Los flashes le
hacían cerrar los ojos. Y entre los aplausos y la emoción las lágrimas buscaban
hueco para salir. Tres horas antes nada de esto se hubiera podido presagiar.
Clara se había
clasificado para la final de jóvenes diseñadores con un vestido desenfadado en
el que había puesto tanta ilusión como horas le había echado. Los colores
pardos apenas habían destacado bajo el flexo de su mesa de trabajo. En casa los
patrones estaban tirados por el suelo, los retales colgando de los pomos y la
vieja máquina de coser de su abuela siempre lista sobre la mesa. Cuando entró
en la escuela de diseño sus padres le ofrecieron comprarle una máquina de coser
nueva. De esas modernas en las que las bobinas se mueven acompasadamente al
ritmo del motor. Pero ella la rechazó. Había aprendido a amar este oficio en la
sastrería de Mada, su abuela, con la que pasó tardes enteras entre telas,
hilos, agujas y dedales en el pequeño local que regentaba cerca de la glorieta
de Bilbao. Cuando su abuela ya no estaba en condiciones de seguir cosiendo y
tuvo que cerrar la sastrería primero y trasladarse a vivir con ellos después,
le dejo a su nieta como legado la máquina de coser, y desde entonces no había
utilizado otra en casa.
Los diseños en papel
habían gustado al jurado y las fotos que acompañaban a éstos con el vestido
terminado sobre un maniquí hicieron el resto. Era una de las diez finalistas
del certamen de jóvenes creadores que se fallaría en la siguiente edición de la
pasarela Cibeles.
El día del certamen
se trasladó temprano al parque del Retiro donde tendría lugar el evento, dio
los últimos retoques al vestido basándose en las medidas de la modelo que le habían
asignado y que aunque aún no estaba por allí, con los datos que tenía, lo
dejaría listo para la prueba. Pero la modelo no llegaba. De hecho no llegó.
Cuando quedaban veinte minutos para la gran prueba la organización le asignó
otra chica que, si bien morfológicamente era parecida, no llegaba a la estatura
de la prevista. Los nervios empezaban a poder con Clara mientras pedía a la
modelo unos giros aquí y otros allá. Y fue al dar el primer paso, a falta de
cinco minutos para el inicio, cuando un traspié dio con la chica en el suelo y
el vestido desgarrado desde el hombro hasta la cintura. Clara no podía creerlo.
Su gran oportunidad convertida en jirones.
Entonces apareció en
el back stage su abuela Mada como una aparición y abrazó a Clara por detrás.
Algo le susurró al oído antes de que ambas le quitaran el vestido a la modelo,
se fueran a un rincón y, lejos de la vista de los demás concursantes y sus
respectivas modelos, se inclinaran sobre la maltrecha creación de Clara.
Las primeras modelos
empezaron a desfilar. Se oían aplausos. Diez minutos después la modelo de Clara
se había vestido con la segunda versión del vestido. Si la primera era
desenfadada ésta era atrevida, alegre, fresca y llena de telas sueltas que
volarían a su paso por la pasarela. Y así fue. Erguida como ellas sólo saben
hacerlo, con esos pasos cruzados y el vaivén de los brazos, la modelo paseó el vestido
de Clara por la pasarela Cibeles. El jurado miró atónito el modelo, para volver
a fijarse en los bocetos sobre papel que le había entregado la organización.
Era el mismo pero con un giro sorprendente, lleno de imaginación, con unos
colores pardos que extrañamente brillaban más que cualquier otro tono vivo. El
asombro se convirtió en admiración. Y la admiración en aprobación. Y aplausos.
Cuando nombraron a
Clara vencedora del concurso de jóvenes diseñadores, ella estaba cogida de las
manos de Mada, la que le había enseñado todo, la que le había regalado su
máquina de coser, la que le enseñó a amar este oficio. Y como no podía ser de
otra manera salió con su abuela a recoger el premio sobre la pasarela, una beca
para la prestigiosa École
de Haute Couture de París.
Los flashes le
hacían cerrar los ojos. Y entre los aplausos y la emoción las lágrimas buscaban
hueco para salir. Clara se encogía mientras agarraba su camiseta. En ella una
frase rezaba “Life just happens”.
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