Siempre
había estado
ahí. Desde
pequeño
recordaba su imagen, sus colores, su olor. Yo corría por la casa y en cuanto mi madre
empezaba la ceremonia yo notaba como nuestra vieja masía del pueblo se llenaba con su aroma.
Fuera, el Mediterráneo
maridaba a la perfección,
como un baile acompasado, estético,
combinado.
Aun estando
acostumbrado a que un día
a la semana nos agasajase con su presencia, no dejaba de emocionarme su
llegada. Surgía
de la nada. O mejor dicho, de la combinación
de muchas cosas que aderezadas con el cariño
de mi madre terminaba por ser una obra de arte efímera.
Efímera por el
poco tiempo que permanecía
en nuestra presencia y que, con el último
adiós,
empezaba la cuenta atrás
para su siguiente visita. Pero no era temporal la sensación que nos quedaba a
todos tras su marcha. Normalmente seguida de un silencio complacido. Ojos
entornados en una suerte de vigilia aletargada. Y la brisa del mar que se
colaba por la comisura de los labios hasta fundirse con el sabor que degustábamos
aún tiempo después.
Y
entonces llegaba la semana, con sus días
y sus faenas. Escuela para unos, trabajo para otros, la huerta que con cuidado
mimaba mi padre desde el alba. Naranjos que nos deleitaban los desayunos, panes
que al cortar sus rebanadas emitían
un suave crujido. El polvo del camino que me llevaba a la escuela y el olor del
romero que marcaba el margen del recorrido. Todos los estímulos de esos seis
días marcaban
el final de la semana. El color de la piedra que asomaba al mar, la brisa
salada, los colores de la aldea, sus yesos, tejas y macetas. Las voces del
mercado, la sangre del pescado que asomaba por las cajas de plástico de la plaza
de abastos. Las gaviotas que anunciaban la llegada de los nuevos invitados a
nuestra mesa. La verdura dispuesta en el mármol
como si de una muestra se tratara. Y transcurrían
los días con
esa lentitud pausada de las pedanías
del Levante.
Y sin
saber si había pasado mucho o
poco, aún degustando
los sabores de la semana, a modo de ceremonioso preliminar, volvía a desembarcar en
nuestra casa el domingo. Y volvía
la emoción y
la espera. Las carreras por casa, una expectación
nerviosa, un vistazo a mi madre, con su delantal, su canturrear tranquilo y
feliz, su porte de directora de orquesta. Los pedazos del mercado dispuestos
esta vez sobre la loza de nuestra vieja cocina, acompañados del resultado del esfuerzo de mi
padre en la huerta, el cual, siempre, cada semana sin excepción, esperaba a
colocar en la cocina. Esperaba a que mi madre con su pañuelo en la cabeza hubiera colocado
todo. En ese momento entraba, dejaba sus alijos en la mesa y antes de salir de
la cocina para no volver a verla antes de la ceremonia, la abrazaba por detrás, le besaba la
mejilla y le susurraba algo al oído.
Entonces una sonrisa dibujaba el rostro de mi madre a modo de señal de inicio. Les
había mirado
hacer eso durante años,
escondido tras la vieja puerta de la cocina, y siempre tuve la certeza de que
aquel acto era una pieza fundamental del engranaje, un ingrediente más, quizás el más importante, de
aquella gran obra maestra que mi madre dos horas después sacaba ante la mirada de toda la
familia a la terraza de la casa dejando un rastro de nuestra tierra, nuestra
vida y el amor que nos profesábamos.
Ahí estaba. La paella
de mi madre.
Olé!
ResponderEliminarme ha encantado la descripción y la ternura con la que has abordado la sencillez tema