A las cinco de la mañana aún no
había amanecido. Raúl salió de la ducha, se secó y se vistió con la ropa limpia
que Amelia le había dejado preparada la noche anterior. Entró en la cocina, se
sirvió un vaso de leche fría de la nevera, se lo bebió en un par de tragos,
agarró la botella de agua, el trozo de queso, el de salchichón, el mendrugo de
pan duro y salió de casa por la puerta del corral, donde tenía el tractor. El
día anterior había sido muy caluroso, y no esperaba menos de aquél. Arrancó el
tractor y salió lentamente conduciendo del pueblo con el traca-traca del motor
y brum-brúm del remolque vacío. Por el camino saludó a Matías, que se dirigía
pedaleando en su bici destartalada a ordeñar a las vacas. Pedro también había
madrugado y levantaba el cierre del horno cuando pasó por delante. Pocos más
coincidieron con Raúl aquella mañana. Ni la anterior. Ni seguramente la
siguiente. Y cada vez seremos menos, pensaba para sí mismo. Y con aquello se
entretuvo la media hora que tardó en llegar a la era. No debían ser aún las
seis cuando empezaba a clarear el horizonte. Raúl colocó el tractor justo
detrás de la cosechadora. Paró el motor y bajó. Fue encadenando con cuidado la
cosechadora y anclando los amarres. Comprobó que se encontraba en buen estado,
pero antes de empezar la jornada quiso asegurarse. Subió de nuevo al tractor y
arrancó el motor. Accionó la palanca que elevaba la cosechadora y la hizo
girar. Bajó y comprobó de nuevo. Engrasó los tornillos del eje de la cortadora.
La grasa es la vida de las máquinas, se dijo. Miró el reloj que casi le anunció
las siete. Era una hora fabulosa para comenzar. Podría estar toda la mañana sin
parar y aún no había comenzado a apretar el calor. Finales de agosto no solía
ser tan caluroso, pero había años que sí, y ése era uno. Sabía que a media
mañana el calor sería casi insoportable, así que aún conservó el agua de la
botella, pese a que ahora estaba fría. Luego le haría más falta. Subió de nuevo
al tractor. Y miró hacia delante. Una extensa llanura de cebada ya seca y lista
para recoger se presentaba hasta donde le alcanzaba la vista. Este será buen
año, se dijo, claro que sí. Metió la velocidad corta, soltó el embrague y el
tractor volvió a ponerse en movimiento con decisión. Accionó la palanca para
regular la altura de la cosechadora y la colocó a la altura correcta. Cuando la
segadora alcanzó las primeras espigas de cebada Raúl prestó especial atención a
los movimientos del eje y a los primeros granos disparados hacia el remolque.
Al cabo de una hora sentado al volante, aún no había llegado al final de la
primera línea. Pero no había prisa. Sabía que no terminaría hoy, claro. Eso sí,
toda la era debía estar cosechada para final de la quincena de septiembre. Si
no, el grano se habría quemado demasiado
y no serviría. Era un trabajo de paciencia, pero de perseverancia. Eran muchas
horas las que habría de echar al volante del tractor y la cosechadora, pero
merecían la pena. Mentalmente trató de calcular las horas que necesitaría para
todo el trabajo, teniendo en cuenta, eso sí, que no se planteara ninguna
contrariedad. Algo como que se estropeara la cosechadora, o que hubiera un
incendio, algo. Empezó a hacer números mentalmente, y enseguida se distrajo
diciéndose que él no había ido nunca a la escuela, que si hubiera ido de
pequeño las matemáticas le saldrían solas. Sabía lo que era una hectárea por lo
que tardaba en recorrerla a pie. También sabía lo que era una arroba por lo que
plantaba y cosechaba cada año. Pero las distancias y el tiempo mezclados en la
misma operación no terminaban de encajar. Desde chico había estado ayudando a
su padre y a su abuelo en las faenas del campo. Jamás se planteó el estudiar.
No tenía tiempo. Al fin y al cabo, los chicos de su edad que estudiaban,
acabaron marchándose del pueblo a buscarse la vida en la ciudad. Como si
aquella aldea perdida de la mano de Dios se les hiciera demasiado grande y se
perdieran. Apretaba ya algo el sol a las diez de la mañana y Raúl se caló el
sombrero de paja y dio un trago de agua. Soltó la botella – aún fresca – a sus
pies, donde todavía había sombra, levantó la cabeza y pisó el pedal de freno a
fondo, sujetando el volante con ambas manos. Miró fijamente delante de la
cosechadora y paró el motor. Se bajó y se echó para atrás el sombrero mientras
corría a la parte delantera de la máquina. Justo delante de ésta, a punto de
ser devorada por las aspas y las cuchillas había un nido de perdiz. Un nido de
perdiz con dos perdigones recién salidos del cascarón. Raúl se frotó la frente
para quitarse el sudor. Miró alrededor por si aparecía por allí la madre con el
resto de la familia. Pero no. Sin duda se trataba de unos huevos abandonados
por la madre in extremis. Tal vez perdigones tardíos que se tomaron su tiempo
en salir. Estaban destinados a perecer, sin duda. Pero Raúl se agachó, cogió el
nido con las dos manos mientras los neonatos piaban con fuerza. Sabía que su
madre no volvería a por ellos aunque los dejara en el mismo sitio. Así que
abrió la botella de agua, mojó un poco del pan duro, lo deshizo en diminutas fracciones
y probó a dárselos de comer a los recién nacidos. Ante su sorpresa, éstos
respondieron bien y tragaron y piaron con más fuerza. Raúl sonrió. Pensó que
aquel era un buen momento como otro cualquiera para sentarse a la sombra del
remolque y morder el queso, y ya de paso, dar algo de pan a los perdigoncillos.
Mientras los alimentaba, pensó que, pasara lo que pasara con aquellos pájaros,
el día había merecido la pena por lo distinto. Terminó su queso, levantó a los
recién llegados, los puso a sus pies dentro del tractor, miró al frente, a la
inmensidad de cebada por cosechar y continuó trabajando.
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