miércoles, 16 de octubre de 2013

#73 TOSCA



Esa mañana mientras desayunaba en la casa de Tosca se me cayó el salero encima de la mesa, derramando una ínfima cantidad de sal. Tosca era una anciana, de esas que nunca ha puesto un pie más allá de los confines de su pueblo. Vestida de negro y de permanente murmuración para sus adentros, vivía en una casa a la que hacía llamar fonda, que disponía de una sola habitación para huéspedes. Solo un cliente cada vez. Solía acoger a jóvenes obreros que venían a trabajar a las construcciones cercanas. Proporcionaba cama y desayuno. Por no ofrecer más, no daba ni conversación. Solo sus murmuraciones permanentes. El salón parecía un expositor de saleros, cada uno con su cartel. Cada cartel con un nombre. Salvo esa excentricidad nada de particular tenía la fonda.

Fue caer el salero y escuchar por primera vez la voz de la vieja maldiciendo y arrojando sobre mí negros augurios. Pese al susto inicial, resté importancia a tan incómoda situación con un recurrente cumplido que hizo volver a la anciana a sus murmuraciones entre dientes.

Me despedí y salí de la fonda despreocupado. No fue hasta que en mi paso se interpuso una escalera que volví sobre la sal, los augurios de la vieja y la posibilidad de que me ocurriera algo. Tonterías. Supersticiones de pueblos. Llegando a la obra me pasó un camión rozando la espalda y volví sobre la sal, otra vez las supersticiones, y de nuevo despejé mi mente con la faena del día.

A la hora del almuerzo mi mente estaba permanentemente ya varada en una especie de ralentí de preocupación con la idea de que algo malo me fuera a ocurrir. Cuando uno está subido a un andamio no es complicado visualizar una desgracia. Y así pasé el día. Lo cierto es que ningún sobresalto alteró la rutina. Al salir del tajo me fui con los compañeros a tomar unos chatos a la plaza. Un cacahuete, un maldito cacahuete fue el último detonante de mi preocupación del día. Se me quedó atravesado en el gaznate y solo los golpes en la espalda de mis acompañantes hicieron salir al fruto seco entre mis lágrimas de esfuerzo y las risas de los que me rodeaban. Que ganas tenía de llegar a casa y acostarme.

Aliviado entré en el comedor y dejé mi mochila encima de la mesa mientras repasaba con la vista los saleros dispuestos en la pared. Había uno nuevo. Fue en ese instante en el que sentí como la hoja atravesaba mi pecho y la sangre empezó a manar a borbotones. Antes de desplomarme pude leer mi nombre en el cartel que acompañaba al salero.


Detrás de mí la vieja murmuraba entre dientes.

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