nuevo utilitario. Era cierto que ella también estaba contenta con la nueva adquisición, pera aquella noche tenía toda la intención de ser ella el centro de atención.

-¿Te gusta mi falda nueva?
-¡Eh, sí! Estás muy guapa. Te sienta muy bien – dijo Ernesto. – Y lo más interesante…
-¿Qué? – Sofía estaba segura de que haría alusión directa a la longitud que mostraban sus piernas. Conocía bien a su chico.
-Va a juego con la tapicería. ¡Has hecho la elección perfecta!

En la cocina de su casa, sentada en un taburete alto, cenando un sándwich de mayonesa y viendo en la televisión pequeña un programa del corazón para que su mente se vaciara por completo, Sofía era consciente de que había tirado la toalla demasiado pronto. La comparación de su vestuario con el del coche fue algo que le dio tanta rabia que, sin mediar palabra, abrió la puerta, se bajó y la cerró con todas sus fuerzas sabiendo que dejaba al conductor con la palabra en la boca. El presentador del espacio televisivo dio paso a la publicidad. En el primer spot el nuevo coche de Ernesto se movía deprisa por una carretera que serpenteaba por un hermoso paraje arbolado. El conductor sonreía seguro de sí mismo, cambiaba de velocidad y aceleraba para mostrar al mundo la aceleración y capacidad de su vehículo frente a cualquier entorno por muy pacífico o salvaje que fuera. Sofía agachó la cabeza, y al ver que aún llevaba puesta la nueva minifalda, se puso de pie y arrojó con rabia lo que le quedaba de sándwich contra la pantalla acertándole de lleno en la cara al Ernesto de turno.

miércoles, 20 de marzo de 2013

#43 DONDE REPOSAN LAS LÁGRIMAS



Sus enormes zapatones colgaban por la piedra y apuntaban hacia la cascada, la misma que escrutaban sus ojos con gesto reflexivo. Ahí permanecía pensativo, haciendo un recorrido por tantos años de risas. Y sin embargo, su cara no parecía la de un profesional de la alegría y el buen humor. En cierta manera aquello no había sido nunca un trabajo para él, no fue una obligación. Para Turuleto había sido una vocación temprana, una inquietud, una imperiosa necesidad de hacer que la gente fuera más feliz. Y a muy tierna edad descubrió que tenía facilidad para diseminar buen humor y carcajadas allí por donde pasaba. En el colegio ya apuntaba maneras y era capaz de arrancar una sonrisa al compañero más sieso, incluso a la señorita Gertrudis, la implacable y temida señorita Gertrudis, a la que doblegó en su particular expansión viral de la risa floja. Cierto es que tan recia profesora no se carcajeó a mandíbula batiente, pero un discreto arqueo en la comisura de los labios otorgó el triunfo a Daniel, desde ese instante apodado con lo que sería su alter ego: Turuleto.

Desde entonces no dejó de hacer reír, primero desde el ocio a sus allegados, su familia, sus amigos, aquella primera novia a la que regaló una margarita que lanzaba chorros de agua… después, y lo que paradójicamente no hizo gracia alguna a sus padres, decidió dedicarse a ello de manera profesional. Si tan bien se le daba, si realmente tenía una innata capacidad para levantar sonrisas y buen humor, bien podría vivir de ello. Aunque era consciente de su habilidad, que por mucho que se lo reconocieran públicamente él la entendía como una manera de encarar la vida, como una forma de enfrentarse a los vaivenes diarios de una forma diferente, un estilo lejos de las amarguras y las desidias. Daniel, Turuleto, iba por la vida con una sonrisa.

Fue unas navidades, cuando todos los chavales andaban pendientes de acudir a la plaza mayor, justificar las notas en casa y esperar ese último gadget tecnológico que con ansia querían para reyes. Daniel se acercó a la plaza de toros de las Ventas donde estaba ubicado el Gran Circo Mundial, a la entrada del coso podía observarse un cartel con el gran tigre blanco, el increíble y único tigre blanco de Europa. Junto a él se lucían los hermanos Tonterri, habilidosos equilibristas llegados de tierra de fuego con su único e increíble número mortal. Al otro lado de la puerta lucía orgulloso el famoso payaso Farfó, el más increíble de los Clowns que jamás había visto Daniel. Y esto no figuraba en  el cartel, no, esto era una certeza que hacía tiempo que inspiraba a su alter ego. Compró una solitaria entrada ante la mirada curiosa de tanta familia que acudía jovial a la cita anual con el circo en Navidad. Una vez dentro se las ingenió para colarse en los camerinos, y con el pulso a mil por hora y sudores fríos, tuvo el valor de llamar a la puerta de la caravana de Farfó. En ese momento la sonrisa no era precisamente lo que lucía su rostro.

Lo que pasó a continuación no es del todo relevante, o más bien cómo ocurrió, porque el resultado si fue algo que marcó su vida. Lo cierto es que Daniel estuvo un rato departiendo con Farfó, el cual no sólo quedó gratamente sorprendido con el espíritu jovial de aquel joven, sino que rió y rió sin parar ante las tontunas que el ya interiorizado Turuleto hizo en aquella pequeña caravana. Unos meses después, cuando Farfó decidió retirarse de la escena circense, le propuso al dueño del circo que fichara a Daniel. Bueno, en realidad le convenció de que fichara a Turuleto. Después de asimilar el disgusto paterno y la condescendencia materna, Daniel se subió a una caravana de la que no bajaría hasta cincuenta años después.

Cincuenta años pasó haciendo reír a niños y mayores, a gentes de todo el mundo, a personas de climas fríos y a habitantes del trópico, en grandes ciudades y en pequeños pueblos. Turuleto se convirtió en el principal reclamo del circo, ni el tigre blanco, ni siquiera el oso pardo que montaba en patinete fueron capaces de distraer la atención del público que pagaba la entrada con el principal fin de reír hasta llorar con la actuación de Turuleto.

En sus ratos libres, que cualquiera que conozca la vida del circo sabrá que no eran muchos, Daniel se acercaba a hospitales infantiles, a residencias de ancianos, a hogares de acogida, y con una sencilla nariz roja y aquellos zapatones que durante tantos años siempre habían ido con él, se transformaba en Turuleto y aplicaba el mejor de los tratamientos, daba la más grata de las compañías y hacía vibrar a las personas a las que dibujar una sonrisa les costaba más que a la mismísima señorita Gertrudis. Pero siempre lo conseguía. Turuleto era único.

Y allí estaba sentado, a sus casi setenta años mirando el manantial que brotaba debajo de la colina donde estaba instalado el circo cuando no viajaba por todo el mundo. Hacía mover sus zapatones con cierta melancolía, como si dejara escapar las penas de las que a otros liberó. Sabía que llegaba la hora de dejar paso a otros payasos, a otros chicos que como él vivían la vida de una forma diferente, que se entregaban a los demás de una manera distinta. Ahora estaba el joven clown polaco, Romas se llamaba, y cuando salía a escena se transformaba en Romonó y tenía mucha gracia y mucha ternura a la vez. Era bueno, y como era bueno había que dejarle que se abriera paso en el mundo de las risas, pero sobretodo había que dejar que se diera al público, que se diera a niños y mayores. Y en eso que llegó Romas caminando por el pequeño camino de tierra que llegaba  al risco sobre la cascada en la que estaba sentado Turuleto y se sentó a su lado.

- ¿Qué miras Daniel?- le dijo con la timidez que caracterizada al chaval que se escondía debajo de descarado Romonó.

- Miro este río desde hace años cuando paramos una temporada aquí - dijo Daniel sin quitar la mirada del caudal. Y prosiguió- Miro su agua, su ritmo, su corriente, miro como vibra y siento que está formado por cada una de las lágrimas que le he robado al tiempo, a la vida de esas personas que me regalaron su sonrisa.

Y en ese momento, y por primera vez en su vida una lágrima rodó por su mejilla, y tras pasar la comisura de sus labios, que no habían perdido la sonrisa en ningún momento, cayó al río para perderse entre tanta agua o tanta lágrima. Entonces tuvo la certeza que había llegado la hora de dar paso a otros con sus risas.


miércoles, 13 de marzo de 2013

#42 ASESINANDO AL CANTAUTOR


Asesinando un Knockin’ on Heaven’s Door a mamporrazos contra su desvencijada guitarra y con un vozarrón algo peor que cazallero, Raúl se imaginaba a sí mismo en Canal Street de Nueva Orleans, a unos cien metros del negrata ése que toca el saxo y suda como un gorrino. Pero no. La realidad era que se tenía que dar con un canto en los dientes pudiendo versionar a Dylan en los pasillos de la estación de Alonso Martínez. Era más que probable que allí hubiera más tráfico de personal que en Canal Street, pero en la ciudad del cuarto creciente los que pasaran seguro que irían más borrachos y sabrían apreciar mejor su talento. En Madrid la gente siempre iba con prisas. ¿Dónde cojones irán todos? ¿A apagar un fuego o qué? Se creerán que así van a ganar dinero más deprisa, se decía Raúl. Sabía que al fin y al cabo nadie le prestaba atención. Era muy posible que los que le echaban algún céntimo sobre el trapo del suelo lo que estaban deseando era que se callase y dejase de atronar los oídos al personal. Sobre todo a los que iban inmersos en sus pantallas móviles, tabletas, libros electrónicos, etc. Porque los que iban directamente con los auriculares apenas se percatarían siquiera de su presencia.

-¡Jo, tío, ésa me mola mucho! – le había soltado de repente una chavalilla mientras versionaba Con la Frente Marchita.

La niña tiene buen gusto, pensó para sí, mientras entrecerraba los ojos para parecer más sentido en el estribillo intentando imitar con más énfasis la rota voz de Sabina:

Y no volví más
a tu puesto del Rastro a comprarte
corazones de miga de pan, sombreritos de lata,
y ya nadie me escribe diciendo “no consigo olvidarte,
ojalá que estuvieras conmigo en el Río de la Plata.

Y la niña movía la cabeza arriba y abajo al ritmo.

Después de unas copas en Neón, el puti, acordaron ir a una pensión que ambos conocían, y al terminar el primer polvo ya se habían declarado su amor eterno.

-Yo me llamo Ambar.
-Yo sólo Raúl.
-Soy puta, pero no te preocupes que esto no es trabajo.
-Ah. Yo soy cantautor, pero no te preocupes que no me voy a hacer famoso.

Y se volvieron a declarar y a poseer una vez más.

Cada día Ambar le llevaba un cruasán a Raúl a Alonso Martínez para desayunar, pero un día además del cruasán traía un perro con una correa.

-¿Pero qué haces con ese chucho? ¿Estás mal de la chola? ¡Aquí no se pueden meter perros, te van a decir algo!
-Que no, tonto, que conozco a todos los seguratas de aquí y me dejan – dijo con absoluta naturalidad. – Anda, saluda a Rapso porque a partir de ahora es tuyo y te va a hacer compañía todos los días. Es muy bueno, ¿lo ves? Mueve la cola, eso es que le gustas.

Y desde aquel día Rapso se pasó tumbado a los pies de Raúl el día entero con las orejas caídas como deseando no estar allí mientras Raúl estrangulaba, abofeteaba, aniquilaba a Pedro Guerra o a Silvio Rodríguez, y daba vueltas sobre la cantidad de gente que Ambar podía “conocer”. Pero enseguida lo dejaba y se dedicaba con pasión exclusiva a martirizar los oídos del personal y de Rapso convenciéndose de que había gente que lo estaba pasando realmente mal.

Entrecerró los ojos y volvió a Nueva Orleans para volver a llamar a gritos a las puertas del cielo a dúo con el negrata, que hacía los solos de saxo:

Knock, knock, knocking on Heaven’s door.
Knock, knock, knocking on Heaven’s door.
Knock, knock, knocking on Heaven’s door.
Knock, knock, knocking on Heaven’s door.

martes, 5 de marzo de 2013

#41 POR LAS CALLES DE PARÍS.




Brillaba por encima de mi cigarro. Los dedos se me iluminaban a cada lenta y sosegada calada. Sentado en las escaleras en las que años atrás caí rodando, observaba los destellos que arrojaba la torre intentando averiguar con que criterio, o ausencia del mismo, iban a convertir aquella maravilla en una pelambrera verde, con hojas colgando desde lo más alto. Pero en el fondo ese cambio era lo de menos.

Había estado todo el día paseando por sus calles adoquinadas, el recorrido de siempre, el paseo perenne que me hacía recordar los espacios que no pisaba cuando tenía mi residencia fijada allí. Concordia, La Madeleine, bulevar de los capuchinos, Ópera, Rue de la Paix, Place Vendôme, Rue Saint Honoré… luego llegaba el Louvre, el río, el Musee D’Orsay, las islas, la espléndida catedral, barrio latino con bocata griego incluido. Mis pasos respondían a una cadencia mecánica que no por ser autómata dejaban de apreciar todo lo que me rodeaba. París era mi casa, como lo era Madrid. Y en sus gentes, que quizás no destacaban por su gentileza pero no dejaban de tener algo especial, en sus calles, los colores de las personas que arrojaban una sensación de mestizaje que ya nos gustaría por estos lares, encontraba yo una paz interior que necesitaba revivir todos los años.

Ya por la tarde subí al Sagrado Corazón y paseé por las calles del 9eme, con sus sex shops, sus trileros, sus tiendas populares, todo ello aderezado por los turistas ávidos de instantáneas originales del París que no sale en las postales. Y siempre el ambiente mestizo. Allí, en una pequeña calle descubrí hace años un restaurante que regentaba una familia del Togo, ambiente agradable con comida casera. Cada rincón me generaba recuerdos, cada paso me situaba en un tiempo pasado que comulgando con el presente me hacía descubrir una nueva ciudad que ya conocía. Y sin embargo aunque pasara una y otra vez por los mismos sitios, la estela que dejaban mis pasos era siempre distinta, supongo que porque la marca que dejan las huellas depende no sólo del camino que recorremos sino de cómo lo hacemos, del ánimo, de la compañía.

Años cruzando el río Sena por el puente de Bir-Hakeim camino de la estación de metro de Dupleix me permitieron contemplar la torre con otra perspectiva, la del que normaliza los elementos que hasta entonces los percibía con una mezcla de admiración e incógnita. Y nunca dejé de mirarla, por mucho que dos trayectos diarios me arrojaran siempre la misma imagen. Un poco más allá reposaba la estatua de la libertad, esa gran desconocida para el común de los mortales y que no era sino una réplica más pequeña del mismo escultor que en su día regaló la original a la ciudad de la Gran Manzana.

Antes de mi última parada, del reposo que encontré a la luz de un cigarro encendido, me dejé caer por el Franc Tireur, un café como muchos otros que trufan las calles de París, sólo que ése era el bar de mi barrio, frente a la parroquia de Saint Ferdinand, y pedí una caña. Apoyado en la barra me gustaba oír, que no escuchar, las conversaciones que circulaban a mi alrededor, y darme cuenta de cómo la lengua francesa no me había abandonado pese al desuso, y cómo el tono de las gentes seguía intacto por mucho tiempo que pasara. Y por mucho que hubiese pasado por mí.

Y ya de noche, sentado frente a la inmensidad de la Torre Eiffel, en aquel peldaño de los jardines de Trocadero donde me rompí el tobillo, pensaba en los tiempos que pasaron y en los que están por venir. Pensé en que París constituía mi primer gran recuerdo vital, y cómo soy capaz, más de veinte años después, de recorrer a oscuras esta ciudad, tan distinta a lo que recogen las guías, y tan parecida a lo que me ofreció entonces. No era la primera vez que volvía, y a buen seguro no era la última, pero como siempre era distinta. Y lo supe. Supe que había pasado mucho tiempo y que mi vida sí había cambiado, en ese mismo peldaño con las mismas luces en frente, supe que mi vida seguiría siendo un carrusel como el que preside los bajos de las escaleras de la basílica del Sagrado Corazón, y de repente me gustó. Dudé. No sé si era la ciudad en sí, o la mano que cogía la mía y me apretaba contra su cuerpo. Lo que sí sabía es que era distinta y que en ésta me quería quedar.