Acabo de volver. El viaje ha sido muy tranquilo, ciertamente. Más de
lo habitual. Claro. He vuelto solo. Esta vez he vuelto solo. No me había dado
cuenta hasta ahora de lo que ha supuesto un hecho tan simple como el recorrido
en coche, el viaje de vuelta de la playa que hemos hecho siempre juntos, pero
que, por vez primera, he hecho yo solo. Cuatro horas y media, como siempre,
pero sin su compañía. Ha sido suave, ligero, algo metálico en el fondo de la
boca, y enriquecedor. Lo bueno es que me he propuesto que, de ahora en
adelante, será siempre así. El estado del hombre debe ser la soledad y la
autonomía. ¡Qué gran decisión haber roto con ella!
La primera semana, el estado de embriaguez provocado por el cambio de
sitio con la mente tan abierta a dejar salir todo el estrés acumulado durante
el año y permitir la entada del relax para ocupar su lugar, no estuvo nada mal.
Bastante previsible y tal vez por eso deseable. Después de estar todo el año
esperando el momento de coger el equipaje más ligero posible, echarlo al
maletero del coche, hacer una compra rápida para subsistir un par de días sin
preocuparse de nada, echarla también al maletero y esperar relativamente poco
tiempo en un infernal atasco para tener a la vista el mar durante un mes
entero, la sensación de ‘me lo merezco’ es siempre la misma. Llevamos años
haciendo lo mismo. Y los que nos quedan. Sin embargo tenía la sensación de que
este año iba a ser distinto. ¿El año anterior también? ¿Y el anterior? Es
posible. Es muy posible que cada año yo haya sido de los que se plantea los
buenos propósitos antes de las vacaciones y no después. La primera semana es
vivir en el paraíso de los elegidos, de los agraciados con el premio de la
dicha. Todo ―casi todo― es alegría, paz, amor. Reina un ambiente que no es comparable
ni con la Navidad. Se
nota en las caras de la gente que por fin son felices. Y nosotros también nos
lo creímos. Yo me lo creí, como cada año. Nos besamos y no nos dimos tiempo a
deshacer el poco equipaje que siempre llevamos, para hacer el amor por vez
primera en nuestra nueva vida de veraneantes, la especie más absurda y
abundante de la época del año. Después bebimos y comimos y dormimos como si no
fuéramos a tener la oportunidad de volver a hacerlo más.
La segunda y tercera semana son un proceso. Es evidente que se trata
de un proceso que se ha repetido cada año y que, por triquiñuelas del destino,
tendemos a olvidar a la vuelta de nuestras vacaciones. No obstante, este año me
propuse no hacerlo. No iba a dejar pasar por alto el hecho de que el Edén de la
primera semana, a partir de la segunda, comenzara a transformarse en un
auténtico Hades. Que hacer el amor todos días pasara a frecuencia cero. Los
‘cariño’, ‘amor’, ‘corazón’ y ‘cielo’ se transformaran en ‘joder’, ‘coño’,
‘mierda’ y ‘hostia’. En lugar de procurar dar un paseo juntos por la playa como
al principio, pasamos a procurar evitar hacerlo. Y las duchas después del baño
en la piscina ya no nos excitaban tanto, sino que nos molestábamos. Esto, como
he dicho, no cambiaba de la noche a la mañana. Al contrario, la velocidad de
los cambios era tan lenta que apenas los notábamos y lo que al principio
considerábamos lo bueno y normal, lo desconocíamos dos semanas después para
considerar lo normal lo que sucedía entonces. Y puesto que este año quería ser
consciente de ello, me odié por haber permitido que sucediera una vez más. Pero
más aún la odié a ella por ser la que más situaciones propiciara para el
cambio. No voy a alegar que todo fue su culpa, pero sí la mayor parte. Y por lo
tanto, extrapolando, la mayor culpable durante los ocho años que llevábamos
actuando de la misma manera. Llegados a aquel punto, sé que ninguno de los dos
era feliz así. En ambos se presumían ganas de que el tiempo de vacaciones se
agotara cuanto antes, cuando tanto tiempo llevábamos deseando que llegara. ¡Era
inadmisible! Así que puse fin a la situación con todo lo que ello conllevaba,
incluido el final de nuestra relación. A falta de diez días para volver a la
ciudad, al estrés, al trabajo, nuestra historia como pareja se acabó. No fue
fácil.
Siendo consciente del estado en el que nos hallábamos y sabiendo que,
a la vista de todos los que nos rodeaban, nosotros éramos una pareja felizmente
casada y hasta que la muerte nos separase, la determinación de acabar con nuestra
relación para encontrarme en una situación si no peor, por lo menos igual,
había de ser tratada con sumo cuidado. Al día siguiente de haber tomado mi
decisión, tras una noche en vela pensando mis pasos minuto a minuto, me levanté
antes que ella para que cuando ella lo hiciera se diera cuenta al instante de
que algo raro estaba ocurriendo. Así que preparé un desayuno en condiciones con
todo: zumo, café, tostadas, bollos, embutidos y huevos revueltos. Y funcionó.
Cuando ella se despertó me miró con cara de sorpresa, miró el desayuno que la
esperaba, volvió a mirarme ahora con inquietud, cogió el periódico y comió de
todo. Mi plan estaba funcionando. Durante el resto del día se sucedieron un
sinfín de gestos por mi parte que la tenían absolutamente descolocada: yo
ordené la casa solo, hice la cama, barrí el suelo, pasé algo el polvo, hice la
compra, bajé yo solo la sombrilla y las tumbonas a la playa para que ella no
hiciera nada de nada, las subí a la hora de comer, preparé una comida algo
especial, que se notara que era especial, fregué los platos… En fin, todo sobre
lo planeado con el efecto correspondiente sobre ella: lo que al comienzo del
día fue sorpresa e inquietud, se iba convirtiendo en alegría y agradecimiento.
Tanto fue así que, una parte de mi plan que yo dudaba que fuera a suceder,
ocurrió: hicimos el amor de nuevo durante la siesta. Bajamos a la playa de
nuevo por la tarde, paseamos y nos bañamos juntos, nadamos un rato hasta donde
ya cubría bastante y no había gente. Y la ahogué. Pedí socorro simulando mi
propio peligro. Al poco me sacaron en una Zodiac junto a su cuerpo inerte que,
con los ojos abiertos, me miraba con más sorpresa que nunca.
A pesar de todos los trámites administrativos y burocráticos
relacionados con su accidental muerte, los diez días que faltaban para nuestro
regreso fueron los mejores. No es que no la echara de menos. Ahora también lo
hago. Pero la situación era insostenible y estoy convencido de que, si no
hubiera tomado esta decisión, este Averno habría sido eterno. El viaje de
vuelta ha sido tranquilo. Sin peleas, sin reproches, sin mierdas que echarnos
uno sobre el otro… No sé si volveré a tener pareja, pero estoy seguro de que no
volveré a dejar acumular ocho veranos en los que sólo se puede disfrutar de la
primera semana. Seguro. Me lo prometo.
Desde luego que no me esperaba un final así... he tenido que leerlo dos veces por si lo estaba entendiendo mal... no obstante a más de uno se nos ha pasado alguna vez hacerlo...
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