La puerta de la galería privada se abrió despacio. Aún no eran las
nueve de la mañana, pero ya era de día y entraba luz tenue por los ventanales.
Verdes y frondosas plantas de interior recorrían ambos lados del pasillo. Al
fondo una doble puerta de madera tallada con un cartel que titulaba lo que todo
el mundo ya sabía: “Capilla”.
―Mi hermana mayor me lo dijo. Ella no lo vio, pero se lo contaron. Yo
voy hasta el final.
Lola tenía claro su cometido. Junto con otra voluntaria recorrería la
galería hasta la puerta. No más de dos, harían demasiado ruido. La historia que
contó a sus amigas se parecía bastante a la que su hermana le había contado a
ella, pero algo aderezada con su particular toque de inventiva para que fuera
más atractiva.
―Voy contigo.
María no dudó en apuntarse a hacer todo el recorrido. Desde hacía ya
tres años, Lola y ella lideraban el grupo. Tal vez por ser las más atrevidas, o
por ser las más traviesas. O por ser las mayores, aunque fueran sólo unos meses
de diferencia.
―Vale, nosotras vigilamos la puerta. Si viene alguien distraemos para
que os dé tiempo a esconderos.
Aunque menos osada, Alicia era más racional. Tal vez ésa era la causa.
Sin embargo, ella había planeado toda la operación. Las cinco entrarían en el
hall principal antes que empezaran las clases aprovechando el habitual
movimiento de cada mañana. Aguardarían ocultas a que se despejara la zona y
procederían a la incursión.
―Las cinco estamos de acuerdo: algo hay, pero no sabemos el qué. Todas
hemos oído historias parecidas. El problema es que no siempre acaban igual. El
final es confuso y las protagonistas reales nunca están para contarlas de
primera mano ―. Lola se puso seria―. Creo que es el momento de que seamos
nosotras las que podamos contar esa historia, las que hagamos historia. Que
cuando vengan después otras generaciones sepan que nosotras, unas niñas de
cuarto de primaria lo hicimos.
Lola y María se agacharon y caminaron deprisa por la galería, una
pegada a cada lado. Cien metros las separaba de su siguiente objetivo: la
puerta de la capilla. Cincuenta. María se puso nerviosa, se tropezó y cayó. El
golpe se les hizo como si hubiera sido un elefante el que se cayera en lugar de
una niña. Lola retrocedió para ayudar a su compañera a levantarse. Las otras
tres observaban desde la puerta y miraban atrás con miedo. Finalmente
alcanzaron la puerta y se pararon a respirar una a cada lado. Lola dio la señal
y María accionó el picaporte para confirmar que estaba abierto. Ágilmente se
colaron dentro de la capilla y cerraron sin ruido.
―¿Qué hacéis aquí, niñas? ―preguntaría una monjita.
―Verá, hermana. Es que una niña mayor, creemos que de ESO, nos quitó
una pelota y luego nos dijo que la había tirado por aquí dentro ―habían
planeado decir las tres vigilantes.
―¿Pero qué decís? ¡Aquí no puede entrar nadie!
―Lo sabemos, hermana ―. El plan B se pondría en marcha―. No es verdad
lo de la pelota. Lo cierto es que hemos bajado a la capilla a rezar. Pero ya
volvíamos a clase. ¡Qué tarde se nos ha hecho, chicas!
En el interior de la capilla, Lola y María hicieron un reconocimiento
visual para comprobar que estaban solas. A pesar de la poca iluminación, no
había ningún hábito inclinado en ningún banco. María y Lola se miraron y
entendieron que había llegado el momento. La imagen de mármol de la Virgen
María a la derecha del pequeño altar esperaba. Rodearon la capilla pegadas a la
pared hasta dar con el confesionario. María sacó la cámara de fotos. Se acercó
lentamente hasta encontrarse delante de la imagen. Antes de poder alzar la
cámara su cuerpo se quedó paralizado cuando un foco iluminó el rostro de la
Virgen cuyos ojos miraban justamente hacia donde se encontraba María. De éstos
sendas lágrimas brotaron para deslizarse por el frío rostro. Los altavoces que
habitualmente dejaban sonar música suave y relajada que propiciaba la mirada
interior y la oración, sonaron esta vez alto con clara y pausada voz:
―¡María! ¡Lola! No lloro de tristeza, sino de alegría por veros aquí
conmigo. Si no marcháis a vuestros quehaceres diarios, entenderé que queréis
servirme de compañía eterna junto con el Padre Dios. Que se haga pues su voluntad.
La parálisis de María dejó de ser tal cuando Lola gritando la agarró
del brazo y la arrastró hasta la puerta desde donde deshicieron el camino a
todo correr para unirse a sus amigas y salir escopetadas a su clase.
―Hermana Alba, ¿no ha sido exagerado?
―¿Acaso no recuerdas lo que hiciste tú conmigo cuando yo tenía sólo un
par de años más que estas bichillas, Angustias? Por lo menos no he puesto
colorante rojo en las lágrimas, como hiciste tú.
―¡Ja, ja, ja! Sí, ya recuerdo, ya… Volvamos a la cocina, hermana.
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