El otoño se estaba abriendo paso en la ciudad. Durante unos minutos
José Miguel Álvarez Chapín se había olvidado del puñado de monedas que llevaba sujetas
en la mano derecha. Miró hacia arriba para darse cuenta de que el subconsciente
le había llevado hasta el parque de las Palomas. Se sentó en un banco y miró
los árboles a su alrededor. El abanico de colores del momento le inundó los
ojos. Aún quedaban bastantes hojas verdes, algunas ramas se habían poblado
completamente de amarillo. La estación no iba a detener su proceso. Y aunque
pronto, algunos ejemplares mostraban sus adornos todos ya marrones. El suelo
aún no estaba poblado como lo estaría, pero era agradable ver cómo aquí y allá
habían caído los días de insoportable calor. No hacía frío. Al contrario, le
sobraban grados aún a la época. Las lluvias de los días anteriores no habían
refrescado demasiado. Ya cambiaría. Ya llegaría el momento de los rojos,
pardos, marrones oscuros. Ya llegaría el momento en el que todas aquellas hojas
no aguantaran más en sus ramas y partieran para no volver a colgarse en ellas.
La Plaza de España se llenaría de ellas y los niños jugarían a amontonarlas,
pisarlas y esparcirlas. Y vendría el viento, el frío. Claro, que en Sevilla
tampoco es que fuera a nevar. Algún año lo hizo, pero no lo suficiente como
para refrescar y renovar el aire del todo. Eso nunca pasaría. Eso pensaba José
Miguel.
Y volvió la vista a su mano que permanecía cerrada en un puño. Y se
imaginó los puños de aquellos que no podían cerrarlos por la cantidad de
billetes amontonados que tendrían. Puños, bolsillos y carteras. Y cuentas en
paraísos fiscales. Puños de manos de aquellos a los que no les temblaba el
pulso a la hora de pedir. ¡Qué pedir! ¡Exigir! Exigir que se les diera lo que
les correspondía. Lo que les correspondía por hacer su trabajo. Vio a su
izquierda un empleado de la empresa privada que gestionaba el mantenimiento del
parque, empresa de la que, casualmente el director era cuñado del alcalde. Y
eso era lo de menos. Las noticias en la televisión y en los periódicos estaban
cada día plagadas de ejemplos en los que Menganito le había pagado a Cetanito nosecuantísimos
miles de euros para poder disponer de unos privilegios con los que se
beneficiaría econonómicamente él y el resto de su familia por los siglos de los
siglos. Sueldos vitalicios de políticos que habían acabado ellos mismos con sus
carreras que ascendían a sumas obscenas y que eran publicadas sin ningún pudor,
lo cual hacía pensar en cuál sería la cantidad real de lo público más lo privado.
Automóviles de lujo para cargos de personalidades empleados del estado, con
sueldos pagados por el estado, por los ciudadanos, que utilizaban sus esposas
para llevar a los niños al colegio privado bilingüe de más prestigio del lugar.
Directivos de banca que admitían cobrar sobresueldos, argumentando que sus
jefes cobraban sobresueldos mayores. Empresarios encarcelados que exigían a los
jueces que desbloquearan las cuentas de los bancos donde tenían el dinero
robado para pagar las multas y las fianzas que los habían metido en procesos
por haber robado ese mismo dinero. Escandaloso. Cientos, miles de individuos
que diariamente se lo estaban llevando crudo. Robando con total impunidad el
dinero de sus acreedores y de sus empleados a los que luego pondrían de patitas
en la calle por falta de liquidez en las empresas. Esposas que bajo la pancarta
“yo no sé nada de lo que hace mi marido” lucían vestidos, coches, joyas y
viviendas impagables.
José Miguel Álvarez Chapín se dijo que no sería jamás uno de aquellos.
Firme en su decisión, hizo pedazos la barra de pan que había comprado y la
arrojó al suelo con la intención de que las palomas que daban nombre al parque,
junto con el resto de pájaros y demás seres vivos se alimentaran. Y sabiendo
que eso no expiaría su pecado, se encaminó a la panadería de la calle Las
Cruzadas a devolver a la panadera los cinco céntimos de más que le había dado
de cambio.
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