Como cada 4 de julio, los fastos comenzaban a primera hora de la
mañana. Tenían lugar concursos de lo más variopinto, pruebas atléticas y
deportivas, el desfile por la calle principal y el partido de béisbol.
Continuaba una barbacoa que se alargaba hasta el comienzo del concierto de
bandas locales y, como colofón, los fuegos artificiales.
En el pueblo se celebraba el Día de la Independencia más
que cualquier otra festividad del año. Todas las familias se echaban a la
calle. El tiempo siempre lo permitía. Ricks deambulaba con el rostro serio
entre la gente que se apelotonaba para ver pasar las carrozas por la avenida
Jefferson. Las autoridades abrían el desfile con unas breves y manidas palabras
que todos ya conocían y que, a pesar de todo, aplaudían. Pero él no se había
parado a escucharlas esta vez. No recordaba cuánto tiempo llevaba deambulando
por las calles aparentemente ajeno a todo aquel festejo. Nadie reparaba en él.
Sí pasaron por su mente los años en que su madre les metía prisa a él
y a su hermano mayor para que terminaran rápido de desayunar. Su padre ya les
esperaba con sendas gorras conmemorativas que les calaba con una sonrisa y un
beso, para luego cogerles de la mano y llevarles con él a ver la carrera de
galgos, o el concurso de lanzamiento de calabaza, o el tiro al plato. Cuando
éste terminaba, a ellos, como a muchos otros niños, les gustaba salir corriendo
por el campo de tiro para ver quién recogía el pedazo más grande que había
quedado. El que era capaz de encontrar un plato entero era la envidia del
resto. Thomas, un niño algo mayor que ellos, siempre conseguía alguno. Más
tarde acudían a comer a la plaza donde su madre les aguardaba sentada ya en una
mesa con refrescos y bocadillos para ellos y unas cervezas para ella y papá.
Él, antes de beber el primer trago, le daba un largo beso a su mujer. Se
sonreían y brindaban los cuatro alegremente. Ricks y su hermano trataban
atropelladamente de contarle a su madre todo lo que habían visto, y peleaban
con las distintas versiones del mismo hecho. Sus padres mediaban tranquilos y
sonrientes, orgullosos de sus hijos.
Algunos años después, Ricks y su hermano salían ya sin desayunar a
pesar de las quejas de su madre y acudían a ver las carreras de natación en el
río. Con un poco de suerte, escondidos entre los matorrales, conseguían ver a
alguna de las muchachas desnudarse. Si les sorprendían, salían corriendo para
evitar llevarse una pedrada o un palo en el culo.
Nadie hablaba ya con él. Nadie nunca le dio el pésame por la muerte de
sus padres. Parecía ser invisible para todos. Acudió al partido y al concierto
de bandas. Y más tarde fue a sentarse a la orilla de la laguna donde se hallaba
el roble plantado por los caídos, solitario una vez terminada la ofrenda de
flores anual.
Apareció un niño a su lado. En cuanto vio que en su mano izquierda
sujetaba cuatro platillos de barro, reconoció a Thomas. El chico había recibido
un disparo accidental un 4 de julio cuando salió a recoger trofeos al campo
antes de que terminara la sesión de tiro.
―Se te ve mucho mejor sin muletas y con dos piernas.
Ricks sintió un pequeño mareo cuando agachó la mirada y vio sus extremidades.
Miró a su alrededor y, a lo lejos vio a su hermano abrazado a su novia del
instituto, que había fallecido a causa de unas fiebres altísimas. Algo más
atrás sus padres le miraban sonriendo como siempre lo habían hecho mientras su
madre le tiraba un beso.
Thomas le agarró una mano cuando los fuegos comenzaron.
―Siento lo de vuestro accidente de coche ―dijo Thomas―. ¿Te importa si
te cojo la mano? Aún me asustan un poco las explosiones.
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