Me senté en la mesa
del fondo con mi vaso de vermut. Hoy no quería una cerveza, necesitaba sentirme
mayor. Por eso leía el periódico en papel, el de toda la vida. El que me dejaba
las yemas de los dedos negras por el roce con la tinta. Me gustaba verme los
dedos oscurecidos por el periódico, como tiñen los recuerdos de algo que pasó,
y quieras o no leerlo, está ahí. Y después se almacena en nuestra particular
hemeroteca, con las marcas que le hicimos al escribirlo.
En la barra un
grupo de adolescentes daba cuenta de unos botellines. Reían, hablaban, se
empujaban. Estaban a gusto, y sin embargo no les envidiaba. “Los golpes que os
va a dar la vida y vosotros ahí de cachondeo” pensaba. Pasaba el dedo por las
imágenes del diario, en una suerte de atajo hacia el tiznado de mis yemas.
Hacía trampa para acelerar el recuerdo de mis propios fotogramas. Y los chicos
seguían con sus cosas. Realmente se les veía disfrutar todos a una. Todos no.
Un chico y una chica se mantenían ligeramente apartados del grupo. Hablaban con
más distancia y sus miradas se esquivaban cuando confluían en lo que se querían
decir y no terminaban de decirse. Cada poco tiempo se veían obligados a
intervenir en la conversación del grupo, de manera fugaz, con el propósito de
volver a situarse en aquellos dos balcones imaginarios desde los que mirarse.
Cerré el periódico
y apuré el vermut. Empezaba a amainar en mi particular hábitat. Estaban los dos
con ganas de hacer algo que no sé si llegarían a hacer jamás. Estaban
diciéndose más cosas con aquella conversación frágil que sus amigos a voces y
risotadas. Y sin embargo eran capaces los dos de mantener unos breves silencios
que retumbaban en mi pecho. Empezaron todos a pagar sus cuentas. Se ve que
tendría que volver a mi lectura y mis recuerdos, emborronados por la distopía
amarga de querer sentirme mayor para cruzar una meta que no sabía situar.
Y ocurrió. El chico
le acercó a ella su botellín para que apurara el último sorbo. La adolescencia era
eso, ser capaz de agotar hasta el último aliento en una batalla, aunque estuviera
perdida de antemano. A mi edad ya más
que aliento eran jadeos, respiraciones estudiadas para llegar a un fin. Ella
extendió su mano para coger el botellín y pude observar, privilegiado yo, el
gesto, cómo situó deliberadamente su mano sobre la del chico y prolongó el
momento de hacerse con el botellín en una suave caricia mientras se miraban
para finalmente llevarse ese último aliento a la boca. Y salieron ambos con una
fina sonrisa, sin tocarse, sin mirarse, pero sabiendo ambos que si querían
darle a la vida en toda la cara, si querían gritarle al destino que le fueran
dando con sus augurios, golpes y peligros, si querían pintar de todos los
colores las nubes que les arreciarían, debían lanzarse a
ese vacío tan inhóspito como maravilloso y jugársela a una carta. Quise pensar
que lo harían. Y me pedí un botellín.
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