martes, 29 de julio de 2014

#113 CEREMONIAS



Siempre había estado ahí. Desde pequeño recordaba su imagen, sus colores, su olor. Yo corría por la casa y en cuanto mi madre empezaba la ceremonia yo notaba como nuestra vieja masía del pueblo se llenaba con su aroma. Fuera, el Mediterráneo maridaba a la perfección, como un baile acompasado, estético, combinado.

Aun estando acostumbrado a que un día a la semana nos agasajase con su presencia, no dejaba de emocionarme su llegada. Surgía de la nada. O mejor dicho, de la combinación de muchas cosas que aderezadas con el cariño de mi madre terminaba por ser una obra de arte efímera. Efímera por el poco tiempo que permanecía en nuestra presencia y que, con el último adiós, empezaba la cuenta atrás para su siguiente visita. Pero no era temporal la sensación que nos quedaba a todos tras su marcha. Normalmente seguida de un silencio complacido. Ojos entornados en una suerte de vigilia aletargada. Y la brisa del mar que se colaba por la comisura de los labios hasta fundirse con el sabor que degustábamos aún tiempo después.

Y entonces llegaba la semana, con sus días y sus faenas. Escuela para unos, trabajo para otros, la huerta que con cuidado mimaba mi padre desde el alba. Naranjos que nos deleitaban los desayunos, panes que al cortar sus rebanadas emitían un suave crujido. El polvo del camino que me llevaba a la escuela y el olor del romero que marcaba el margen del recorrido. Todos los estímulos de esos seis días marcaban el final de la semana. El color de la piedra que asomaba al mar, la brisa salada, los colores de la aldea, sus yesos, tejas y macetas. Las voces del mercado, la sangre del pescado que asomaba por las cajas de plástico de la plaza de abastos. Las gaviotas que anunciaban la llegada de los nuevos invitados a nuestra mesa. La verdura dispuesta en el mármol como si de una muestra se tratara. Y transcurrían los días con esa lentitud pausada de las pedanías del Levante.

Y sin saber si había pasado mucho o poco, aún degustando los sabores de la semana, a modo de ceremonioso preliminar, volvía a desembarcar en nuestra casa el domingo. Y volvía la emoción y la espera. Las carreras por casa, una expectación nerviosa, un vistazo a mi madre, con su delantal, su canturrear tranquilo y feliz, su porte de directora de orquesta. Los pedazos del mercado dispuestos esta vez sobre la loza de nuestra vieja cocina, acompañados del resultado del esfuerzo de mi padre en la huerta, el cual, siempre, cada semana sin excepción, esperaba a colocar en la cocina. Esperaba a que mi madre con su pañuelo en la cabeza hubiera colocado todo. En ese momento entraba, dejaba sus alijos en la mesa y antes de salir de la cocina para no volver a verla antes de la ceremonia, la abrazaba por detrás, le besaba la mejilla y le susurraba algo al oído. Entonces una sonrisa dibujaba el rostro de mi madre a modo de señal de inicio. Les había mirado hacer eso durante años, escondido tras la vieja puerta de la cocina, y siempre tuve la certeza de que aquel acto era una pieza fundamental del engranaje, un ingrediente más, quizás el más importante, de aquella gran obra maestra que mi madre dos horas después sacaba ante la mirada de toda la familia a la terraza de la casa dejando un rastro de nuestra tierra, nuestra vida y el amor que nos profesábamos.


Ahí estaba. La paella de mi madre. 

1 comentario:

  1. Olé!
    me ha encantado la descripción y la ternura con la que has abordado la sencillez tema

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