¡Donnnnnnnnng!
Durante muchos años Gabriel y él habían subido juntos al campanario
varias veces al día. Gabriel le contaba que su padre lo había hecho antes que
él. Y su abuelo antes que su padre. Y ambos le habían enseñado la profesión. Y
como Gabriel nunca tuvo descendencia le eligió a él para ser su ayudante y
alumno en aquella importante misión. Así se lo hacía saber cada día.
―Las campanas son la comunicación en el pueblo ―le decía―. Aunque ya
no es lo mismo.
¡Donnnnnnnnng!
―Hace muchos años, cuando sólo había dos relojes de sol, dábamos
también las horas. ¿Tú sabes lo importante que era para los hombres que salían
del pueblo a faenar en el campo o con el ganado? Y cuando anochecía o había
niebla espesa éramos el faro que guiaba a los que andaban perdidos. Pero con
los avances tecnológicos perdimos importancia. Un día instalaron ese mecanismo
que dio las horas por nosotros. Para facilitarnos la labor, dijeron. Nos hemos
echado perder, hijo.
¡Donnnnnnnnng!
El rápido repicar de mi primer día que tocamos a rebato me puso muy
nervioso. Gabriel entró corriendo a mi casa y, sin mediar palabra con mis
padres, me agarró del brazo y salimos a toda velocidad a la iglesia. Hacía
mucho aire y en el campanario parecía que manteníamos una pelea real contra él.
Gabriel señaló un punto en el horizonte. Una columna de humo se alzaba hacia el
cielo.
―¿Lo ves? ¡Fuego! Tenemos que avisar a todo el mundo.
No fue la única vez. Pero cada alarma que enviamos nos subía la
adrenalina y el corazón se nos salía por la boca por la urgencia del momento.
¿Sabría localizar la gente dónde estaba el origen? ¿Llegarían a tiempo?
¡Donnnnnnnnng!
―Chico: a concejo.
Los dos sabíamos que, a pesar de que debía ser un toque rápido y
corto, el alcalde nos lo haría repetir dos o tres veces. Todos identificaban
perfectamente la llamada. Pero la gente se demoraba. El alcalde tenía por
costumbre hacer concejo los sábados después de la comida y pocos acudían a la
primera. Bien podía pasar casi una hora desde la primera llamada hasta que el
alcalde daba por buena la escasa presencia de vecinos reunidos el pórtico de la
iglesia. La mayoría de las veces, los vecinos ya sabían qué se iba a tratar y
por eso decidían si acudían o se quedaban echando la siesta, según les tocara
el asunto.
¡Donnnnnnnnng!
―Aquí no ha pasado nunca ―me contaba Gabriel―. Sólo en Semana Santa y
eso. Pero en los pueblos que tienen muchas iglesias y conventos de monjas, eso
debe de ser una fiesta diaria. Que si maitines, el Angelus… Me han contando que
en aquellos sitios hacen lo que llaman dormir las campanas. Y bailarlas. O algo
así. Unos mozos se cuelgan de ellas mientras las voltean haciendo piruetas.
Mucho modernismo. Creo que más de uno ha acabado cayendo en centro de la plaza
al perder el equilibrio y ser golpeado por el yugo o, peor, por los quinientos
kilos en pleno giro.
¡Donnnnnnnnng!
Ése día subí yo solo. Gabriel no me acompañó. El cura y mi madre
dieron el consentimiento para que con mis nueve años me encargara por mi cuenta
de aquel mensaje al pueblo. Gabriel me había contado que en las iglesias que
tenían dos o más campanas se alternaban en ese caso una macho y otra hembra.
Nosotros nos conformábamos con la nuestra y no alternábamos, lógicamente.
―Por ti, maestro.
Agarré el cabo que teníamos atado al badajo y comencé a clamor. Lento.
Sentido. En mi boca las palabras que Gabriel recitaba cuando tocábamos a
muerto, pero esta vez para él:
¿Por quién doblan las campanas?
Justo final madurado
trae consigo el finado.
Triste vida tarambana.
¡Dong! ¡Donnnnnnnng!
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