miércoles, 18 de junio de 2014

#107 NO HABÍA



Aquella noche no había turistas llenando las terrazas de los restaurantes o paseando por el puerto. No había marineros apostados en las barras de las tabernas. Por no haber no había ni tabernas en las que pedirle a Pepe lo de siempre, o simplemente hacerle un gesto que él ya conocía para que llenara el vaso con un tinto, un orujo o un pacharán. Tampoco había ruido de críos que corren y gritan como poseídos por las calles, o que se acercan con sigilo a los pescadores para robarles un anzuelo, un cebo o una pieza. En la playa no había ya nadie quemándose la piel. O simplemente paseando y dejando que el perro deje un regalito aquí o allí. Al anochecer se había terminado todo aquello que ya no está por la noche. Se terminó el ajetreo de furgonetas que paran donde pueden porque las zonas de carga y descarga ya están ocupadas. Se terminaron los gritos en la lonja ajustando el precio del pescado. Se acabó los gritos de las gaviotas disputándose los restos con que se les agasajaba por el mutuo favor. Pero ni siquiera lo que había de estar estaba. Ni risas de jóvenes que buscan su lugar haciendo tránsito por doquier. Ni llantos de bebé que no puede dormir o se despierta de súbito en mitad de una pesadilla. Ni sueño, ni pesadilla. Ni fiesta, ni descanso.

No había nada.

Nada excepto lo que se abría ante sus ojos.

Nada salvo un puñado de cientos de miles de piedras que han golpeado entre sí, que han ido desgastándose hasta buscar su forma actual para encajar en el lugar exacto en el que se encontraban en ese momento. Unas blancas, otras rojizas. Grises las más. ¿Tamaños? Infinitos. ¿Formas? Semejantes, redondeadas, ovaladas, sin aristas ni cortes.

Nada salvo un infinito mar más allá de las piedras. Un mar que en su grandeza e inmensidad apenas hacía por tomar lo que por fuerza podría ser suyo, golpeando con poca fuerza la playa, llevando olas pequeñas que a intervalos aparentemente regulares, pero irregulares pedían lo ajeno y daban lo propio, tirando de las piedras más a su alcance para volver a arrojarlas a su origen. Una vez. Y otra. Y otra. Y así durante miles de años desgastando las piedras, dándoles esa forma tan agradable al tacto. De manos y pies. Manos que acarician el resultado quitándole el polvo. Pies que son acariciados en lugar de heridos. Todo acompañado de su propia música, cautivadora, embelesadora, hipnotizadora.

Nada salvo un más infinito cielo más allá del mar que una noche da paz y a la siguiente podría declarar la guerra. Ora es marco de la más bella estampa de luna llena y algún otro astro, ora porta los vientos arrojándolos como para llevar consigo hasta al más fornido marinero. Cielo que no te muestra a tal hora dónde empieza y mucho menos dónde acaba. Y sin embargo, poseedor de los sueños y esperanzas de tantos, como si en sus manos estuviera el don de hacer y deshacer, de ordenar a su antojo el destino de todos. También temor de otros incapaces de alzar el rostro por miedo a que la oscuridad les adivine el pensamiento tal vez más oscuro que una cielo sin luna.


Aquella noche en que no había nada salvo piedras, mar y cielo, su mente se dejó arrastrar por el agua, el desgaste de las piedras al chocar entre sí y la brisa del oscuro firmamento. Y, por primera vez en mucho tiempo, vació su mente.

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