miércoles, 15 de octubre de 2014

#124 HASTA QUE LA MUERTE OS SEPARE



Faltaba una semana para la boda y los amigos de Juan estaban ya todos juntos en la puerta de su casa. En la calle hacía frío y parecía que iba a llover.

―¿Está todo listo? ―preguntaba Pepe en voz baja.

―Sí, llama ya a la puerta.

Juan abrió y de inmediato fue empujado para dentro por todo el grupo. En media hora, entre cerveza y risas, disfrazaron a Juan de vampiro y salieron a la calle. No había empezado a llover, pero una ligera niebla comenzaba a caer. Juan no sabía que sus amigos le iban a preparar una despedida de soltero. De hecho, él se lo había prohibido. Pero claro, una vez que toda la pandilla se había plantado en casa con evidentes planes de juerga, no había podido negarse y cortarles el rollo. Pararon en un par de bares a calentar el ambiente y el cuerpo con unas copas. Pedro se puso de pie en una silla, hizo callar al grupo y comenzó una perorata de las suyas en las que hacía alusión al matrimonio y la pérdida de libertad.

―… y así hasta que la muerte os separe ―concluyó.

―Y ya veremos si la muerte me libera o no de verdad ―bromeó Juan.

Pedro se puso serio y añadió:

―Pues eso yo sé a quién hay que preguntárselo ―el grupo le miraba esperando que terminara―. A los propios muertos.

Animados por el que comenzaba a ser exceso de alcohol y por las palabras de Pedro, el grupo se dirigió entre bromas hacia el cementerio del pueblo. La niebla comenzaba a ser ya espesa y les empapaba la cara y la ropa. Por el camino, cada uno fue contando historias de miedo siempre relacionadas con muertos y cuerpos que habían vuelto a la vida para vengarse de sus enemigos. Era famosa en el pueblo la leyenda de Don Lorenzo, alcalde que había acabado con la vida de su esposa en 1818 para quedarse con las riquezas de aquélla, y al que más tarde habían hallado muerto en su casa aplastado por sacos llenos del dinero que había heredado. Contaba la leyenda que, cuando le fueron a enterrar junto a su esposa, encontraron la tumba de ella abierta. De ahí, los cuentistas e imaginarios llegaron a la conclusión de que la difunta se había levantado para hacer una visita a su marido y entregarle personalmente toda la herencia… de golpe. Todo el grupo comentó ésta y otras historias similares. Cuando llegaron a la puerta del cementerio, la encontraron cerrada con candado. La mayoría se desanimó y empezó a mostrar cansancio y frío para volver. Pero Pedro no escuchó las palabras de sus compañeros y hábilmente saltó por la pared hasta llegar al otro lado y fue animando a los demás a hacer lo mismo. Cuando ya estaban todos dentro, Pedro les condujo hasta el histórico panteón donde descansaban Don Lorenzo y su mujer.

―No hay mejor sitio para hablar con los muertos, ¿verdad? Tengo una idea: juguemos un escondite.

Todos aceptaron la idea de buen grado. El marco era sin duda incomparable, y por ser la noche de la despedida de Juan, a éste le tocó contar hasta cien y buscar al resto del grupo. Juan se apoyó en una de las columnas del panteón de Don Lorenzo para comenzar la cuenta atrás. Los demás se dispersaron por todo el cementerio para buscar sitio donde esconderse. Cuando Juan terminó de contar, se dio la vuelta. La niebla se había hecho con el cementerio y no era posible ver más allá de diez metros a pesar de la pobre iluminación consistente en farolas dispuestas a lo largo de los distintos caminos entre las tumbas. A Juan le dio un escalofrío al verse completamente solo. Todo estaba en silencio y su respiración se hacía más fuerte. Era consciente de que los ojos de sus amigos le observaban desde distintos escondrijos, y no le gustó la sensación. Quién sabe, pensaba, si algún par de ojos son de algún inquilino de por aquí. Comenzó a caminar y era incapaz de concentrarse en el juego cada vez que tropezaba con una piedra, un árbol o una losa. Al cabo de lo que calculó serían unos quince minutos de búsqueda sin éxito, el corazón empezó a latirle más rápido pensando en que sus amigos, tal vez por gastarle una broma el día de su despedida, le habían dejado solo en el cementerio y se habían largado a esperarle en el bar tomando unos tragos y mientras se reían de él. Intentó afinar el oído, pero no había manera. Sólo se oían los latidos. De pronto notó como le agarraban fuerte del hombro. Su reacción fue instantánea: comenzó a gritar de pánico y cayó al suelo temblando con cara de haber visto un fantasma. Se giró instintivamente e identificó los rostros de Don Lorenzo y su esposa mirándole a los ojos.


Años después, sus amigos narraban los hechos aún con intriga, lo único que sabían era que cuando Pedro tocó el hombro a Juan en el cementerio, éste cayó gritando. Desde entonces Juan deliraba pese a la medicación. 

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