Faltaba una
semana para la boda y los amigos de Juan estaban ya todos juntos en la puerta
de su casa. En la calle hacía frío y parecía que iba a llover.
―¿Está todo
listo? ―preguntaba Pepe en voz baja.
―Sí, llama ya
a la puerta.
Juan abrió y
de inmediato fue empujado para dentro por todo el grupo. En media hora, entre
cerveza y risas, disfrazaron a Juan de vampiro y salieron a la calle. No había
empezado a llover, pero una ligera niebla comenzaba a caer. Juan no sabía que
sus amigos le iban a preparar una despedida de soltero. De hecho, él se lo
había prohibido. Pero claro, una vez que toda la pandilla se había plantado en
casa con evidentes planes de juerga, no había podido negarse y cortarles el
rollo. Pararon en un par de bares a calentar el ambiente y el cuerpo con unas
copas. Pedro se puso de pie en una silla, hizo callar al grupo y comenzó una
perorata de las suyas en las que hacía alusión al matrimonio y la pérdida de
libertad.
―… y así hasta
que la muerte os separe ―concluyó.
―Y ya veremos
si la muerte me libera o no de verdad ―bromeó Juan.
Pedro se puso
serio y añadió:
―Pues eso yo
sé a quién hay que preguntárselo ―el grupo le miraba esperando que terminara―. A
los propios muertos.
Animados por
el que comenzaba a ser exceso de alcohol y por las palabras de Pedro, el grupo
se dirigió entre bromas hacia el cementerio del pueblo. La niebla comenzaba a
ser ya espesa y les empapaba la cara y la ropa. Por el camino, cada uno fue
contando historias de miedo siempre relacionadas con muertos y cuerpos que
habían vuelto a la vida para vengarse de sus enemigos. Era famosa en el pueblo
la leyenda de Don Lorenzo, alcalde que había acabado con la vida de su esposa
en 1818 para quedarse con las riquezas de aquélla, y al que más tarde habían
hallado muerto en su casa aplastado por sacos llenos del dinero que había
heredado. Contaba la leyenda que, cuando le fueron a enterrar junto a su
esposa, encontraron la tumba de ella abierta. De ahí, los cuentistas e
imaginarios llegaron a la conclusión de que la difunta se había levantado para
hacer una visita a su marido y entregarle personalmente toda la herencia… de
golpe. Todo el grupo comentó ésta y otras historias similares. Cuando llegaron
a la puerta del cementerio, la encontraron cerrada con candado. La mayoría se
desanimó y empezó a mostrar cansancio y frío para volver. Pero Pedro no escuchó
las palabras de sus compañeros y hábilmente saltó por la pared hasta llegar al
otro lado y fue animando a los demás a hacer lo mismo. Cuando ya estaban todos
dentro, Pedro les condujo hasta el histórico panteón donde descansaban Don
Lorenzo y su mujer.
―No hay mejor
sitio para hablar con los muertos, ¿verdad? Tengo una idea: juguemos un
escondite.
Todos
aceptaron la idea de buen grado. El marco era sin duda incomparable, y por ser
la noche de la despedida de Juan, a éste le tocó contar hasta cien y buscar al
resto del grupo. Juan se apoyó en una de las columnas del panteón de Don
Lorenzo para comenzar la cuenta atrás. Los demás se dispersaron por todo el
cementerio para buscar sitio donde esconderse. Cuando Juan terminó de contar,
se dio la vuelta. La niebla se había hecho con el cementerio y no era posible
ver más allá de diez metros a pesar de la pobre iluminación consistente en
farolas dispuestas a lo largo de los distintos caminos entre las tumbas. A Juan
le dio un escalofrío al verse completamente solo. Todo estaba en silencio y su
respiración se hacía más fuerte. Era consciente de que los ojos de sus amigos
le observaban desde distintos escondrijos, y no le gustó la sensación. Quién
sabe, pensaba, si algún par de ojos son de algún inquilino de por aquí. Comenzó
a caminar y era incapaz de concentrarse en el juego cada vez que tropezaba con
una piedra, un árbol o una losa. Al cabo de lo que calculó serían unos quince
minutos de búsqueda sin éxito, el corazón empezó a latirle más rápido pensando
en que sus amigos, tal vez por gastarle una broma el día de su despedida, le
habían dejado solo en el cementerio y se habían largado a esperarle en el bar
tomando unos tragos y mientras se reían de él. Intentó afinar el oído, pero no
había manera. Sólo se oían los latidos. De pronto notó como le agarraban fuerte
del hombro. Su reacción fue instantánea: comenzó a gritar de pánico y cayó al
suelo temblando con cara de haber visto un fantasma. Se giró instintivamente e
identificó los rostros de Don Lorenzo y su esposa mirándole a los ojos.
Años después, sus
amigos narraban los hechos aún con intriga, lo único que sabían era que cuando
Pedro tocó el hombro a Juan en el cementerio, éste cayó gritando. Desde
entonces Juan deliraba pese a la medicación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario