martes, 20 de enero de 2015

#138 POR LA ERA



A las cinco de la mañana aún no había amanecido. Raúl salió de la ducha, se secó y se vistió con la ropa limpia que Amelia le había dejado preparada la noche anterior. Entró en la cocina, se sirvió un vaso de leche fría de la nevera, se lo bebió en un par de tragos, agarró la botella de agua, el trozo de queso, el de salchichón, el mendrugo de pan duro y salió de casa por la puerta del corral, donde tenía el tractor. El día anterior había sido muy caluroso, y no esperaba menos de aquél. Arrancó el tractor y salió lentamente conduciendo del pueblo con el traca-traca del motor y brum-brúm del remolque vacío. Por el camino saludó a Matías, que se dirigía pedaleando en su bici destartalada a ordeñar a las vacas. Pedro también había madrugado y levantaba el cierre del horno cuando pasó por delante. Pocos más coincidieron con Raúl aquella mañana. Ni la anterior. Ni seguramente la siguiente. Y cada vez seremos menos, pensaba para sí mismo. Y con aquello se entretuvo la media hora que tardó en llegar a la era. No debían ser aún las seis cuando empezaba a clarear el horizonte. Raúl colocó el tractor justo detrás de la cosechadora. Paró el motor y bajó. Fue encadenando con cuidado la cosechadora y anclando los amarres. Comprobó que se encontraba en buen estado, pero antes de empezar la jornada quiso asegurarse. Subió de nuevo al tractor y arrancó el motor. Accionó la palanca que elevaba la cosechadora y la hizo girar. Bajó y comprobó de nuevo. Engrasó los tornillos del eje de la cortadora. La grasa es la vida de las máquinas, se dijo. Miró el reloj que casi le anunció las siete. Era una hora fabulosa para comenzar. Podría estar toda la mañana sin parar y aún no había comenzado a apretar el calor. Finales de agosto no solía ser tan caluroso, pero había años que sí, y ése era uno. Sabía que a media mañana el calor sería casi insoportable, así que aún conservó el agua de la botella, pese a que ahora estaba fría. Luego le haría más falta. Subió de nuevo al tractor. Y miró hacia delante. Una extensa llanura de cebada ya seca y lista para recoger se presentaba hasta donde le alcanzaba la vista. Este será buen año, se dijo, claro que sí. Metió la velocidad corta, soltó el embrague y el tractor volvió a ponerse en movimiento con decisión. Accionó la palanca para regular la altura de la cosechadora y la colocó a la altura correcta. Cuando la segadora alcanzó las primeras espigas de cebada Raúl prestó especial atención a los movimientos del eje y a los primeros granos disparados hacia el remolque. Al cabo de una hora sentado al volante, aún no había llegado al final de la primera línea. Pero no había prisa. Sabía que no terminaría hoy, claro. Eso sí, toda la era debía estar cosechada para final de la quincena de septiembre. Si no, el grano se habría  quemado demasiado y no serviría. Era un trabajo de paciencia, pero de perseverancia. Eran muchas horas las que habría de echar al volante del tractor y la cosechadora, pero merecían la pena. Mentalmente trató de calcular las horas que necesitaría para todo el trabajo, teniendo en cuenta, eso sí, que no se planteara ninguna contrariedad. Algo como que se estropeara la cosechadora, o que hubiera un incendio, algo. Empezó a hacer números mentalmente, y enseguida se distrajo diciéndose que él no había ido nunca a la escuela, que si hubiera ido de pequeño las matemáticas le saldrían solas. Sabía lo que era una hectárea por lo que tardaba en recorrerla a pie. También sabía lo que era una arroba por lo que plantaba y cosechaba cada año. Pero las distancias y el tiempo mezclados en la misma operación no terminaban de encajar. Desde chico había estado ayudando a su padre y a su abuelo en las faenas del campo. Jamás se planteó el estudiar. No tenía tiempo. Al fin y al cabo, los chicos de su edad que estudiaban, acabaron marchándose del pueblo a buscarse la vida en la ciudad. Como si aquella aldea perdida de la mano de Dios se les hiciera demasiado grande y se perdieran. Apretaba ya algo el sol a las diez de la mañana y Raúl se caló el sombrero de paja y dio un trago de agua. Soltó la botella – aún fresca – a sus pies, donde todavía había sombra, levantó la cabeza y pisó el pedal de freno a fondo, sujetando el volante con ambas manos. Miró fijamente delante de la cosechadora y paró el motor. Se bajó y se echó para atrás el sombrero mientras corría a la parte delantera de la máquina. Justo delante de ésta, a punto de ser devorada por las aspas y las cuchillas había un nido de perdiz. Un nido de perdiz con dos perdigones recién salidos del cascarón. Raúl se frotó la frente para quitarse el sudor. Miró alrededor por si aparecía por allí la madre con el resto de la familia. Pero no. Sin duda se trataba de unos huevos abandonados por la madre in extremis. Tal vez perdigones tardíos que se tomaron su tiempo en salir. Estaban destinados a perecer, sin duda. Pero Raúl se agachó, cogió el nido con las dos manos mientras los neonatos piaban con fuerza. Sabía que su madre no volvería a por ellos aunque los dejara en el mismo sitio. Así que abrió la botella de agua, mojó un poco del pan duro, lo deshizo en diminutas fracciones y probó a dárselos de comer a los recién nacidos. Ante su sorpresa, éstos respondieron bien y tragaron y piaron con más fuerza. Raúl sonrió. Pensó que aquel era un buen momento como otro cualquiera para sentarse a la sombra del remolque y morder el queso, y ya de paso, dar algo de pan a los perdigoncillos. Mientras los alimentaba, pensó que, pasara lo que pasara con aquellos pájaros, el día había merecido la pena por lo distinto. Terminó su queso, levantó a los recién llegados, los puso a sus pies dentro del tractor, miró al frente, a la inmensidad de cebada por cosechar y continuó trabajando.


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