Ese instante fue primavera. Lejos
de nubes oxidadas, de tránsitos inquietos, de carreras hacia ninguna parte. En
la sierra brotan los colores y las flores, salpicadas de guiños de sabores, de
sensaciones pausadas y con el único horizonte del sentir de cada uno. Morados,
blancos, pétalos de rúcula y borraja sobre brochazos rojos, trazos de oliva y
rayas divisorias. La piedra fría que aporta calidez al paseo, la leña quieta
que hace el tiempo inmóvil, sin estaciones. Y sin embargo, al cerrar los ojos,
es primavera. O verano. U otoño. O invierno. Porque cada paseo es distinto y
cada brote te acompaña a un viaje diferente. Todo de aquí, de la tierra, el
campo, el trabajo de siempre que no cae en la trampa de los tiempos de ahora.
Lo de hoy adereza, salpica, decora, pero la raíz es antigua.
El verde de la boruja trasluce el
agua del arroyo y la tiñe como tocada por una varita de sauco. La magia se
mezcla con los rojos de la uva, el turbio de barril. Olores a terruño virgen,
trabajado como antes, y otra vez el panaché de siempre sazonado de aires
frescos y de bocados de felicidad. Del mar que no lo circunda, de la montaña
que envuelve el largo paseo en el que, al avanzar, descubres nuevos parajes. Y
sin dejar de sentir, de oler, de saborear y de acompañar la mano por las
texturas y las formas que nos mecen en ese tan personal como particular
collage, volvemos en nuestro caminar al punto de partida.
Y cuando tuve que llegar de nuevo
al rugir de mis nubes oxidadas, de mi tránsito inquieto y mis carreras a
ninguna parte, cuando mi particular cuco entonó su canto, mis pamplinas
invadieron los brotes que me habían hecho pasear por esa senda sinfónica.
Entonces miré hacia arriba, hacia la montaña, y creí distinguir la magia del
sauco acompañando el verde de la Montia Fontana.
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