Babou
aún recordaba su infancia en Dolo Odo, en el límite entre Somalia y Etiopía,
cuando cada tarea era un esfuerzo al alcance de pocos. Los pocos que
sobrevivían a las tareas cotidianas debían enfrentarse a un clima extremo, a
una alimentación pobre y a incursiones esporádicas de las tribus vecinas.
Pocos
de sus amigos habían sobrevivido y los que lo hicieron fueron escapando de
aquella región a través de las fronteras, la mayoría hacia Kenia, los menos
afortunados buscando trabajo en barcos de pesca somalíes. Babou eligió un
camino más duro, casi tanto como el que recorría su madre cada mañana para
llenar las sucias vasijas con agua del pozo que había a ocho kilómetros del
pueblo. Desde muy pequeño su madre le insistió en la necesidad de ir a la
escuela, y por mucho que él aspirara a convertirse en pastor nómada, como lo
era su padre y lo había sido su abuelo, nunca hubo forma de conseguir que la
que mandaba en casa cambiara de opinión. A su padre apenas le veía. Recorría el
país durante la época de lluvias, escasas por otro lado, y se instalaba cerca
de la frontera keniata el resto del año. Allí vendía las cabras famélicas a un
precio irrisorio a los comerciantes de la zona. Si había suerte algún grupo de
turistas despistados le pagaban un par de birr por hacerse una foto con él. Lo
que conseguía reunir lo llevaba casa,
cuando iba, dos veces al año, una de ellas siempre coincidiendo con el
cumpleaños de Babou. El 21 de marzo.
A
Babou le gustaban mucho las plumas de ave, y debido al agobiante ambiente y al
mal olor que se desprendía de la quema de desechos en las cercanías de Dolo
Odo, era muy difícil encontrar aves en su pueblo. Con las pocas que conseguía
escribía en los cuadernos que le traía su padre, mojadas en sangre de gallina,
esas gallinas que correteaban por las calles y que debido a la falta de magro
no servían ni para comer. Pero sí se usaban para los rituales, y aunque le
producían un miedo atroz, Babou se acercaba a las chozas de los brujos para
hacerse con un poco de su tinta roja. Los cuadernos solían ser de extrañas
marcas de publicidad que su padre pedía a los extranjeros en la frontera.
Alguno de esos cuadernos junto con plumas de aves que jamás había visto antes
eran el mejor regalo que podía recibir Babou con el comienzo de cada primavera.
Eso, y ver llegar a su padre con las pocas cabras que no habían sido vendidas y
que habían sobrevivido al viaje.
Doce
kilómetros a pie hacía Babou cada mañana para llegar a la escuela. La habían
fundado unos curas italianos que se asentaron en Etiopía tras la breve
colonización en los años treinta. Las tropas se marcharon pero ellos
permanecieron en los peores suburbios de las ciudades y en las pequeñas aldeas.
Doce kilómetros que hacía aún de noche a ratos caminando a ratos corriendo.
Poco veía, y sus referencias eran las estrellas, aunque ya cuando contaba con
seis años podía hacer el camino con los ojos cerrados. Cinco horas de clase y
una comida completa era la recompensa de tan largo viaje. A Babou siempre le
gustaron las clases de ortografía y gramática, encontraba un valor especial
entre los símbolos, las letras, las palabras. Poco más aprendía en ese colegio,
un poco de matemáticas, algo de geografía y unas horas de italiano que estaban
obligados a hacer. E historia de Etiopía. No fue hasta años más tarde cuando se
dio cuenta de la importancia de saber de la historia y de dónde venimos como
arma para enfrentarse hacia el dónde vamos.
Cuando
los demás niños daban patadas a esa bola de trapo en el descanso, Babou se
refugiaba bajo la chapa de la entrada y escribía sus cuentos sobre las aves que
migraban de norte a sur, recorriendo todo el continente. Se veía a sí mismo
viajando por las ciudades del oeste llegando a Moyalé, cruzando la frontera de
Kenia hasta llegar al lago Victoria, podía sentir el caminar de las migraciones
por la sabana, después subía hacia el norte y siempre cerraba el cuaderno
cuando se topaba con el mediterráneo. Para el suponía una frontera silenciosa
que no se podía franquear. Y terminaba las clases para después volver absorto hacia
Dolo Odo, pensando en ese mar que tanto le imponía.
Su
infancia pasó entre cuadernos y plumas, relatos y cuentos, aventuras que
contaba a su madre cada noche antes de dormir en un intercambio de papeles que
a su progenitora le inspiraba la misma ternura que preocupación. Había que
buscar a Babou un oficio, uno de provecho que le sirviera para asentarse en el
pueblo el día de mañana y conseguir, a duras penas como el resto de sus
vecinos, comida y agua que llevarse a la boca. Descartado lo de ser pastor, sólo
le quedaba una opción como a la mayoría de sus compatriotas. La agricultura.
Costaba imaginarse las manos de Babou, esas que con tanta delicadeza sostenían
las plumas con las que reinventaba una y otra vez su propia existencia, asiendo
una azada y golpeando la tierra seca.
Miheret
miraba preocupada cada mañana marchar a Babou hacia la escuela, sabía que el
camino que emprendía a diario no lo sería más una vez cumpliera los dieciséis. Entonces,
según la tradición local, se le buscaría una esposa, futura esposa, y se le
asignaría un oficio del que vivir y alimentar a la prole el resto de sus días.
A falta de dos primaveras para que llegara tal día, Miheret no tenía con quién compartir
sus pesares ni sus silenciosos sollozos nocturnos, cautos por no quebrar el
descanso de su hijo. Aún quedaban semanas para que su marido volviera y su
preocupación iba en aumento cada vez que la pasión por los relatos y los
cuentos que demostraba Babou se hacía mayor. Había logrado reunir a los niños
del poblado en torno a un quinqué todos los martes por la tarde para contarles
relatos, sus historias nacidas de sus paseos, de las migraciones de sus aves,
de los tiempos que compartía con su madre y de las llegadas de su padre. Para
Babou todo era fuente de inspiración, la vida en sí era un relato. Los más
pequeños esperaban inquietos que llegara la cita semanal, algunos incluso se
aventuraban a escribir cuentos cortos, de unas pocas líneas para compartirlas
en el grupo. Otros le pedían a Babou un relato sobre un tema en particular, sobre las lluvias que no
llegaban, sobre el Mar que nunca atravesarían… Ese Mar hacía que Babou se
quedara absorto, con la mirada perdida, callado…
-
¡Babou! Tenemos que irnos.
Su
madre ya anciana, elegantemente vestida con su habesha qemis esperaba en la
puerta de la habitación del Hotel mientras Babou, a sus cuarenta y siete, asía
con las mismas manos finas y delicadas de su infancia, su discurso de
agradecimiento por el galardón que estaba a punto de recibir, un premio a sus
letras, a sus cuentos, a su vida descrita en tinta roja con plumas de ave, en
el Teatro Campoamor de Oviedo.
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