No la cogerían fácilmente. Consiguió escurrirse entre
los dedos de ese ser amenazante que hasta babeaba pensando en su presa. Qué poco disimulo, qué forma de abusar de las que eran más pequeñas. Al zafarse de su perseguidor cayó en la mesa por donde rodó hasta detenerse. Era sólo un lance, la
batalla continuaba. Esas enormes manos volvían
a cernirse sobre ella y ésta, aturdida, no sabía hacia donde
escapar. Todo eran obstáculos y por otro lado le sabía
mal irse sin las demás.
Parecía mentira. Una vez alcanzaba una edad, siempre vivían amenazadas con ser devoradas por aquellos seres. Las valoraban.
Cierto. ¿Pero de qué servía esa valoración si el final era inevitablemente tan cruel? Y en el caso de la
fugitiva que nos ocupa, aquel horrible olor a pescado. Ella que nació tan lejos del mar, en los campos de Andalucía, ahora se veía condenada a vivir impregnada en olor a lonja.
Una leve inclinación en la mesa la
permitió
posicionarse bajo un techado que la ocultaba de su
perseguidor. Y esperó. Triste espera mientras observaba cómo sus compañeras caían una tras otra en ese festín
improvisado en el que aquellos seres inmundos, ajenos a sus sentimientos,
festejaban, celebraban y se saciaban a su costa.
Y pasó. Fue de manera imprevista, pero unos dedos la cogieron, apretando
su costado, haciendo casi rebosar su relleno maloliente. Para terminar como
terminaban sus vidas, esas vidas pausadas y tranquilas de pequeñas, respirando airé puro. Vareadas al
llegar a la madurez. Unas exprimidas hasta morir y otras haciendo las veces de
aperitivo. Qué dura era la vida
de una aceituna.
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