Esa mañana mientras desayunaba en la
casa de Tosca se me cayó el salero encima de la mesa, derramando una ínfima
cantidad de sal. Tosca era una anciana, de esas que nunca ha puesto un pie más
allá de los confines de su pueblo. Vestida de negro y de permanente murmuración
para sus adentros, vivía en una casa a la que hacía llamar fonda, que disponía
de una sola habitación para huéspedes. Solo un cliente cada vez. Solía acoger a
jóvenes obreros que venían a trabajar a las construcciones cercanas.
Proporcionaba cama y desayuno. Por no ofrecer más, no daba ni conversación.
Solo sus murmuraciones permanentes. El salón parecía un expositor de saleros,
cada uno con su cartel. Cada cartel con un nombre. Salvo esa excentricidad nada
de particular tenía la fonda.
Fue caer el salero y escuchar por
primera vez la voz de la vieja maldiciendo y arrojando sobre mí negros augurios.
Pese al susto inicial, resté importancia a tan incómoda situación con un
recurrente cumplido que hizo volver a la anciana a sus murmuraciones entre
dientes.
Me despedí y salí de la fonda
despreocupado. No fue hasta que en mi paso se interpuso una escalera que volví
sobre la sal, los augurios de la vieja y la posibilidad de que me ocurriera
algo. Tonterías. Supersticiones de pueblos. Llegando a la obra me pasó un
camión rozando la espalda y volví sobre la sal, otra vez las supersticiones, y
de nuevo despejé mi mente con la faena del día.
A la hora del almuerzo mi mente estaba
permanentemente ya varada en una especie de ralentí de preocupación con la idea
de que algo malo me fuera a ocurrir. Cuando uno está subido a un andamio no es
complicado visualizar una desgracia. Y así pasé el día. Lo cierto es que ningún
sobresalto alteró la rutina. Al salir del tajo me fui con los compañeros a
tomar unos chatos a la plaza. Un cacahuete, un maldito cacahuete fue el último
detonante de mi preocupación del día. Se me quedó atravesado en el gaznate y
solo los golpes en la espalda de mis acompañantes hicieron salir al fruto seco
entre mis lágrimas de esfuerzo y las risas de los que me rodeaban. Que ganas
tenía de llegar a casa y acostarme.
Aliviado entré en el comedor y dejé mi
mochila encima de la mesa mientras repasaba con la vista los saleros dispuestos
en la pared. Había uno nuevo. Fue en ese instante en el que sentí como la hoja
atravesaba mi pecho y la sangre empezó a manar a borbotones. Antes de
desplomarme pude leer mi nombre en el cartel que acompañaba al salero.
Detrás de mí la vieja murmuraba entre
dientes.
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