Cuando su madre
entró a despertarlo aquel domingo, se encontró con Manuel ataviado con un traje
de latex negro y una bola roja metida en la boca. Sus ojos no se podían ver ya
que la única apertura de la capucha ajustada que llevaba puesta en la cabeza
era una cremallera a la altura de la boca. Ahí estaba la bola. Eran las doce del
mediodía.
Diecisiete horas
antes, su ejemplar y modélico hijo se había despedido de ellos camino de una
velada nocturna en el museo de ciencias naturales. Manolito era muy de consumir
conocimiento, es que era un no parar. A su madre le encantaba contárselo a las
vecinas, amigas y todo ser que quisiera escucharla. Los días laborables los
pasaba en la universidad, donde además de estudiar Microbiología, trabajaba
como becario en el departamento de investigación. Así Manolito se pagaba parte
de la carrera, porque era muy responsable. Por las tardes, tres días por
semana, colaboraba en una protectora de animales, y cuando tenía tiempo
repartía alimentos en el despacho de Cáritas de su barrio. Era el hijo
perfecto. Educado, buen estudiante y muy familiar.
Cuando se marchó
dijo que había quedado con Luis en la parada de metro cercana a casa. Después
no supo más hasta las seis de la mañana que escuchó la puerta de la calle.
Supuso que era su hijo, que aunque a horas impropias de su actividad habitual,
llegaba del museo.
Y Manolito había,
en efecto, ido a una velada al museo de ciencias naturales. Allí, rodeado de lo
más prolífico de la universidad, esos seres que no tienen más amigo que el conocimiento,
había alternado con lo más erudito del ambiente científico. Tras unas amenas
conversaciones y nuevos conocimientos adquiridos salió del museo con su amigo
Luis rumbo a casa. Decidieron dar un paseo y al poco de caminar se paró una
limusina rosa a su lado. El vehículo en cuestión estaba lleno de mujeres
festejando el divorcio de una de ellas y por el techo solar les gritaron para
que se tomaran una copa con ellas. Opusieron una moderada resistencia y
terminaron dentro de la limusina con una copa de cava en la mano. Después vino
otra, y después de varias más eran ya los chupitos de tequila lo que corría por
el interior del habitáculo. Cuando salió, junto con las doce mujeres que le
acompañaban y su amigo Luis de la limusina en la puerta del casino, se limpió
la nariz, no fuera que los restos blancos de las fosas nasales fueran a ser un
impedimento para entrar en el local. De mesa en mesa y tirando de la tarjeta de
crédito que sus padres le dejaban para gastos ocasionales, fue haciendo
apuestas en la ruleta, el black Jack, y hasta en las carreras de caballos que
salían por unas pantallas de televisión.
Debía de ser cerca
de la una de la mañana cuando del brazo de una mujer, que a esas alturas le
parecía exuberante, se dirigió de nuevo a la caja del casino. Pasó la tarjeta y
en esta ocasión el empleado le dijo que no tenía más fondos. La mujer le
susurró algo al oído mientras deslizaba bajo el cristal del cajero una Visa
Oro. Siguieron gastando dinero durante un rato en compañía de su particular
mecenas y una pareja amigos de ésta. Pronto dejó de saber dónde estaba su amigo
ni las mujeres que le habían traído hasta allí. En la puerta del casino se
subió a un deportivo descapotable y en un camino regado con una botella de ron
que iba y venía entre boca y boca, terminaron aparcando en un garaje privado.
Era la casa de la
mujer exuberante, o eso recordaba Manolito, porque a esas horas apenas
conseguía fijar ya la vista. Después todo vino rodado. Demasiada ropa puesta,
calores, cuerpos desnudos, cuerpos envueltos en cuerdas y cuero. Latigazos con
fustas, y Manolito con el cuerpo embutido en un mono de latex negro. Quiso
protestar tras el primer impacto de una especie de látigo rígido, y entonces le
colocaron la capucha y la bola roja en la boca. Una vez más escuchó a la mujer
susurrarle al oído. “Me dijiste en el Casino que te dejarías ¿recuerdas?”.
Unas horas después
el mismo deportivo descapotable le dejaba tirado en la acera frente a su casa.
A duras penas consiguió entrar en el portal, y mucho más titánico fue el
esfuerzo de entrar en casa y acostarse. Todo ello con un cansancio lo
suficientemente intenso como para desplomarse encima de la cama y quedarse
dormido.
La madre de
manolito le miró, escudriñó la habitación, se quedó pensativa un rato y se
marchó hacia la cocina donde su marido leía la prensa económica. Se puso a
recoger cacharros de la cocina y sin mirar al padre de su ejemplar hijo Manuel
le dijo:
―Alberto.
―Dime cariño ―dijo éste sin levantar la vista
del periódico.
―No somos conscientes de los experimentos tan
peligrosos que debe de hacer Manolito en la universidad. Llevan trajes
protectores y todo. Este chico llegará lejos. Que orgullosa estoy de él.
―Que sí, María, que sí. Pero, ¿se va a
levantar para ir a misa o no?
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