miércoles, 18 de febrero de 2015

#142 QUEMANDO LAS HUELLAS



El Miércoles de Ceniza, Pilar se levantó pronto. Tras el primer desayuno, se aseó y comenzó las labores de la casa. Preparó algo de comida. No mucha, no era de comer demasiado ni muy elaborado. Pero sí lo suficiente para que le sobrara para la cena. Mientras daba vueltas al guiso, su cabeza daba vueltas sobre los niños. Repasó mentalmente cada uno de ellos. ¿Carmen? Sí. ¿Raquel? Sí. ¿Irene? Sí. ¿Álvaro? Listo. ¿Alonso? Preparado. ¿Rodrigo? Rodrigo se le estaba complicando. Había crecido bastante el último año. Ya el año anterior estuvo al límite, pero aquél era imposible disponer sin hacer un arreglo importante. El chaleco. El chaleco le traía por la calle de la amargura.

―¡No comas pan en estas dos semanas! ―le había dicho.

Veríamos a ver. En la última prueba los botones casi no llegaban. Por si acaso le sacaría el doblez un poco más de lo que ya lo había hecho. No quería desilusionarle cuando llegaran el sábado. Este chico, pensó, se está haciendo muy mayor. Andrés ya ha perdido interés. Y Gonzalo y Miguel no lo harían aunque estuvieran allí. Estaba segura de que Rodrigo seguiría queriendo vestirse de tamborilero cada año que tuviera ocasión.

El pescado estaba ya casi preparado. Hervido con una patata cocida. Tal vez huevo duro a la noche. Los tambores ya llevaban sonando desde hacía bastante. Iban y venían. La soldadesca se preparaba para ir a misa. Aún le quedaba una hora para ponerse con el chaleco. El chaleco que vestiría Rodrigo el Domingo de Piñata. Mientras descosía y volvía a coser, recordaba cómo el Miércoles de Ceniza los quintos tomaban a los forasteros y les llevaban a las tabernas para que se pagaran una ronda. Bien es cierto que también éstos eran a su vez agasajados por sus captores el resto de los festejos. Los vínculos se creaban en torno a unos chatos, unos aguardientes o lo que se terciara. Y así se despedían al final quemando las huellas de los que partían. Ya no se hacía de aquella manera. Ya no tenía sentido y la mayoría había olvidado tal tradición. Sin embargo Pilar lo recordaba siempre que cada año los niños marchaban. Cierto era que volverían. Volverían antes del siguiente carnaval, pero aquella despedida era especial y marcaba el corazón de los que se iban y de Pilar, que de nuevo se enfrentaba a la rutina diaria. Así que, a su modo, de forma interior, Pilar quemaba las huellas de sus sobrinos-nietos, al igual que había hecho antes con sus sobrinos. Al igual que su madre hiciera con ella cuando vivió en la ciudad. En su corazón le gustaba pensar que tal vez Rodrigo algún día fuera el que quemara las huellas de los forasteros que partirían de vuelta a casa.

Dio la última puntada. Se puso el abrigo y caminó hasta la iglesia.


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