Desde el camerino improvisado que compartían,
María, Pepa y Josu hacían esfuerzos por no estropear el maquillaje que uno a
otro se ponían. Alguna lágrima quería hacer acto de presencia y rápidamente era
contenida con un pañuelo sucio o con la voluntad. El espectáculo de la noche
anterior había sido un éxito. Alrededor de mil quinientos albaneses, la mayoría
serbios, se agolparon en el local en ruinas de Bistrica. El objetivo era claro y programado: apoyar emocionalmente
a las gente, a la infancia, a través de la comicidad promoviendo estímulos
positivos que relajen la tensión interétnica que todo el conflicto había
supuesto para los niños y niñas de Kosovo. Entre los cuatro, a lo largo de una
representación de dos horas cargada de malabares, magia, payasos y acrobacia,
en ocasiones interrumpida por un corte de luz o una explosión lejana,
consiguieron distraer y hacer reír y olvidar por un rato las dificultades que
los allí presentes habían tenido en los últimos meses e incluso años. A pesar
de haber concluido el conflicto bélico como tal, seguía habiendo muertes por
explosión de alguna mina antipersona, un francotirador airado o un proyectil
manipulado incorrectamente. Pero lo más patente era el odio racial que la
multitud de etnias y orígenes se profesaban. Ya no sólo los albaneses y serbios
en clara desproporción, sino también minorías de gitanos, bosnios, gorani,
ashkalia, egipcios e incluso turcos. Al final, las risas y los aplausos se
impusieron. Los cuatro saludaron, jugaron un buen rato más con los niños y
niñas que se les acercaron sin miedo, les hicieron distintas figuras con
globos, con papel, con tierra y barro, y finalmente se retiraron a dormir.
El despertador no había sonado aún cuando el
dueño de la casa que les acogió, un albanés, les levantó con urgencia.
―Amigos, tenéis que iros. Aquí tenéis las
llaves de mi coche. Rápido, no podéis perder ni un segundo más.
Los cuatro recogieron sus pocas cosas, se
subieron al coche aún preguntándose qué era lo que pasaba y condujeron con las
luces apagadas hasta salir de Bistrica. Comentaron entre los cuatro si tal vez
se tratara de una incursión militar o paramilitar que pudiera ponerles en
peligro, pero no les cuadraba mucho. La organización les había enviado sabiendo
que no corrían ese peligro en particular. Sus pasaportes estaban bien sellados
y tenían los permisos acreditativos. No entendían. Aun así, se dirigieron hace
Osojane, a casi cuatrocientos kilómetros, donde tenían previsto actuar para los
serbios dos días después.
Cuando llevaban dos horas de trayecto por unas
carreteras infernales y sin tránsito, un todoterreno negro cortaba el paso.
Josu calculó que debían de estar entre Stracin y Ruginge. La ciudad de Kumanovo
no debía de estar lejos y allí podrían descansar y comer algo. Del todoterreno
se bajaron dos hombres armados con sendas AK-47. Se dirigieron hasta donde
habían detenido el vehículo y con gestos y palabras que no entendieron, les
hicieron bajar. Enseguida Pepa sacó los pasaportes y los papeles que uno de los
armados le arrancó de la mano y estuvo hojeando mientras intercambiaba breves
comentarios con su compañero.
―Payasos ―decía Josu―. Cómicos, somos
actores.
―¡Silencio! ―gritó uno en perfecto español.
Tras un breve intercambio de palabras con su compañero, señaló a Josu, a María
y a Pepa―. Vosotros tres volved al coche ―y les devolvió la documentación.
Todo sucedió muy rápido. Apenas cerraron las
puertas del coche vieron cómo uno de los hombres alzaba el arma hacia el pecho
del cuarto integrante del grupo y disparaba dos balas que dieron con su cuerpo
en el suelo. No podían creer lo que acaban de ver. Se quedaron petrificados y
María rompió a gritar y llorar. El otro hombre armado se acercó al vehículo.
―Arranque inmediatamente si no quieren
acompañar a su amigo ―le ordenó a Josu.
El resto del viaje lo hicieron en silencio.
Durmieron en Pristina, desviando un poco el
camino, y acordaron presentarse en la policía local la mañana siguiente para
relatar lo ocurrido.
―Está claro, señores. Los hombres armados han
confundido a su amigo con un gitano. Tienen suerte de estar ustedes tres aún
vivos. Afortunadamente, las cosas se están relajando mucho ―. Y les sonrió.
El jefe de policía les sugirió que olvidaran
lo ocurrido y continuaran su camino. Todo aquello les parecía tan surrealista
que a punto estuvieron de dirigirse al aeropuerto para volver a España.
―No podemos seguir aquí. Esto es una locura ―gimoteó
María.
―Estoy de acuerdo. Vámonos ―dijo Josu.
―Esperad ―. Pepa les detuvo―. Pensad en él,
en nuestro amigo. ¿Qué creéis que habría querido él? Sabéis que no somos
cualquiera, tenemos una vocación, una misión. ¡Somos guerreros de la risa! Si
uno de nosotros cae, lo sentimos más que nadie en el mundo. Pero no podemos
olvidar lo que somos y a lo que hemos venido. No podemos dejarnos vencer por el
miedo. Es precisamente el miedo lo que hemos venido a matar. Si volvemos ahora
habremos fracasado y no nos lo perdonaremos nunca. Si actuamos esta noche y las
siguientes, habremos triunfado y él podrá estar orgulloso de nosotros.
Pepa, con sus zapatones rojos, su sombrero de
cartón y su camisola de rombos saltó al improvisado escenario y sopló fuerte la
trompetilla de plástico para llamar la atención. En Osojane todos guardaron
silencio, los niños con los ojos abiertos como platos esperando algo muy bueno,
aparcando por un rato las vivencias y los recuerdos.
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