miércoles, 16 de julio de 2014

#111 INTERFERENCIAS



Apenas me levanté de la cama, me dirigí directamente al salón y me senté en el sofá. Encendí un cigarrillo y enseguida el humo ocupó toda la estancia con su olor, el cual me acompañó durante el resto del día. Otros días acostumbro a meterme en la ducha nada más arrojar las sábanas a un lado. Pero aquel día era distinto y aún no había averiguado el porqué. Aún con las legañas pegadas a los ojos, sentado en el sofá, giré la cabeza para comprobar lo que sospechaba: hacía un día fabuloso ahí fuera. La luz del sol, que por algún motivo casi nos estaba siendo racionada desde hacía meses, por fin volvía a lucir y entraba a raudales por la ventana, con lo que las bocanadas de humo que expulsé mientras fumaba, se hacían bien visibles: un único hilo se desprendía con prisa y rectitud desde el extremo de mi cigarrillo hacia el techo del salón, y a medida que subía, crecía en grosor hasta hacerse aparentemente dos, mientras que decrecía en color y pasaba de un blanco fuerte a perder intensidad con el tamaño y finalmente perderse con la gran nube de lo alto en una especie de zigzagueo incontrolable. El humo que yo exhalaba se mezclaba con la nube que en origen estaba sobre mi cabeza, pero que pronto descendía a una velocidad perfectamente visible a los ojos y golpeaba la televisión, las plantas, los muebles y, presumiblemente, a mí también. A pesar de tener la sensación de contaminar mi ambiente y mis pulmones desde tan pronto, también disfruté de las arbitrarias formas –al menos para mí lo eran– que el humo tomaba según el movimiento de mis manos, cabeza, boca y aliento. La imagen, en definitiva, no me disgustó: la niebla se había apoderado del salón y los rayos de sol luchaban por hacerse hueco a través de su inconstante y cambiante forma.

Al salir de la ducha más caliente que había tomado nunca, observé que el baño estaba lleno de vapor y el espejo empañado. Aquello me hizo sonreír. Curiosa analogía, pensé para mí. De nuevo el vapor ocupando el cubículo del cuarto de baño y las luces de los halógenos haciéndose hueco a través de él. El espejo estaba tan empañado que apenas podía distinguir la deformidad de mi reflejo. Tal vez sí ciertos colores, pero ningún contorno bien concreto. Pasé la toalla por una pequeña parte, a pesar de que sabía que cuando todo se secara aquello dejaría una huella que más adelante habría que limpiar. Pero quería experimentar. Apenas despegué parte del vapor condensado en el espejo, el reflejo fue considerablemente más nítido, pero sin llegar a ser del todo exacto. Aún quedaba humedad en el frío cristal y esto devolvía un reflejo borroso que, paulatinamente, puesto que esperé lo necesario, se fue de nuevo ocultando y convirtiendo de nuevo en condensación hasta cubrir de nuevo todo el hueco que yo había quitado con la toalla y dejar la total superficie del espejo completamente blanquecina y empañada. Yo sabía por dónde había pasado la toalla, pero alguien que hubiera entrado en el cuarto de baño en ese instante, no habría podido acertar el lugar exacto sino casualmente, a pesar de que la marca permanecería después de disipada toda la condensación como si de una antigua cicatriz se tratara.

Algunas horas más tarde acudí a la taberna a comer el menú del día. La taberna era un sitio sucio en general, el dueño y camarero no era más limpio que el sitio y tenía toscas maneras, pero ya nos conocíamos y la comida era fabulosa. Nunca quise conocer la cocina, a pesar de que Carlos, el dueño, me había invitado a pasar en varias ocasiones. Era bastante lógico pensar que los interiores ocultos al público pudieran estar si no en iguales condiciones que el exterior, sí en peores, y yo no tenía intención de no volver a comer unos huevos con chistorra por culpa de una cocina apestosa. El ruido del jaleo de platos, vasos, monedas, gritos de los comensales y órdenes de los camareros automáticamente ocupó mis oídos. Carlos y yo enseguida obtuvimos contacto visual, y él, con un rápido giro de cabeza, acompañado de un leve, pero eficazmente apreciable levantamiento de mentón, me señaló la mesa que en aquel mismo instante me había asignado: una al fondo del local. Me hice paso entre obreros, parejitas, grupos de oficinistas y camareros, todos acompañados de sus correspondientes ruidos, ya fueran risas e insultos, besos escandalosos o peleas, gritos y alardeos, o comandas de un vino y seis cervezas para la seis a la barra. Cuando me aposté en mi silla y levanté la mirada, me pareció que todos aquellos ruidos a los que había que sumar la música de la comida en sí, ya fueran golpeteos de cucharas contra los platos, arañazos de los cuchillos al quedarse sin qué cortar o vasos estrellándose contra el suelo, se materializaban físicamente como objetos y no me permitían ver ni la misma puerta por la que yo había hecho aparición no hacía ni dos minutos. El nivel de saturación que tenían mis oídos era tal, que cuando me di cuenta de que Carlos estaba a mi lado, fui consciente de que llevaba más tiempo del que habitualmente le hago esperar. Me repuse rápidamente, eché un vistazo sin prestar atención al menú, y le hice saber mi comanda con una sonrisa, un apretón en el brazo y un sincero agradecimiento. La comida no tardó en llegar y me propuse comer lentamente y, puesto que estaba solo, fijarme en el flujo y la evolución de aquel tremendo barullo si es que era posible. Decidí comenzar por mí mismo. No iba a llevarme demasiado, pero sí me percaté de que, apenas me decidí a dar cuenta de mis viandas, inconscientemente levanté levemente el culo y acerqué la silla a la mesa arrastrando las patas y produciendo un chirrido agudo que se sumó a los que ya había. Pronto se perdió y desapareció como si se hubiera disuelto entre el jaleo de fondo. Estaba seguro de que dos mesas más allá de la mía no hubieran oído nada aunque realmente quisieran haber prestado atención. Así que mientras comía me fijé en todos los ruidos de los que fui capaz, comenzando por aquello, siguiendo por mis cubiertos en los platos, el vaso en la mesa después de beber, un carraspeo después del pimentón, una tremenda tos en la mesa de al lado, tres palmadas algo más allá, unas risotadas del grupo de obreretes, diez o doce maldiciones a voz en grito de Carlos y un larguísimo etcétera. En definitiva, no había más hueco donde meter más sonidos. Me dio incluso por pensar en qué habría sido de las ventanas y puertas si realmente, los ruidos aquellos hubieran ocupado un espacio físico. Creo que hasta las paredes habrían cedido.

El resto de la tarde transcurrió con bastante normalidad: en el trabajo hubo un despido, se acumularon las tareas para los supervivientes y, cuando quise darme cuenta, estaba ya anocheciendo. No me demoré demasiado así que volví a casa dando un agradable paseo en lugar de hacer uso del transporte público. Al llegar encendí la televisión en el mismo momento en que comenzaban las noticias. Sin grandes novedades: un político insultaba sibilinamente a otro del partido opuesto por llevar a cabo nosecuál iniciativa populista, tachándolo de oportunista y electoralista; un narcotraficante era asesinado con gran estruendo y boato en nosecuál país sudamericano por el cártel rival llevándose por delante a su vez a la familia entera, muchas imágenes con cadáveres por el suelo, sangre derramada y casquillos de balas, los pertrechantes aún no habían sido localizados, y; un terrorista era puesto en libertad después de que se probara que el agente que le detuvo en su momento le dio un tirón de pelo injustificado. Ante semejante panorama informativo, decidí apagar el televisor. Cené frugalmente en silencio, fumé tranquilamente un cigarrillo, me desnudé, me metí entre las sábanas, leí aproximadamente durante media hora, cerré el libro, apagué la luz y me dispuse a dormir. Pero no pude.

Mi cabeza no sabía vivir sin interferencias.



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