El Miércoles de Ceniza, Pilar se
levantó pronto. Tras el primer desayuno, se aseó y comenzó las labores de la
casa. Preparó algo de comida. No mucha, no era de comer demasiado ni muy
elaborado. Pero sí lo suficiente para que le sobrara para la cena. Mientras
daba vueltas al guiso, su cabeza daba vueltas sobre los niños. Repasó
mentalmente cada uno de ellos. ¿Carmen? Sí. ¿Raquel? Sí. ¿Irene? Sí. ¿Álvaro?
Listo. ¿Alonso? Preparado. ¿Rodrigo? Rodrigo se le estaba complicando. Había
crecido bastante el último año. Ya el año anterior estuvo al límite, pero aquél
era imposible disponer sin hacer un arreglo importante. El chaleco. El chaleco
le traía por la calle de la amargura.
―¡No comas pan en estas dos
semanas! ―le había dicho.
Veríamos a ver. En la última prueba
los botones casi no llegaban. Por si acaso le sacaría el doblez un poco más de
lo que ya lo había hecho. No quería desilusionarle cuando llegaran el sábado.
Este chico, pensó, se está haciendo muy mayor. Andrés ya ha perdido interés. Y
Gonzalo y Miguel no lo harían aunque estuvieran allí. Estaba segura de que
Rodrigo seguiría queriendo vestirse de tamborilero cada año que tuviera
ocasión.
El pescado estaba ya casi
preparado. Hervido con una patata cocida. Tal vez huevo duro a la noche. Los
tambores ya llevaban sonando desde hacía bastante. Iban y venían. La soldadesca
se preparaba para ir a misa. Aún le quedaba una hora para ponerse con el
chaleco. El chaleco que vestiría Rodrigo el Domingo de Piñata. Mientras
descosía y volvía a coser, recordaba cómo el Miércoles de Ceniza los quintos
tomaban a los forasteros y les llevaban a las tabernas para que se pagaran una
ronda. Bien es cierto que también éstos eran a su vez agasajados por sus
captores el resto de los festejos. Los vínculos se creaban en torno a unos
chatos, unos aguardientes o lo que se terciara. Y así se despedían al final
quemando las huellas de los que partían. Ya no se hacía de aquella manera. Ya
no tenía sentido y la mayoría había olvidado tal tradición. Sin embargo Pilar
lo recordaba siempre que cada año los niños marchaban. Cierto era que
volverían. Volverían antes del siguiente carnaval, pero aquella despedida era
especial y marcaba el corazón de los que se iban y de Pilar, que de nuevo se
enfrentaba a la rutina diaria. Así que, a su modo, de forma interior, Pilar
quemaba las huellas de sus sobrinos-nietos, al igual que había hecho antes con sus
sobrinos. Al igual que su madre hiciera con ella cuando vivió en la ciudad. En
su corazón le gustaba pensar que tal vez Rodrigo algún día fuera el que quemara
las huellas de los forasteros que partirían de vuelta a casa.
Dio la última puntada. Se puso el
abrigo y caminó hasta la iglesia.
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