Aún no había amanecido fuera. Al abrir la
ventana, el Viejo sólo pudo atisbar la luz del faro en la punta del cabo. Cuántas
veces había recobrado la paz al ver ese resplandor alumbrar su vuelta a casa, cuánta
esperanza había depositado en ese haz de luz a lo largo de tantos años de
faena… Hoy representaba, como tantos días, su alba particular, la primera luz
que distinguía por las mañanas, casi de madrugada, cuando abría la ventana de
su cuarto en busca de predicciones, presentimientos, premoniciones, y dejaba
entrar en la estancia una suave brisa marina, y ese olor, ese olor a agua y sal.
Sonaban rugosas. La fricción de sus manos
era la de la experiencia. Ese sonido dictaba una larga vida llena de trabajo,
de esfuerzo. Todas las mañanas dedicaba unos minutos a mirarse las manos,
frotarlas, en una especie de homenaje y gratitud hacia las que habían sido sus
fieles herramientas de trabajo toda la vida. El viejo era muy hábil con las
manos. Ya de crío colaboró con el ejército de la República desactivando
minas en el campo de batalla. Le llamaban Piezas.
Era capaz de desmontar una granada antes de que explotara sin que le temblara
el pulso. Nunca debió estar allí, no era sitio para un niño, no era sitio para
nadie. La gente moría y mataba, y los días pesaban como una losa que hacía de
la muerte el olvido, el que no estuvo nunca existió.
Una vez terminó la guerra, volvió al pueblo.
Fue entonces cuando aprendió el oficio. Le hubiera gustado estudiar, quería ser
profesor. Profesor de escuela, de una pequeña escuela rural, donde poder ayudar
a las generaciones venideras a forjarse una conciencia crítica y cívica, quería
formar, enseñar. Le guerra truncó sus esperanzas de ser maestro. Su padre, un
reconocido maqui, fue fusilado al alba en un paseo, su madre quedó con el Viejo y dos hijos más. Todo el mundo
tenía que arrimar el hombro. Fue Claudio, el hermano mayor de su madre quien le
enseñó el oficio. Cada día le acompañaba en la barcaza de pesca. Empezó cargando
cajas y con el tiempo aprendió todo del mundo del mar. Remendaba redes,
predecía el tiempo, elaboraba rutas, sondeaba fondos… Sabía que el mar era un
amigo que ofrecía el sustento, pero nunca olvidaba que podía ser muy
traicionero, que un golpe de mar ahogaba al marinero, y con él se iba al fondo
la esperanza de toda una familia.
Fue sentado en el muelle cuando conoció a la
Flaca. Una chica del pueblo de siempre. Por unas monedas, ella se sentaba en el
pantalán a remendar las redes maltrechas. Su aspecto enfermizo -era muy delgada
y pálida- contrastaba con la fortaleza que la mantenía firme durante horas en
el puerto, entre redes y nasas. Un día el Viejo dejó una bolsa con cuatro
caballas al lado de la Flaca. Ésta, remolona, le regaló una sonrisa tímida,
casi furtiva. Con el tiempo empezaron a verse, a pasear juntos, y más adelante
compraron su primer barco, “El Remendón”. Crearon un equipo que funcionaba a la
perfección. Ella hacía el trabajo de tierra, él se lanzaba a la mar. Cada día
discurría de la misma manera: ella preparaba las redes, las colocaba con mimo
en la cubierta y limpiaba anzuelos, boyas y el cuadro de mandos. Cuando a la
vuelta de la jornada el Viejo amarraba en el puerto, ella le esperaba con un
termo y una manta, y una vez él desembarcaba, ella hacía el resto: cargaba las
cajas, limpiaba y vendía el pescado en la lonja. Cuando llegaba a casa, él ya
tenía preparada la cena, normalmente caldo con cachelos y pescado o pescado
asado con patatas. Lo dicho, la
Flaca y el Viejo formaban un buen equipo.
La vida transcurrió sin demasiados
sobresaltos, con el engranaje a punto cada día para proceder a esa rutina dura
pero confortable, en la que uno hace lo que sabe, y eso acaba gustando. Nunca
dejaron de pasear por el puerto, sus manos cogidas con cariño y esa complicidad
sincera entre los que se saben en un mismo barco, compañeros de viaje por las
aguas de la vida. El Viejo se había enfrentado a muchas tormentas, mares
revueltos, sacudidas e incluso un vuelco que dejó para el recuerdo a “El
Remendón”, pero la peor de sus tormentas le engulló seis meses atrás. Arriaba
las velas entrando en el puerto y no conseguía ver a la Flaca. Raro. Nunca en esos años
había faltado a la cita, ya estuviera enferma que ella estaba allí, solidaria,
fiel. Amarró el barco inquieto y corrió por el pantalán camino a casa. Había
mucha gente delante de la pequeña casa que había compartido con la Flaca aquellos años. El
corazón le latía deprisa, su cuerpo no estaba ya para carreras. Además aquélla,
lo presentía, la sabía perdida. Entró en la habitación y se encontró al cura y
al doctor. Un paro cardíaco, dijeron. Fue de pronto. En el marco de la puerta
se vio a la Flaca
sentada con los ojos cerrados, dejando que la luz del sol acariciara su
arrugada piel. De pronto nada, se desvaneció y allí quedaron los recuerdos, la
memoria, sin un adiós, sin un beso, sin unas “gracias Flaca”.
Desde ese día no dejó de llover sobre el
corazón del Viejo. La llevó en barco, en el ahora “El Remendón II”, varias
millas mar adentro y, como ella quería, la dejó darse la última zambullida. Su
cuerpo se perdió en el mar con una estela de flores rojas que la vieron
marchar.
El Viejo se miró las manos. Casi podía
leerse su vida en ellas. Desde que se marchó la Flaca todo había cambiado,
el esfuerzo era mucho mayor y la recompensa menor. Él seguía compartiendo todo
con ella, y de alguna manera ella le guiaba en las tareas que antes realizaba.
Cerró la puerta de casa no sin antes echar un vistazo dentro. Vio recuerdos,
buenos y malos, vio trabajo, ternura, premios a una vida intensa cargada de
complicidad. Se sonrió al reconocer la huella de un buen equipo. En el barco le
esperaban ya los aparejos, limpios y listos. En el cuadro de mandos un libro: “Veinte
poemas de Amor y una Canción desesperada” de Pablo Neruda, viejo y maltrecho
por el paso del tiempo, por las horas muertas en cubierta. El Viejo aprendió a
leer con Neruda y, cada noche, cada una de las noches que había compartido con la Flaca , le había leído antes
de dormir un poema del chileno.
El
rugido del motor sonó a despedida. Rugió como cada mañana haciendo volar a las
gaviotas que rondaban los barcos. Lento, “El Remendón II” salió del puerto. El
destelló del faro se despidió del Viejo: “adiós, compañero”, parecía decirle
mientras le iluminaba intermitentemente. Cuando el sol asomó por el horizonte,
la costa quedaba lejos. El Viejo se ajustó la gorra y erguido miró la mayor. Ya
no sonaba el motor, era el viento el que
le empujaba. Miró los aparejos, ya no le hacían falta, ya llevaba el barco
cargado, cargado de recuerdos, de éxitos, de satisfacción de una vida plena y
digna, y sólo pensaba en llegar. Llegar al final de ese viaje que inició hacía años
y compartir el botín que arrastraba mar adentro con su compañera, la Flaca , que donde estuviera,
le estaba esperando, seguro, con un termo y una manta.
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