Lo tenía todo anotado. Como un grueso fajo de billetes
que ostentara el poder, entre sus páginas estaban todas las direcciones y
teléfonos que podía amasar. Sus páginas frecuentemente arrancadas con el fin de
servir de guía hacia alguna parte. Hacia algún punto. Y sin embargo era habitual
obviarla al pasar a su lado, ni siquiera su color llamaba ya la atención. Un
tal Google la había relegado a un destierro forzado. Los destierros siempre son
forzados. Pero llegaría su hora, como había llegado la recuperación de aquellos
objetos valiosos que por antiguos se dejaron aparcados en cajones, armarios, o
en el peor de los casos habían sido pasto del vertedero.
El grueso lomo mantenía recta toda la información que
atesoraba. Con letra pequeña, cuidadosamente impresa y salpicado con recuadros
que para despertar el interés del lector, del buscador más bien, destacaba por
sus grandes caracteres. Pero daba igual. Maldito Google y maldito Internet.
¿Acaso el borde de la pantalla servía para hacer anotaciones? Pero anotaciones
de verdad, con ese boli que te dejaba el lateral de la mano con una traza de
azul… Ni siquiera el genio de la manzana había llegado a tanto. ¿Acaso alguna
vez las modernidades que nos nublaban la perspectiva habían gozado de tan
diversidad de funciones?
Ella no sólo orientaba y daba información. Había
servido para calzar muebles antiguos, para sujetar puertas, a modo de escalón
para llegar a los sitios altos, incluso algún depravado la había usado para
atizar en la cabeza a los detenidos. Y sí. Era pesada, pero es que el valor
tiene su peso, y cuando la cubierta y el interior relucen oro no es sólo una
señal. Nada se había inventado aún que estuviera a la altura de sus páginas
amarillas.
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