miércoles, 5 de septiembre de 2012

# 15 BABOU.




Babou aún recordaba su infancia en Dolo Odo, en el límite entre Somalia y Etiopía, cuando cada tarea era un esfuerzo al alcance de pocos. Los pocos que sobrevivían a las tareas cotidianas debían enfrentarse a un clima extremo, a una alimentación pobre y a incursiones esporádicas de las tribus vecinas.

Pocos de sus amigos habían sobrevivido y los que lo hicieron fueron escapando de aquella región a través de las fronteras, la mayoría hacia Kenia, los menos afortunados buscando trabajo en barcos de pesca somalíes. Babou eligió un camino más duro, casi tanto como el que recorría su madre cada mañana para llenar las sucias vasijas con agua del pozo que había a ocho kilómetros del pueblo. Desde muy pequeño su madre le insistió en la necesidad de ir a la escuela, y por mucho que él aspirara a convertirse en pastor nómada, como lo era su padre y lo había sido su abuelo, nunca hubo forma de conseguir que la que mandaba en casa cambiara de opinión. A su padre apenas le veía. Recorría el país durante la época de lluvias, escasas por otro lado, y se instalaba cerca de la frontera keniata el resto del año. Allí vendía las cabras famélicas a un precio irrisorio a los comerciantes de la zona. Si había suerte algún grupo de turistas despistados le pagaban un par de birr por hacerse una foto con él. Lo que conseguía reunir lo llevaba  casa, cuando iba, dos veces al año, una de ellas siempre coincidiendo con el cumpleaños de Babou. El 21 de marzo.

A Babou le gustaban mucho las plumas de ave, y debido al agobiante ambiente y al mal olor que se desprendía de la quema de desechos en las cercanías de Dolo Odo, era muy difícil encontrar aves en su pueblo. Con las pocas que conseguía escribía en los cuadernos que le traía su padre, mojadas en sangre de gallina, esas gallinas que correteaban por las calles y que debido a la falta de magro no servían ni para comer. Pero sí se usaban para los rituales, y aunque le producían un miedo atroz, Babou se acercaba a las chozas de los brujos para hacerse con un poco de su tinta roja. Los cuadernos solían ser de extrañas marcas de publicidad que su padre pedía a los extranjeros en la frontera. Alguno de esos cuadernos junto con plumas de aves que jamás había visto antes eran el mejor regalo que podía recibir Babou con el comienzo de cada primavera. Eso, y ver llegar a su padre con las pocas cabras que no habían sido vendidas y que habían sobrevivido al viaje.

Doce kilómetros a pie hacía Babou cada mañana para llegar a la escuela. La habían fundado unos curas italianos que se asentaron en Etiopía tras la breve colonización en los años treinta. Las tropas se marcharon pero ellos permanecieron en los peores suburbios de las ciudades y en las pequeñas aldeas. Doce kilómetros que hacía aún de noche a ratos caminando a ratos corriendo. Poco veía, y sus referencias eran las estrellas, aunque ya cuando contaba con seis años podía hacer el camino con los ojos cerrados. Cinco horas de clase y una comida completa era la recompensa de tan largo viaje. A Babou siempre le gustaron las clases de ortografía y gramática, encontraba un valor especial entre los símbolos, las letras, las palabras. Poco más aprendía en ese colegio, un poco de matemáticas, algo de geografía y unas horas de italiano que estaban obligados a hacer. E historia de Etiopía. No fue hasta años más tarde cuando se dio cuenta de la importancia de saber de la historia y de dónde venimos como arma para enfrentarse hacia el dónde vamos.

Cuando los demás niños daban patadas a esa bola de trapo en el descanso, Babou se refugiaba bajo la chapa de la entrada y escribía sus cuentos sobre las aves que migraban de norte a sur, recorriendo todo el continente. Se veía a sí mismo viajando por las ciudades del oeste llegando a Moyalé, cruzando la frontera de Kenia hasta llegar al lago Victoria, podía sentir el caminar de las migraciones por la sabana, después subía hacia el norte y siempre cerraba el cuaderno cuando se topaba con el mediterráneo. Para el suponía una frontera silenciosa que no se podía franquear. Y terminaba las clases para después volver absorto hacia Dolo Odo, pensando en ese mar que tanto le imponía.

Su infancia pasó entre cuadernos y plumas, relatos y cuentos, aventuras que contaba a su madre cada noche antes de dormir en un intercambio de papeles que a su progenitora le inspiraba la misma ternura que preocupación. Había que buscar a Babou un oficio, uno de provecho que le sirviera para asentarse en el pueblo el día de mañana y conseguir, a duras penas como el resto de sus vecinos, comida y agua que llevarse a la boca. Descartado lo de ser pastor, sólo le quedaba una opción como a la mayoría de sus compatriotas. La agricultura. Costaba imaginarse las manos de Babou, esas que con tanta delicadeza sostenían las plumas con las que reinventaba una y otra vez su propia existencia, asiendo una azada y golpeando la tierra seca.

Miheret miraba preocupada cada mañana marchar a Babou hacia la escuela, sabía que el camino que emprendía a diario no lo sería más una vez cumpliera los dieciséis. Entonces, según la tradición local, se le buscaría una esposa, futura esposa, y se le asignaría un oficio del que vivir y alimentar a la prole el resto de sus días. A falta de dos primaveras para que llegara tal día, Miheret no tenía con quién compartir sus pesares ni sus silenciosos sollozos nocturnos, cautos por no quebrar el descanso de su hijo. Aún quedaban semanas para que su marido volviera y su preocupación iba en aumento cada vez que la pasión por los relatos y los cuentos que demostraba Babou se hacía mayor. Había logrado reunir a los niños del poblado en torno a un quinqué todos los martes por la tarde para contarles relatos, sus historias nacidas de sus paseos, de las migraciones de sus aves, de los tiempos que compartía con su madre y de las llegadas de su padre. Para Babou todo era fuente de inspiración, la vida en sí era un relato. Los más pequeños esperaban inquietos que llegara la cita semanal, algunos incluso se aventuraban a escribir cuentos cortos, de unas pocas líneas para compartirlas en el grupo. Otros le pedían a Babou un relato sobre un  tema en particular, sobre las lluvias que no llegaban, sobre el Mar que nunca atravesarían… Ese Mar hacía que Babou se quedara absorto, con la mirada perdida, callado…

- ¡Babou! Tenemos que irnos.

Su madre ya anciana, elegantemente vestida con su habesha qemis esperaba en la puerta de la habitación del Hotel mientras Babou, a sus cuarenta y siete, asía con las mismas manos finas y delicadas de su infancia, su discurso de agradecimiento por el galardón que estaba a punto de recibir, un premio a sus letras, a sus cuentos, a su vida descrita en tinta roja con plumas de ave, en el Teatro Campoamor de Oviedo.

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