De
siempre había
visto esos libros en casa de mis padres. Cuando era pequeño los ojeaba
sentado en el suelo del salón,
y con ellos aprendí casi
todo lo que necesitaba saber de la vida. Estaban entre los libros de filosofía de mi padre. Y
pequeñas lengüetas de colores señalaban las páginas que mi
progenitor había
considerado más
importantes.
—Los
he marcado para que los leyeras cuando tuvieras edad —me decía.
Pero
antes de que tuviera esa edad que mi padre había
presagiado, me sabía
las frases de memoria, y mi concepto de la vida y la justicia distaban mucho de
las inquietudes que almacenaban los pequeños
cuerpos de mis congéneres.
Había
desarrollado una conciencia crítica
propia de los adultos, pero en la mente de un niño.
Y de alguna manera ya había
comprendido que era precisamente eso lo que aquellas viñetas querían transmitir. Que había que mirar la vida
desde los ojos infantiles. Al leerlos tan joven me convertí en precavido, escéptico y crítico. Y a medida
que iba cumpliendo años
me generó compromiso
y conciencia social. Pero nunca deje de leer aquellas frases, aquellas
reflexiones que mis padres con mucho acierto guardaban entre los clásicos de la filosofía universal.
Cuando
ya fui mayor y tuve mi casa y mi propio hijo no seguí el ejemplo que me habían dado mis padres.
También tenía aquellos volúmenes y también los tenía en un lugar
privilegiado en el salón,
con sus postits marcando las páginas
que no quería
que mi hijo dejara de leer. Pero yo no los guardaba con los Sócrates, Platones y
demás eruditos.
Yo tenía los
libros de Mafalda con mis cuadernos de pedagogía
de la facultad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario