La mañana de marzo en que murió
la abuela el sol se colaba por todas las ventanas de la casa. Al principio
todos pensamos en bajar las persianas. Pero el abuelo se negó. Eso no, dijo. En
esta casa siempre ha habido mucha luz dentro y fuera, y quiero que siga siendo
así. Y hoy más que nunca. Así que abrimos las ventanas y dejamos entrar la
corriente para que se llevara la concentración de olores y calor que habían
reinado durante la noche y llenanra las estancias de aire fresco y saludable.
Mi hermano Martín y yo nunca habíamos visto un muerto, así que nuestro padre
nos llevó hasta el dormitorio de los abuelos donde estaba el ataúd. Habían
retirado la cama y las mesillas para que la abuela ocupara el espacio central.
Alrededor habían colocado varias sillas para que las visitas que se iban a
producir en cualquier momento pudieran sentarse y llorar cómodas por lo menos.
No recuerdo haber hablado con Martín de la impresión que me causó ver el cuerpo
estirado de la abuela yaciendo en la caja. La abuela, desde que yo la
recordaba, siempre había sido bajita y encorvada. Así que me pareció mucho más
alta desde donde yo la vi. Tenía las manos cruzadas sobre su tripa, sujetas con
un rosario. Recuerdo que mi abuelo no quería que se lo pusieran, pero mi madre
insistió. Paco, déjame que se lo ponga, que para una vez que lo va a rezar
entero… Y el abuelo accedió de mala gana. Tenía la cara algo pálida, pero no
demasiado. La tía Pilar había insistido en darle un poco de maquillaje para que
pareciera más dormida que muerta. Y lo había conseguido, ciertamente. Martín y
yo nos acercamos, le dimos un beso en la frente y salimos al recibidor. La
puerta de la entrada daba directamente a un patio que la abuela cuidaba
mimosamente regando las plantas todos los días. Y era un gustazo ver cómo su
diario esfuerzo tenía una recompensa cargada de color y aroma. Me senté en una
butaca pensando en la última vez que hablé con la abuela. Había sido un par de
días antes. Estuvimos jugando una partida de parchís y, como siempre, la abuela
había vuelto a ganar con el consiguiente y consabido enfado por mi parte. ¡Jo,
abu, nunca te dejas ganar! Así aprendes a valorar más los éxitos, contestó ella
mientras reía. Por la noche, me dio un beso de buenas noches y a la mañana
siguiente ya no pudo levantarse de la cama. Un ictus, me habían dicho. Por la
puerta entró un señor mayor. Se paró, me miró y sonrió. ¿Dónde está tu abuelo,
hijo? Creo que comiendo algo en la cocina. Este Paco no perdona el desayuno así
se muera su mujer. Y caminó riendo bajito en esa dirección. Al poco entró una
señora muy alta vestida completamente de negro, pañuelo en la cabeza incluido.
Esto no parece un velatorio, comentó sin dirigirse a nadie, pero para que
alguien la oyera. ¿Qué es esa música? Efectivamente, pude distinguir la voz de
mi abuelo cantando desde la cocina en compañía del señor mayor que había
entrado antes. Me asomé y vi cómo ambos cantaban sujetando sendos vasos de vino
en la mano. Me dio por reír. ¿Qué si no iba a hacer?
A lo largo de la mañana, y hasta
que llegó el cura, la gente iba entrando con cara seria en la casa, pero
mudaban ese gesto en cuanto oían el coro de voces y carcajadas al que se
sumaban. De vez en cuando alguno se acercaba a ver a mi abuela. ¡Ay, Lola, la
fiesta que te estás perdiendo! Y volvían a la cocina donde mi madre preparaba
almuerzo para todos los que estaban y los que iban llegando. El cura puso algo
de orden después de tomar un trago y guió a la gente camino del cementerio.
Recuerdo que, al día siguiente, le pregunté a mi abuelo: Abu, ¿te alegras de
que se haya muerto la abuela? Se rió, me sacudió el pelo con su mano de herrero
y me dijo: No, hijo, no. Sólo lo celebro como ella quería que fuera.
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