Aquel día supe que mi mujer me
engañaba con otro. No me lo dijo nadie. Nadie me había insinuado nunca nada. Yo
jamás había sospechado de ella. Y aquel día mis propios ojos fueron testigos de
cómo mi mujer se besaba con aquel tío. Además, era evidente que no se trataba
ni de sexo ocasional, ni de un desliz pasajero. No. Era amor. En los ojos de mi
mujer y su compañero vi amor. No le desearía eso ni a mi peor enemigo. Se me
cayó el alma a los pies y supe que aquello no tenía solución. ¿Qué sería de mi
vida de ahí en adelante? ¿Cómo sería capaz de afrontar tal situación? En ese
mismo instante me sumí en una profunda depresión de la que me costó salir.
Durante los meses posteriores anduve por la vida como alma en pena, sin rumbo
fijo. Sí, me levantaba casi todas las mañanas cuando lo ordenaba mi despertador,
trabajaba en aquello que ordenaba mi jefe y comía lo que me ordenaba mi madre.
Pero esa especie de vida normal que arrastré durante aquellos meses no me hacía
estar más vivo que cualquiera de las farolas que alumbraron las tardes y noches
de invierno de las frías calles que conducía de casa al trabajo, del trabajo a
casa de mi madre y de casa de mi madre a mi piso. Y sé que se me debía notar en
la cara cuando mis propios amigos me decían lo bien que me veían, cuando antes
–estando realmente bien– nunca me lo habían dicho.
Un día recibí una llamada al
móvil. En la pantalla se anunciaba el nombre de “CARLA”, una de las mejores
amigas de mi mujer.
―¿Dígame?
―Hola, Eduardo ―dijo Carla al
otro lado―. No te entretendré demasiado. Sé que no quieres saber nada de Juana
y su entorno.
―Entonces dime lo que sea rápido
y adiós ―dije groseramente a Carla.
―Juana ya te ponía los cuernos
antes de que te enteraras ―dijo ella.
―No soy ningún Einstein, pero eso
ya me lo había imaginado yo solito.
―Escúchame. Me refiero a que
fueron varias veces y… con varios tíos…
Carla se calló unos segundos y
prosiguió.
―Y después igual. Ahora, bueno,
hace un par de semanas supe que Antonio me la pegaba con ella. Pero lo más
seguro es que ya se haya cansado también de él y esté con otro. Eduardo, desde
lo vuestro ha estado con media docena, eso me lo contó ella antes de lo de
Antonio ―y rompió a llorar―. Sólo quería que lo supieras. Adiós.
Y colgó.
Aquellas palabras fueron, al
contrario de lo que pensé, catárticas. Me abrieron ciertamente los ojos y la
mente. Yo había querido a Juana durante muchos años. Pero era evidente que ella
a mí no. De hecho, nunca trató de ponerse en contacto conmigo tras aquello.
Todo lo solucionamos mediante nuestros padres. Me dije que aquel descubrimiento
no había sido sino para bien, para darme la ocasión de rehacer mi vida y
olvidarme de mi mujer, y que odiarla ayudaría mucho.
El día que descubrí a Juana con
otro fue el mejor día de mi vida. Ese día me deshice de lo peor que tenía, que
era ella. Sentado en una mesa de restaurante de cinco tenedores, junto con mis
padres y los suyos, rodeados por muchas otras mesas de invitados, con flores,
música en vivo y excelente decoración, Juana desapareció. La busqué por todas
partes hasta que entré en una estancia del restaurante que no conocía. Y allí,
sobre una mesa de billar, Juana y otro se entregaban. Por supuesto que me
vieron, pero no les dio tiempo a adecentarse antes de que yo saliera y pusiera
en conocimiento de todos los invitados de que mi recién estrenada mujer saldría
enseguida a explicar por qué se liaba con otro el día de nuestra boda. Ese fue
el mejor día de mi vida. Me deshice de lo que más quería y más odio ahora.
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