Aquel día Daniel había decidido que llegaría
tarde a la oficina. Quería que todos estuvieran ya en sus puestos de trabajo
para cuando él entrara por la puerta. Posiblemente su jefe ya tendría preparada
la bronca. Otra más. Pero a aquellas alturas no le importaba. Había tomado una
decisión.
―Daniel, la actitud que estás teniendo
últimamente no está justificada bajo ninguna circunstancia. Te advierto de que
tengo que informar al departamento de personal. Ya he intentado hablar contigo,
de tratar este asunto por las buenas. Pero tu reincidencia me obliga a tomar
otras medidas.
Efectivamente, cuando entró por la puerta,
todo el mundo parecía ocupar ya su lugar, como en una representación teatral
que, bajo su punto de vista, había estado demasiado tiempo en cartelera. Cuqui,
la recepcionista, se afanaba por no dejar marcas en la revista que ojeaba
mientras se pintaba las uñas. Apenas alzó los ojos y por supuesto no le dio los
buenos días. Sabía que no le caía bien.
―Es un raro. Nunca saluda. Siempre trae la
camisa arrugada. ¿Es que no tiene plancha? ¿Y los zapatos? ¡Ya podría comprarse
otros, por Dios, que esos los tiene desde que empezó a trabajar aquí!
Como se había imaginado, todos estaban ya en
pie apenas pasó la recepción. Algunos lo miraban con espanto mientras se
retiraban. Otros parecían querer salir con urgencia por la puerta contraria, la
de emergencia. Los menos se habían ya arrodillado. Y a pesar de haber entrado
deprisa y con decisión, lo visualizaba todo como a cámara lenta, grabando en su
retina los rostros de conocidos y desconocidos, compañeros y jefes. Rebollos,
detrás del cristal de su despacho, había levantado el auricular del teléfono,
pero éste no había sonado. Tendría urgencia por hacer una llamada mientras
gotas de sudor resbalaban por su frente. Siempre le había considerado algo
mojigato y tragaldabas, aunque, para ser justos, era el único que en alguna
ocasión se había preocupado con sinceridad por él y su situación.
―Daniel, déjame que te dé un consejo: sigue
mi ejemplo. ¿Crees que yo he llegado hasta aquí siendo yo mismo? ¿Crees que a
uno le dan un despacho y unas responsabilidades soltando por la boca las perlas
con las que tú nos agasajas? ¡Vamos, hombre, despierta! Estamos en el siglo veintiuno.
Las buenas intenciones no bastan. Hay que pensar en uno mismo. En uno y en su
familia y en su cuenta corriente.
Desde los pies de la mesa por la que acababa
de pasar, los ojos azules de Cristina, la contable, le miraban suplicantes. No
recordaba el número de veces que su boca le había suplicado a ella. Al
principio café. Más adelante una copa. Una cena tal vez. Incluso sexo rápido en
los baños del local aquel de aquella fiesta de Navidad. Últimamente sólo algún
adelanto, algún favor, algún consejo para su inestable economía. Y la respuesta
de aquella mala zorra siempre había sido una mirada por encima del hombro y un
desdén. Las sonrisas se las tenía reservadas a los guaperas de trajes caros y
carteras llenas, descapotables en el parking y chalets en urbanizaciones alejadas.
―Ese tío es un cerdo. ¿Te has fijado en como
me mira las tetas? Un día le voy a dar un tortazo delante de todo el mundo. ¡Si
hasta apesta a sudor desde primera hora de la mañana!
Caminó hacia su mesa y en el trayecto vio
silencioso e inmóvil a Laureano. Allí estaba de pie junto a su silla, pálido
como la cal, con los ojos muy abiertos y la boca cerrada. Pudo comprobar que
algo le había turbado. ¿Era pis? ¿Sería cierto que se había hecho pis encima?
Era un cabrón con pintas cuya función principal en la empresa consistía en
hacerle la vida imposible. Le asignaba tareas harto complejas para luego
restregarle públicamente su incapacidad de llevarlas a cabo. Disfrutaba
haciendo mofa constantemente sobre él, su aspecto y su vida, comparándose
directamente con él mismo.
―¡Qué pasa, tío! ¿Hoy no funcionaba la
gillette o es que te estás volviendo un hipster de ésos? Te advierto que no te
pega nada. Antes deberías cambiar esas gafotas que me llevas, que parecen más
unos escaparates que unas lentes progresivas. ¿Otra vez los pantalones grises?
Te han hecho masa con el culo seguro. Y por cierto, ¿te piensas cenar en
Navidad? Porque te estás poniendo como un cochinillo de tanto comer porquerías
de la máquina. Tráete fruta, coño. El informe para dentro de diez minutos. ¿Que
no sabes de qué te hablo? ¿Sabes abrir tu correo? ¡Espabila, joder!
Se sorprendió al ver a su jefe sentado
retándole con la mirada. Fue el único que permaneció en su silla. Con los
labios pegados parecía decirle “Yo te he creado. Daniel, yo soy tu padre”.
―Hazlo ―fue lo único que dijo.
Daniel levantó la Magnum 9 mm y le acertó en la frente.
Igual que Cuqui, que a Rebollos. Igual que a Cristina y Laureano.
Cuando se disparó él mismo en la sien,
despertó. Sudando. Se levantó, se duchó y llegó el primero a la oficina igual
que el día anterior, igual que haría al día siguiente y al siguiente.
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