Estaba llegando a
la cima. La ascensión había sido lenta, con algún contratiempo, dificultades en
los campos base, alguno grave. Pero continué la marcha. Me había puesto una
meta, y era esa ascensión, la culminación a años de preparación y esfuerzo.
Había algo que me preocupaba, la nieve poco compacta bajo mis pies me hacía
sentir frágil e inestable. La hora era la adecuada, pero las temperaturas
habían subido más de lo previsto. ¿Irresponsabilidad? Quizás, no creo. ¿Imprevisión?
Seguro. Miré de reojo de nuevo la cumbre. Ahí estaba, reluciente bajo su manto
blanco la meta me saludaba, nada más bello que una cima nevada, perfecta, sí,
la contemplaba impasible, por fin llegaba…
De pronto ocurrió
todo. Una gran lengua blanca me despertó de mi letargo. Ya no había cima ni
cielo. Cuando fui consciente de la realidad era tarde. Sólo pude observar cómo iba
a ser engullido por la belleza rebelada, a punto estuve de alcanzar la meta, cómo
la toqué con la punta de los dedos. Y de pronto… nada.
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