Me estaba mojando los pies. No
fue igual la noche anterior en la que las botas de montaña me protegieron de la
incierta marea. Ahora miraba entre las piedras de la cala rebuscando lo que me
había dejado atrás. Esperaba irme antes de que apareciera flotando. El sol
empezaba a asomar por la ría y la lengua de tierra que tenía enfrente se
desperezaba a medida que los campistas buscaban el calor del alba. Las piedras
disimulaban el relieve como un acertijo. Y no era precisamente tiempo de lo que
disponía antes de marchar. Tampoco es que el final fuera a variar, pero no
quería que fuera en aquel momento. Esperaba más bien una llamada, un golpe de
timbre en la puerta y unos entregados funcionarios cumpliendo con rigor su
función. Por eso mi mirada estaba inquieta. Por lo que buscaba y por qué no
debía estar allí.
Miré de reojo a la terraza de la
casa. Las persianas estaban bajadas. Y seguí buscando por la orilla de aquella
cala de cantos deformes que me dañaban la planta de los pies. Fue un impulso. O
quizás no. No puedo negar que lo pensé varias veces antes de hacerlo, aunque
este extremo lo omitiría en cuanto me preguntaran por ello. Iba a ser difícil
alegar inmediatez, o lo que hubiera que decir para hacer pensar a la
concurrencia que fue cosa de un pronto. Nadie va pertrechado a una cala, de
noche, con el inventario que llevaba yo encima la víspera. Lo cierto es que
poco me importaba.
Miré a la Ría. El mar estaba
tranquilo, sin viento que desplazara mar adentro ni a la costa. Nunca entendí
lo de las mareas, y menos situarlas para saber si estábamos en proceso de
subida o de bajada. Sabía que la luna tenía que ver con todo aquello, y de
hecho así lo hilé la noche anterior para buscar la excusa perfecta y llevarle
hasta allí. Después de mirar las estrellas y ver sus pies mojados por la
cortina de espuma blanca, no tuve más remedio que dar explicaciones de por qué
había llevado una mochila y mis botas de montaña impedían el placer de sentir
el agua fría entre mis pies. Fueron explicaciones más bien prácticas, rápidas y
resolutivas. Actué y me marché.
Entre los cantos rodados por fin
encontré lo que andaba buscando. Un cilindro con un extremo de plástico pardo y
el otro metálico. Saqué de la camisa un bolígrafo y lo cogí como hacen en las
películas para no dejar huellas. La poca televisión que veía me tenía que
servir de algo. Lo sostuve en el aire frente a mis ojos, ya ajeno al mundo que
despertaba a mi alrededor. Y volví a repasar la noche anterior, cómo le pedí
cariñosamente que buscara a Casiopea, cómo le dije que disfrutara del roce del
mar en los pies, y cómo mientras se entregaba a ambas recomendaciones saqué la
escopeta de la mochila para descerrajarle un tiro en la espalda. Cómo le até
las manos con la cinta americana y posteriormente cómo le dejé mecerse en el agua
de Playa América, sabiendo por su singularidad geográfica que no tardaría en
aparecer el cuerpo.
Miré fijamente el cartucho y con
la mano derecha lo cogí a conciencia con el pulgar y el índice. Después hice lo
propio con el anular y el dedo corazón, para que no hubiera lugar a equívocos.
Y lo volví a dejar donde lo encontré, esperando que los entregados funcionarios
llegaran antes que la próxima marea, y entonces, sólo entonces, todo habría
terminado.
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