miércoles, 26 de diciembre de 2012

#31 LANCES DE PALABRA


El caso es que me sonaba. Nos cruzamos muy rápido casi chocando nuestros brazos bajo el umbral de aquella elegante puerta que daba acceso al enorme edificio de oficinas en pleno corazón de Madrid. Claro que a esas horas vete tú a saber. Era guapa, mucho, con unos ojos azules que daban una inquietante profundidad a su mirada. Un segundo. Zas. No me acordaba, estaba seguro que la había visto antes, y no sólo estaba convencido de ello, sino que por la planta que calzaba la mujer, decía muy poco de mí que no fuera capaz de situarla de forma precisa en el anterior encuentro vital entre los dos.

Todo esto pensaba yo absorto en el hall de entrada del edificio, elegante como ya he dicho, de oficinas donde iba a realizar mi entrevista. Ella se perdió entre el gentío de la calle, móvil en mano. Sacudí la cabeza a modo de aviso a mi subconsciente. “Céntrate en lo que te tienes que centrar” me dije a mí mismo. Y eso no era sino la entrevista de trabajo que tenía en la sede de Xteam en menos de treinta minutos. Conseguir esa entrevista había sido la hazaña más bestial de mi vida, nadie conseguía una entrevista con ellos, eran la élite del mundo empresarial, con delegaciones repartidas por los cuatro continentes, con un grado de influencia política y económica sin parangón. Ellos seleccionaban a través de sus cazatalentos a las jóvenes promesas a las que incorporaban a un severo plan de formación que duraba tres años, durante los cuales no se permanecía más de seis meses en un mismo proyecto, ni en un mismo país.

Entrar a formar parte de Xteam era el sueño que perseguíamos todos los alumnos de aquel master para pijos al que entré becado por alto rendimiento en la facultad. Para mí ya resultaba inalcanzable matricularme en aquel curso, con lo que parecía bastante peregrino que lograra jamás entrar a formar parte de la plantilla de Xteam. Y sólo fue cuando un vacilón guaperas, de esos que van repeinados para atrás y fuman puros Habanos, pese a darles asco el tabaco sólo por aparentar no sé muy bien qué, me tiró el guante. Yo no tenía el capital que atesoraban todos aquellos compañeros podridos de dinero, y que por otro lado en su inmensa mayoría era gente encantadora. No. Yo pasta no tenía, pero el arrojo con el que me crié en las calles de mi barrio, y los huevos que le tuve que echar a cada lance – y en mi barrio ya os comento que había unos cuantos- no los tenían estos pipiolos pero ni en su órbita imaginaria. Pero el guaperas no formaba parte precisamente de mi círculo de amor más cercano, y me vaciló. Lo hizo. Y a mí no se me vacila. Nunca.

- Los torrijas sin un pavo como tú nunca entrarán en Xteam. Pringao.

Creo que fue el remate de “pringao” lo que me hizo perder los papeles, entrar al trapo, desarrollar ese comportamiento tan infantil como reponedor de responder a una provocación anulando el temple que pueda intentar desplegar la parte frontal de nuestro cerebro. Pero si algo me ha caracterizado siempre ha sido la capacidad de defenderme sin perder los papeles, con una retórica elaborada, estructurada, educada y sobretodo letal. Sin pestañear, sin despeinarme. Era capaz de rodear al contrincante y hacerle papilla con esa lengua que me había puesto ahí la naturaleza y que la sacaba a pasear cuando la situación lo merecía, esparciendo la munición.

En realidad, en alguna ocasión fortuita e inesperada, no conseguía controlar la ira y no es que perdiera los papeles, es que perdía el sentido, la entereza, la vergüenza y lo que era peor, las formas. Como me pasó hace una semana con la loca ésa que iba conduciendo con el móvil en la mano, y por mandarle un maldito emoticono sonriente de ésos a su novio estupendo – supongo- casi me saca de la calzada y me hizo un roce en la aleta derecha del coche. Cuando paramos para rellenar los papeles,  ni retórica, ni habilidad de palabra ni nada. La llamé de todo, muy soez y burdo, sin una pizca de arte ni elaboración. Creo que vi unas lágrimas despuntar por el interior de sus ojos.

Total, que despaché al pijo con alguna frase ingeniosa, dándole a entender que no sólo entraría en Xteam sino que con el tiempo él vendría a mendigarme un puesto aunque fuera para servirme los cafés. Después le hice una breve reseña gráfica sobre lo que haría con su currículum y entre las risas de los presentes prescindí de rematar a mi oponente. No se lo merecía.

Así era yo. O así me habían hecho las circunstancias, que ahora se llevaba mucho aquello de echar la culpa al entorno para justificar nuestras propias miserias. El caso es que en el barrio donde crecí, los pusilánimes no sobrevivían, o te echabas la vida al hombro y te lanzabas al reto y que saliera el sol por Antequera, o estabas perdido. Intenté llevar una vida diferente al resto de mis vecinos, pero sólo pude hacerlo en parte. Estudié mucho y conseguí que el trabajador social que llevaba los temas de mi madre me encontrara una beca para ir a la Universidad, y me diera una ayuda para pagarme el abono. Mi constancia hizo el resto. Salía de casa muy temprano y, aunque terminaba las clases a la hora de la comida, me quedaba toda la tarde estudiando en la biblioteca. En la habitación que compartíamos los tres hermanos no hubiera sido posible estudiar, en el salón con mi madre y mi abuela discutiendo menos, y en la cocina que daba al patio ni pensarlo, ahí estaba toda la cuadrilla, pendiente de que apareciera para tocarme los huevos. Eran buenos tíos y hacíamos buen grupo, pero hacía tiempo que sabía que nuestros caminos transcurrirían cercanos, sí, pero sin puntos tangenciales.

Logré a través de un catedrático de mi universidad hacer llegar a un miembro del consejo de administración de Xteam un diseño de ejecución de cuentas en momentos de recesión basados en la expansión internacional y el intercambio de divisas. Todo muy bien encuadernado y con su pen-drive adosado para que pudieran consultar los datos de manera gráfica en su lujosa sala de reuniones.

Y funcionó. Vaya si funcionó. A los dos días tenía un correo electrónico citándome para una entrevista, y en ésas estaba cuando entré en el hall del lujoso edificio de oficinas, con el cruce en el umbral de la puerta y mi mirada perdida viendo cómo se alejaba por la calle.

Me dieron una tarjeta en la que se podía leer “visita” y subí en el ascensor hasta el piso trece. “Mal vamos” pensé, trece, no podían entrevistarme en otra planta. Cuando me pasaron a la sala de espera de las visitas comprendí mejor por qué todos mis compañeros suspiraban por un puesto en Xteam. Allí era todo lujo, y sólo estaba en la sala de espera. Sofás de piel, una mesa con un surtido de desayuno donde no faltaba la cafetera ésa de las cápsulas y bollería que no tenía nada que ver con la bollería industrial del chino de mi barrio. Una señora muy maja entró en la sala para decirme que la entrevista se retrasaría un poco, que faltaba parte del consejo, que no se demoraría mucho. Que tranquilo. Me lo dijo así, “tú tranquilo”, como si percibiera en mi rostro el rastro de la tensión que llevaba por dentro. Y la llevaba, vaya si la llevaba. No tanto por el puesto en sí, que francamente me resultaba un poco indiferente, no era yo un chico de grandes aspiraciones laborales. Quería ganar dinero, sí, pero quería tiempo para poder gastarlo. Siempre me parecieron patéticos esos ejecutivos forrados que no tiene tiempo para gastarse la pasta que ingresan y no tienen tiempo ni para ver a su familia en fotos. Estaba algo ansioso porque tenía ganas de restregarle al pijo del curso mi admisión, de hacerle morder el polvo y ofrecerle así, gratis, una cura de humildad. En lo dialéctico ya le había dado un repaso fino, y le había dejado claro que ni se tomara la molestia de entrenarse, en los lances verbales yo era el mejor.

Pasaron veinte minutos y un par de disculpas más de la amable señora que no hacía ya mención a mi aspecto anímico. “Sólo falta la vicepresidente” me dijo en su última entrada. A través del cristal translúcido reconocí entonces un ceñido vestido rojo entrando con prisas en la sala de juntas. Se desencadenó en mí una especie de efecto dominó gracias al cual en menos de quince segundos asocié el vestido rojo con la mujer de grandes ojos azules de la entrada del edificio y con la desafortunada ocasión en la que un accidente de tráfico me hizo perder los papeles y la lengua con la conductora en cuestión.

Por la boca muere el pez, pensé. Recogí mis cosas y me marché a casa.

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