martes, 10 de febrero de 2015

#141 NOCHE EJEMPLAR



Cuando su madre entró a despertarlo aquel domingo, se encontró con Manuel ataviado con un traje de latex negro y una bola roja metida en la boca. Sus ojos no se podían ver ya que la única apertura de la capucha ajustada que llevaba puesta en la cabeza era una cremallera a la altura de la boca. Ahí estaba la bola. Eran las doce del mediodía.

Diecisiete horas antes, su ejemplar y modélico hijo se había despedido de ellos camino de una velada nocturna en el museo de ciencias naturales. Manolito era muy de consumir conocimiento, es que era un no parar. A su madre le encantaba contárselo a las vecinas, amigas y todo ser que quisiera escucharla. Los días laborables los pasaba en la universidad, donde además de estudiar Microbiología, trabajaba como becario en el departamento de investigación. Así Manolito se pagaba parte de la carrera, porque era muy responsable. Por las tardes, tres días por semana, colaboraba en una protectora de animales, y cuando tenía tiempo repartía alimentos en el despacho de Cáritas de su barrio. Era el hijo perfecto. Educado, buen estudiante y muy familiar.

Cuando se marchó dijo que había quedado con Luis en la parada de metro cercana a casa. Después no supo más hasta las seis de la mañana que escuchó la puerta de la calle. Supuso que era su hijo, que aunque a horas impropias de su actividad habitual, llegaba del museo.

Y Manolito había, en efecto, ido a una velada al museo de ciencias naturales. Allí, rodeado de lo más prolífico de la universidad, esos seres que no tienen más amigo que el conocimiento, había alternado con lo más erudito del ambiente científico. Tras unas amenas conversaciones y nuevos conocimientos adquiridos salió del museo con su amigo Luis rumbo a casa. Decidieron dar un paseo y al poco de caminar se paró una limusina rosa a su lado. El vehículo en cuestión estaba lleno de mujeres festejando el divorcio de una de ellas y por el techo solar les gritaron para que se tomaran una copa con ellas. Opusieron una moderada resistencia y terminaron dentro de la limusina con una copa de cava en la mano. Después vino otra, y después de varias más eran ya los chupitos de tequila lo que corría por el interior del habitáculo. Cuando salió, junto con las doce mujeres que le acompañaban y su amigo Luis de la limusina en la puerta del casino, se limpió la nariz, no fuera que los restos blancos de las fosas nasales fueran a ser un impedimento para entrar en el local. De mesa en mesa y tirando de la tarjeta de crédito que sus padres le dejaban para gastos ocasionales, fue haciendo apuestas en la ruleta, el black Jack, y hasta en las carreras de caballos que salían por unas pantallas de televisión.

Debía de ser cerca de la una de la mañana cuando del brazo de una mujer, que a esas alturas le parecía exuberante, se dirigió de nuevo a la caja del casino. Pasó la tarjeta y en esta ocasión el empleado le dijo que no tenía más fondos. La mujer le susurró algo al oído mientras deslizaba bajo el cristal del cajero una Visa Oro. Siguieron gastando dinero durante un rato en compañía de su particular mecenas y una pareja amigos de ésta. Pronto dejó de saber dónde estaba su amigo ni las mujeres que le habían traído hasta allí. En la puerta del casino se subió a un deportivo descapotable y en un camino regado con una botella de ron que iba y venía entre boca y boca, terminaron aparcando en un garaje privado.

Era la casa de la mujer exuberante, o eso recordaba Manolito, porque a esas horas apenas conseguía fijar ya la vista. Después todo vino rodado. Demasiada ropa puesta, calores, cuerpos desnudos, cuerpos envueltos en cuerdas y cuero. Latigazos con fustas, y Manolito con el cuerpo embutido en un mono de latex negro. Quiso protestar tras el primer impacto de una especie de látigo rígido, y entonces le colocaron la capucha y la bola roja en la boca. Una vez más escuchó a la mujer susurrarle al oído. “Me dijiste en el Casino que te dejarías ¿recuerdas?”.

Unas horas después el mismo deportivo descapotable le dejaba tirado en la acera frente a su casa. A duras penas consiguió entrar en el portal, y mucho más titánico fue el esfuerzo de entrar en casa y acostarse. Todo ello con un cansancio lo suficientemente intenso como para desplomarse encima de la cama y quedarse dormido.

La madre de manolito le miró, escudriñó la habitación, se quedó pensativa un rato y se marchó hacia la cocina donde su marido leía la prensa económica. Se puso a recoger cacharros de la cocina y sin mirar al padre de su ejemplar hijo Manuel le dijo:

―Alberto.

―Dime cariño ―dijo éste sin levantar la vista del periódico.

―No somos conscientes de los experimentos tan peligrosos que debe de hacer Manolito en la universidad. Llevan trajes protectores y todo. Este chico llegará lejos. Que orgullosa estoy de él.


―Que sí, María, que sí. Pero, ¿se va a levantar para ir a misa o no?

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