Apenas me levanté de la cama, me dirigí directamente al salón y me
senté en el sofá. Encendí un cigarrillo y enseguida el humo ocupó toda la
estancia con su olor, el cual me acompañó durante el resto del día. Otros días
acostumbro a meterme en la ducha nada más arrojar las sábanas a un lado. Pero
aquel día era distinto y aún no había averiguado el porqué. Aún con las legañas
pegadas a los ojos, sentado en el sofá, giré la cabeza para comprobar lo que
sospechaba: hacía un día fabuloso ahí fuera. La luz del sol, que por algún
motivo casi nos estaba siendo racionada desde hacía meses, por fin volvía a
lucir y entraba a raudales por la ventana, con lo que las bocanadas de humo que
expulsé mientras fumaba, se hacían bien visibles: un único hilo se desprendía
con prisa y rectitud desde el extremo de mi cigarrillo hacia el techo del
salón, y a medida que subía, crecía en grosor hasta hacerse aparentemente dos,
mientras que decrecía en color y pasaba de un blanco fuerte a perder intensidad
con el tamaño y finalmente perderse con la gran nube de lo alto en una especie
de zigzagueo incontrolable. El humo que yo exhalaba se mezclaba con la nube que
en origen estaba sobre mi cabeza, pero que pronto descendía a una velocidad
perfectamente visible a los ojos y golpeaba la televisión, las plantas, los
muebles y, presumiblemente, a mí también. A pesar de tener la sensación de
contaminar mi ambiente y mis pulmones desde tan pronto, también disfruté de las
arbitrarias formas –al menos para mí lo eran– que el humo tomaba según el
movimiento de mis manos, cabeza, boca y aliento. La imagen, en definitiva, no
me disgustó: la niebla se había apoderado del salón y los rayos de sol luchaban
por hacerse hueco a través de su inconstante y cambiante forma.
Al salir de la ducha más caliente que había tomado nunca, observé que
el baño estaba lleno de vapor y el espejo empañado. Aquello me hizo sonreír.
Curiosa analogía, pensé para mí. De nuevo el vapor ocupando el cubículo del
cuarto de baño y las luces de los halógenos haciéndose hueco a través de él. El
espejo estaba tan empañado que apenas podía distinguir la deformidad de mi
reflejo. Tal vez sí ciertos colores, pero ningún contorno bien concreto. Pasé
la toalla por una pequeña parte, a pesar de que sabía que cuando todo se secara
aquello dejaría una huella que más adelante habría que limpiar. Pero quería
experimentar. Apenas despegué parte del vapor condensado en el espejo, el
reflejo fue considerablemente más nítido, pero sin llegar a ser del todo
exacto. Aún quedaba humedad en el frío cristal y esto devolvía un reflejo
borroso que, paulatinamente, puesto que esperé lo necesario, se fue de nuevo
ocultando y convirtiendo de nuevo en condensación hasta cubrir de nuevo todo el
hueco que yo había quitado con la toalla y dejar la total superficie del espejo
completamente blanquecina y empañada. Yo sabía por dónde había pasado la
toalla, pero alguien que hubiera entrado en el cuarto de baño en ese instante,
no habría podido acertar el lugar exacto sino casualmente, a pesar de que la
marca permanecería después de disipada toda la condensación como si de una
antigua cicatriz se tratara.
Algunas horas más tarde acudí a la taberna a comer el menú del día. La
taberna era un sitio sucio en general, el dueño y camarero no era más limpio
que el sitio y tenía toscas maneras, pero ya nos conocíamos y la comida era
fabulosa. Nunca quise conocer la cocina, a pesar de que Carlos, el dueño, me
había invitado a pasar en varias ocasiones. Era bastante lógico pensar que los
interiores ocultos al público pudieran estar si no en iguales condiciones que
el exterior, sí en peores, y yo no tenía intención de no volver a comer unos
huevos con chistorra por culpa de una cocina apestosa. El ruido del jaleo de
platos, vasos, monedas, gritos de los comensales y órdenes de los camareros
automáticamente ocupó mis oídos. Carlos y yo enseguida obtuvimos contacto
visual, y él, con un rápido giro de cabeza, acompañado de un leve, pero eficazmente
apreciable levantamiento de mentón, me señaló la mesa que en aquel mismo
instante me había asignado: una al fondo del local. Me hice paso entre obreros,
parejitas, grupos de oficinistas y camareros, todos acompañados de sus
correspondientes ruidos, ya fueran risas e insultos, besos escandalosos o
peleas, gritos y alardeos, o comandas de un vino y seis cervezas para la seis a
la barra. Cuando me aposté en mi silla y levanté la mirada, me pareció que
todos aquellos ruidos a los que había que sumar la música de la comida en sí,
ya fueran golpeteos de cucharas contra los platos, arañazos de los cuchillos al
quedarse sin qué cortar o vasos estrellándose contra el suelo, se
materializaban físicamente como objetos y no me permitían ver ni la misma
puerta por la que yo había hecho aparición no hacía ni dos minutos. El nivel de
saturación que tenían mis oídos era tal, que cuando me di cuenta de que Carlos
estaba a mi lado, fui consciente de que llevaba más tiempo del que
habitualmente le hago esperar. Me repuse rápidamente, eché un vistazo sin
prestar atención al menú, y le hice saber mi comanda con una sonrisa, un
apretón en el brazo y un sincero agradecimiento. La comida no tardó en llegar y
me propuse comer lentamente y, puesto que estaba solo, fijarme en el flujo y la
evolución de aquel tremendo barullo si es que era posible. Decidí comenzar por
mí mismo. No iba a llevarme demasiado, pero sí me percaté de que, apenas me
decidí a dar cuenta de mis viandas, inconscientemente levanté levemente el culo
y acerqué la silla a la mesa arrastrando las patas y produciendo un chirrido
agudo que se sumó a los que ya había. Pronto se perdió y desapareció como si se
hubiera disuelto entre el jaleo de fondo. Estaba seguro de que dos mesas más
allá de la mía no hubieran oído nada aunque realmente quisieran haber prestado
atención. Así que mientras comía me fijé en todos los ruidos de los que fui
capaz, comenzando por aquello, siguiendo por mis cubiertos en los platos, el
vaso en la mesa después de beber, un carraspeo después del pimentón, una
tremenda tos en la mesa de al lado, tres palmadas algo más allá, unas risotadas
del grupo de obreretes, diez o doce maldiciones a voz en grito de Carlos y un
larguísimo etcétera. En definitiva, no había más hueco donde meter más sonidos.
Me dio incluso por pensar en qué habría sido de las ventanas y puertas si
realmente, los ruidos aquellos hubieran ocupado un espacio físico. Creo que
hasta las paredes habrían cedido.
El resto de la tarde transcurrió con bastante normalidad: en el
trabajo hubo un despido, se acumularon las tareas para los supervivientes y,
cuando quise darme cuenta, estaba ya anocheciendo. No me demoré demasiado así
que volví a casa dando un agradable paseo en lugar de hacer uso del transporte
público. Al llegar encendí la televisión en el mismo momento en que comenzaban
las noticias. Sin grandes novedades: un político insultaba sibilinamente a otro
del partido opuesto por llevar a cabo nosecuál iniciativa populista, tachándolo
de oportunista y electoralista; un narcotraficante era asesinado con gran
estruendo y boato en nosecuál país sudamericano por el cártel rival llevándose
por delante a su vez a la familia entera, muchas imágenes con cadáveres por el
suelo, sangre derramada y casquillos de balas, los pertrechantes aún no habían
sido localizados, y; un terrorista era puesto en libertad después de que se
probara que el agente que le detuvo en su momento le dio un tirón de pelo
injustificado. Ante semejante panorama informativo, decidí apagar el televisor.
Cené frugalmente en silencio, fumé tranquilamente un cigarrillo, me desnudé, me
metí entre las sábanas, leí aproximadamente durante media hora, cerré el libro,
apagué la luz y me dispuse a dormir. Pero no pude.
Mi cabeza no sabía vivir sin interferencias.
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