martes, 8 de octubre de 2013

#72 BABIECA Y YO



Conjeturas aparte, Rodrigo era un hombre normal. Tenía su casa, su corral, su tractor, una pequeña furgonetilla que le traía y le llevaba, y un burro. Poco aprecio tenía por todas aquellas cosas a excepción del pollino, bastante vulgar por otra parte: pardo como sucio, viejo y ocioso. Y sin embargo Babieca, que así le puso Rodrigo, cumplía las expectativas de su dueño, se dejaba cuidar y acudía cuando aquél le llamaba por su nombre. Rodrigo, a diferencia de otros hombres del pueblo, no concurría en el bar para mojar el gaznate con cazalla o anís. Tampoco se apoltronaba delante de la televisión a engullir cualquier programa o película que le pusieran. Él prefería dedicar tiempo a cepillar a Babieca, desparasitarle y alimentarle. Y, como quiera que el buen hombre siempre fue aficionado a la lectura de ciertos clásicos, así recitaba a su asno:

“―¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
―Porque nunca se come, y se trabaja.
―Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
―No me deja mi amo ni un bocado.
―Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Qureislo ver? Miradlo enamorado.
―¿Es necedad amar?
―No es gran prudencia.
―Metafísico estáis.
―Es que no como.
―Quejaos del escudero.
―No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?”

Babieca comía y a Rodrigo le parecía que más saboreaba las palabras de Cervantes que la paja o los terrones de azúcar.

―Estate listo, amigo mío, que esta tarde es domingo y saldremos.

Y estando el sol en el cénit del cielo Rodrigo se vistió como solía en aquellas ocasiones, botas de montar, camisa almidonada y pantalón ajustado. Salió al corral, cinchó a Babieca, agarró su vara, ensilló, y asno y amo salieron trotando en dirección poniente hacia el arroyo donde jinete bebería y abrevaría a la bestia antes de la puesta del sol.

―Tizona mía: ¿desfaceremos agún entuerto hoy, o hallaremos algún musulmán al que expulsar? ―comentaba el peculiar Cid a su vara de avellano.



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