miércoles, 20 de agosto de 2014

#116 BEBOP EN EL GILLESPIE



Gillespie es la discoteca de moda y más éxito de la zona. Está situada en la Avenida Principal, arriba del todo y ocupa toda una manzana. La gente se aglomera en la entrada desde antes de las diez de la noche, que es cuando abre. Aunque sólo hay una entrada, ésta es muy grande y está dividida en tres para poder controlar mejor el acceso de la gente y evitar largas esperas. En cada una de las tres subentradas hay dos porteros. Son tipos grandes y están ahí para que no se cuelen especímenes no-adecuados. Primero hacen un estudio íntegro visual de cada individuo que se dispone a entrar en el local. Aquí entra en marcha el primer filtro. Ellos son los encargados de saber discriminar y diferenciar quiénes a simple vista son individuos que se encuentran entre los límites de lo normal-especial hasta lo exclusivo. Todo lo que esté por debajo de normal-especial es despreciado y no se le permite la entrada, ni a él ni a sus acompañantes, para evitar posible contagio de normalidad-común y/o anormalidad. El segundo filtro es a voluntad del portero. Se trata de un cacheo en busca de objetos que puedan considerarse armas en un momento dado. El portero decide a quién cacheará en cada momento y hasta dónde, alegando seguridad. Si el cliente no desea someterse al registro, puede voluntariamente despreciarse a sí mismo y alejarse para que los porteros continúen su trabajo. Podría parecer un acto de prepotencia justificada, pero hasta el momento lo cierto es que el Gillespie no ha recibido ninguna queja en cuanto al trato recibido por los porteros, cosa que distingue a su vez el negocio de otros cercanos con conocidos abusos de supuesta autoridad por parte de los puertas, que se creen los dueños de los locales y de las calles en las que están situados. En el caso del Gillespie, las noticias y los programas del corazón han llegado a hacer entrevistas a los porteros para mostrar auténticos ejemplos de profesionalidad. El público ya conoce tanto el local, como el estilo, como al personal y siguen fieles a su tendencia.

Uno de los trabajadores es Ramón Luque, Mon para los conocidos y amigos. Mon es el DJ. Mon es un tipo, como no podría ser de otra manera, especial y particular. Mon hace viajes mensuales a Londres y Nueva York para estar al día de las tendencias en cuanto a moda y siempre trae algo nuevo de sus viajes que luce con un estilo espectacular, y también en cuanto a música, para tener al público a la última de lo que fuera de España se mueve y hace mover el cuerpo. Mon se toma su trabajo muy en serio, le gusta y además lo hace bien. Es muy reconocido a nivel nacional y también internacional cuando se dan concentraciones de DJs en distintos países. Y además, Mon está buenísimo. Todas las camareras del Gillespie lo pensamos. A todas nos tiene locas a pesar de tener el ego demasiado subido y no considerarnos de su mismo nivel. Cuando nos mira, que lo hace bastante poco a pesar de nuestra evidente pérdida de juicio por sus huesos, no dice básicamente nada y su mirada emite un veredicto de culpabilidad en cuanto a estilo. Su ceja izquierda levantada por encima de lo que cubren sus gafas de sol y su boca torcida están pensando “chicas, cambiad ya, que os estáis echando a perder”. Aún así no me he rendido y esta noche voy a llevármelo a la cama. Esta noche lo conseguiré.

A las diez, como cada noche, las chicas comenzamos a servir copas. Yo estoy detrás de una de las cuatro barras interiores junto a Lola. Llevamos trabando juntas ya tres años y nos compenetramos muy bien. Cuando hay aglomeración de trabajo sabemos lo que necesitamos la una de la otra sin abrir la boca. Cuando necesito hielos porque se me han acabado, me giro y ahí está Lola estirando el brazo hacia mí con un cubo lleno sin mirarme. Cuando a Lola se le ha caído el abrechapas, antes de decir nada ya le he hecho llegar uno resbalando por la barra hasta sus manos. No somos grandes amigas porque no queremos romper nuestro buen rollo detrás de nuestra barra. En cada una de las otras barras hay también dos chicas y en la grande de la terraza, tres. El encargado, Javier, y sus dos acólitos se pasean constantemente por todas las barras por si necesitamos algo: reponer bebidas, cambio en la caja o un beso en la boca. Se creen bastante dueños del Gillespie. Y lo son, ciertamente. Las dos primeras horas de trabajo son mortales. La gente se agolpa como si hubiera estado en huelga de sed durante días. Un rato antes de medianoche las barras se quedan más vacías. La gente cambia de local o ya han bebido frenéticamente y se lo están tomando con más calma. Esto me da algo de holgura para poder fijarme habitualmente en Mon cuando entra por la puerta a las doce en punto. Saluda antipáticamente siguiendo su propio estilo a la gente que conoce y se dirige directamente a su puesto. Cruza unas palabras con Marcos, el pincha que le precede las dos primeras horas, y comienza su espectáculo que durará cinco horas seguidas, sin descanso.

Hay algo que me mata durante esas cinco horas: las empañalunas. Las empañalunas son las chicas que han perdido toda su dignidad y están toda la noche acercándose a la pecera de Mon a pedir tal o cual tema. El cristal les suele quedar como media a la altura del cuello, con lo cual, puesto que la música está muy alta y quieren acercarse mucho a Mon para incluso tocarle el pelo, aplastan sus escotes y sus pechos contra el cristal. Al final de la noche ese cristal que se limpia cada día, deja de ser transparente para cubrirse de huellas de manos, huellas de pechos, maquillaje y sudor. Y Mon levanta media sonrisa porque sabe que una de ellas acabará sumisamente desnuda en su catre. No soporto a las empañalunas, y mucho menos esta noche.

Termino de servir una copa, miro el reloj y son precisamente las cinco. La noche se me ha pasado volando hoy. En ese instante, como cada noche, Mon baja mucho el ritmo y el volumen de la música y enciende  las luces para ir dispersando a los clientes, que lo habitual es que se queden casi una hora más. En las barras ya no ponemos más copas a los clientes. Yo preparo dos gintónics y me voy directa a la pecera.

―Has estado muy bien esta noche ―sé que a Mon le encanta que le alaben su trabajo. Le extiendo la copa―. ¿Sed?

―Gracias, Lola.

Le rompería el vaso en la cabeza por llamarme Lola, si no es porque me lo quiero tirar hoy mismo. Y lo de gracias no estoy segura si es por la copa o por el halago. Más bien creo que por lo segundo, porque sigue sin mirarme y recogiendo sus cosas.

―Mon… ―me he quedado un poco muda. Esto lo tenía que haber preparado antes. Estoy gilipollas.

―Qué.

―¿Qué tal te ha ido en Berlín estos días? ―Volvió ayer.

―Bien, como siempre.

―Mon.

―Qué.

―¿Y si nos vamos tú y yo ahora mismo a mi casa?

Mon me mira ahora directamente a la cara y en ese momento entra Javier por la puerta.

―¡Mon, cojonudo, tío! ―Y le guiña un ojo. Me mira ahora a mí―. ¡Tú, a mi despacho ahora! ¡Sal ya, que tengo que comentarle una cosilla al rey de los DJs!

No me puedo creer que tuviera valor para decirle a Mon que nos fuéramos él y yo. Pero, ¡zas!, lo hago. Y en ese momento, cuando se va a resolver la situación… ¡entra el jefe y me echa de allí! ¡No me lo puedo creer! Javier en general es un tío muy agradable. Es divorciado, cuarentón, con indicios de algunas canillas que se empiezan a multiplicar, lo cual le hace bastante atractivo. Es muy trabajador, activo y paga muy bien. Además es divertido, suele estar de buen humor. Es coquero. Así que es posible que una cosa sea consecuencia de la otra. Ahora mismo no caigo en ninguna de nosotras, las camareras, a la que no se haya beneficiado. Y en más de una ocasión. Es un seductor, sabe lo que cada una quiere. Ninguna estamos pilladas por él, pero en un momento dado es un desahogo. Él lo sabe y también se aprovecha. ¿Un cerdo? Realmente no. No nos ha obligado a nada, ni nos ha amenazado con despedirnos, ni nada. A mí por lo menos no. En cuanto entre en su despacho pienso decirle que me deje en paz, que pensaba irme con Mon. Pero antes quiero ir al baño, han sido muchas horas de pie y sin parar. Cuando salgo me dirijo al despachito que tiene Javier en el piso de arriba. Desde fuera no se ve el interior, pero desde dentro tienes una visión panorámica de todo el local, incluida la terraza. Lo tiene decorado con muy buen gusto. Algo clásico para mí, pero no antiguo. Muchas líneas rectas, lo que se puede considerar moderno, aunque no trendy. Javier no está a la última, pero eso no hace que el negocio vaya mal. El local para el público es otra cosa. Ahí, en su momento, se dejó asesorar. La puerta del despacho está medio abierta.

―¿Javier? ―Me asomo con respeto antes de entrar. Un brazo sale de detrás de la puerta, me sujeta con fuerza la cintura y Javier me aprieta contra su cuerpo―. ¡No, Javier! Escucha: hoy no, hoy tengo otros planes.

―¿Sííí? ¿No te refieres a eso, verdad? ―Y me acerca al ventanal desde donde veo cómo Mon está arrastrando por el brazo a una puta empañalunas hacia la salida.

―Mierda. ¡Joder, Javier, es culpa tuya! ―le reprocho.

―No, corazón. Ha habido mucho trabajo esta noche y no te has dado cuenta, pero esa cerda lleva enseñándole algo más que el escote a vuestro amado Mon desde que llegó. Él ya tenía sus planes. Te lo juro.

―He quedado fatal ―me avergüenzo.

―No demasiado. ¿Por qué crees que he entrado en la pecera como un elefante en una cacharrería? Iba a rescatarte de la humillación a la que inconscientemente te habías arrojado ―dice Javier mientras me mira y me acaricia el pelo con ternura. A veces pienso que es como el padre enrollado que nunca he tenido. Me aparta del ventanal―. Escucha: tengo un regalo.

Sobre la mesa del despacho Javier tenía preparadas unas rayas de coca encima de un espejo. Hace tiempo que Javier conoce mi afición ocasional al sniff. Por entonces tuve una charla seria con él en la que me advirtió que, al menor síntoma de verme colocada en el trabajo o con ademanes de yonki, me ponía de patitas en la calle sin el menor resquemor. Él se droga con frecuencia, pero nunca ha dado la más mínima sensación de estar colgadísimo. Como buen ejecutivo modernito que se considera, se mete sus lonchitas de vez en cuando. Y parece que esta noche es una de esas veces. Y además me invita. Javier y yo hacemos uso de esas rayitas preparadas, yo por desengaño, él, no lo sé. Muchas risas, muchos besos, mucha música, coche descapotable, piso de Javier –lo sé porque ya he estado antes-, y mucho y muy divertido sexo. Es lo malo que tiene el tren de la bruja, que cuando subes ya es imposible bajar.


Cuando quiero ser consciente de mi cuerpo, estoy saliendo de casa de Javier mientras él se ha quedado dormido. Cojo un taxi e intento hacer un poco de balance desde que Javier me saca de la pecera hasta que salgo de su casa. ¿Cómo es posible que me haya dejado abandonar de esa manera? Vale que Mon sea un gilipollas aunque esté muy bueno. Vale que Javier se porte muy bien conmigo a pesar de sacarme casi veinte años. Pero, ¿y yo? ¿Qué pienso yo de mí misma? No es la primera vez que la coca me lleva a hacer lo que ella quiere sin consultarme. Es muy probable que todas las veces me lo haya pasado de fábula, pero no recuerdo con exactitud ninguna de ellas como para poder redisfrutarla cuando a mí me dé la gana. Así no puedo. No estoy enganchada y es la forma de cortar con ello. Quiero que me dé asco. Le pediré a Javier que no me vuelva a ofrecer en la vida. Eso y que me devuelva las bragas que me he olvidado en su casa. ¿Con qué cara se lo pido?

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