La relación de Carlos y Ana
siempre se había basado en la pasión desenfrenada y el sexo desatado a veces,
incluso, irrespetuoso. Aquella relación no duró mucho, aunque a ambos les quedó
la sensación de que ese tiempo fue demasiado. Demasiado intenso, demasiado
dependiente y demasiado doloroso. Cuando al fin rompieron y tuvieron tiempo
para ellos mismos, los dos prácticamente llegaron a la misma conclusión: le
habían dedicado tanta energía a la conservación de aquella relación, que no
prestaron atención ni al otro ni a sí mismos. En aquel periodo llegaron a
conocer la manera de satisfacer y satisfacerse, pero no sabían la comida
preferida del otro. Supieron llegar a un clímax como nunca lo habían hecho,
pero nunca supieron realmente en qué trabajaba el otro. Habrían sabido describir
con los ojos cerrados el cuerpo desnudo del otro, pero no habrían acertado con
el número de hermanos de cada uno. Y hasta que no pasaron por el dolor de la
propia relación y luego el de la ruptura, no supieron hasta qué punto se habían
perdido el respeto el uno al otro y a sí mismos. Y no fue inmediatamente, sino
con el paso de los meses, incluso los años. Ninguno de los dos se habría
imaginado que, al volver a verse cara a cara de nuevo por casualidad, lo
primero que surgiría de ambos fue lo que jamás hicieron cuando estuvieron antes
tan cerca: un largo, tierno y sentido abrazo.
Carlos iba caminando por el paseo
de la playa con un grupo de amigos en dirección al puerto, y Ana volvía del
puerto camino de la arena con su respectivo grupo de amigas. Un paseo
agradable, pues aquella noche de verano no era especialmente calurosa. Habían
pasado nueve años desde que se vieran por última vez, momento en el que habían
tenido su última discusión, momento de la separación. A Carlos le dio un vuelco
el corazón al ver a Ana. Ana levantó la vista como si hubiera sentido la
llamada de Carlos y se quedó parada en el paseo. Sonrieron con sinceridad, se
acercaron el uno al otro, se miraron a los ojos unos segundos y, finalmente, se
abrazaron. Y así permanecieron unos minutos, obviando a sus amigos y obviando
el pasado.
―¿Tomamos tú y yo algo? ―propuso
Carlos.
―Sí ―contestó Ana casi sin
dejarle terminar la pregunta.
Durante unas cuántas horas se
fueron poniendo al día. Se contaron cosas que habían pasado durante aquellos
nueve años, pero también se contaron cosas anteriores, cosas que eran de cuando
estuvieron juntos, e incluso anteriores aún. Pero ninguno hizo hincapié en eso
ni fue rencoroso, sino todo lo contrario. Ambos condescendieron y se mostraron
mucho más maduros. Ambos pusieron real interés por conocer cómo le habían ido
las cosas al otro. Ana le contó que después de varios intentos fue aceptada en
la facultad de Bellas Artes. Carlos había montado un taller y una tienda de
motos y le iba bien. Ana estuvo saliendo con un chico más joven que ella que
también estudiaba Bellas Artes, pero lo dejaron pronto porque él se
emborrachaba demasiado y hacía y decía demasiadas estupideces. Tenía la cabeza
vacía y el corazón frío, matizó Ana. Carlos no había tenido ninguna novia. Sí,
ligues de una noche, pero nada importante. Nunca nada como tú, dijo. Y Ana se
ruborizó y desvió la mirada. Se acercó a él y le puso la cabeza en el hombro.
Quiero hacer el amor contigo. Confieso que es algo que he echado de menos.
Carlos le acarició el pelo. Ambos se levantaron y se fueron a casa de Carlos.
El mismo lugar, pero distintas sensaciones.
Hicieron el amor despacio, como
si fueran figuras de cristal que temieran romper. Cuando Carlos acompañó a Ana
a casa, se despidieron sin palabras. Mejor así, pensaron ambos. Así podremos
retomar tranquilamente nuestro verdadero momento, pensó Ana. Así no nos haremos
más daño cuando no nos volvamos a ver, pensó Carlos caminando de vuelta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario